Un hombre vagaba por el desierto blanco. Llevaba mucho tiempo caminando sin rumbo fijo por esa blancura fría e infinita. Creía que sólo existía el frío y estaba sumido en la nada, una nada que poseía una belleza efímera y fantasmal, en el que el cielo y el sol sin vida no podían guiarle en su camino.
El hombre era muy pálido, y en su rostro anguloso presentaba unas hundidas ojeras marcadas en dos ojos azules grisáceos. Su pelo gris estaba encrespado y era tan largo que le caía hasta las rodillas, al igual que su barba.
Él continuaba caminando, pensando en cuándo acabaría de andar, en cuándo volvería a ver a alguien. Olvidó lo que eran los colores, olvidó lo que era oler algo, olvidó sentir, tocar, y olvidó lo que era el sonido, allí no se escuchaba ni el viento. Ya sólo conocía aquel paisaje, y por otro lado le entristecía dejar atrás el blanco y el frío.
Mientras pensaba en todo aquello, se quedó paralizado al escuchar una risa. Ya había olvidado lo que era estar parado y cuándo comenzó a andar, pero aquel sonido le hizo quedarse quieto en su camino. Abrió mucho los ojos como si pudiese abrir igualmente los oídos. La risa volvió a sonar, sabía que no sonaba en su cabeza, porque hacía tanto tiempo que no escuchaba nada que le sorprendió intensamente escuchar aquello, aunque estuviese muy lejos.
Dio una vuelta en sí mismo con la boca entreabierta para escuchar detenidamente de que dirección provenía aquella risa tan dulce que inspiraba en él cosas que parecía que nunca había sentido. Pero allí no existían las direcciones, por lo que se dejó guiar por aquél agradable sonido y comenzó a caminar de nuevo.
La risa cada vez se oía más dulce y más cercana. El desierto blanco empezó a ser menos blanco y tonalidades azules, grises y verdes comenzaron a vislumbrarse. El hombre había olvidado también lo que era el calor, él ya estaba hecho al frío; la temperatura iba subiendo y esa sensación hizo que empezara a sentir cosas que ya no sabía que se podían sentir, como sudar, tiritar o incluso abrazarse a sí mismo.
Su mente se iba aclarando a la vez que el paisaje iba cambiando. Estaba seguro de que aquella risa que no paraba de escuchar le llevaría hasta los confines del desierto blanco.
En sus pies sintió tierra y agua, y más adelante hierba. El manto blanco se convirtió en agua, el cielo era de un azul tan profundo que pensó que podría absorberle en cualquier momento y el sol era tan brillante y daba tal calor que el hombre se quedó ensimismado observándolo fijamente, al momento cerró los ojos y vio en el interior de sus párpados formas y colores que no recordaba haber visto nunca.
Conoció otras especies de vida, pequeños seres volaban a su alrededor, algunos se acercaban a él y otros iban de flor en flor, y otros pequeños que no podían volar recorrían su piel usándolo de vehículo para luego continuar su camino por tierra.
El hombre siguió caminando, guiado por aquella risa que ya se escuchaba al lado. Andaba por una pradera llena de flores de todos los colores, le llegaban casi a las rodillas, sintiendo con cada paso que daba una caricia suave en pies y piernas, a la vez que se le enredaban en el pelo y barba dándole vida a su pelo sin alma. Sentía alivio en la planta de los pies, nunca había andado por algo tan suave y mullido acostumbrado al suelo frío y duro del desierto blanco.
Allí, en la pradera, ya no hacía frío y no sólo existía el blanco.
En ese momento una brisa suave meció todo el manto verde y multicolor que se extendía hacia el horizonte, haciendo que las fragancias de las flores apareciesen y descubriendo así lo que era el olor. Su piel sintió un cosquilleo, esa dulce fragancia junto con el sonido de la risa y el viento, hacían que al hombre le apeteciese tumbase junto a las flores y sentir su tacto más de cerca.
Con los ojos entrecerrados, estaba a punto de dejarse caer hacia atrás suavemente. Pero entonces la risa sonó alta y clara a su lado. Se sorprendió aún más cuando escuchó por primera vez el latido de su corazón que palpitaba aceleradamente. Volviendo a abrir ojos y oídos, se dio la vuelta una y otra vez en diferentes direcciones. Quería saber ya de quién provenía esa maravillosa risa que le había conducido a ese mundo lleno de luz y de color.
Entonces un pensamiento lúcido le vino a la cabeza, quizás debería dejarse llevar por la fragancia de las flores y caer tumbado en la mullida pradera para poder ver en persona a aquella risa.
Cerró los ojos y se dejó caer suavemente sobre la pradera. Ya tumbado, abrió los ojos y pudo ver arriba, lejano y demasiado azul, un cielo despejado con un sol radiante, y más cerca de él las partes de abajo de las flores al igual que diferentes insectos volando o escalando por los tallos de las mismas flores.
La conocida risa sonó en su oído, y hasta ese momento no se había dado cuenta de que su brazo estaba rozando algo externo a él. Giró la cabeza y la vio.
En el desierto blanco era una persona que vagaba sin alma, y en cierta forma huraña, que apreciaba y le parecía, de cierto modo, bello aquel paisaje. Cuando alcanzó la pradera llena de vida donde se situaba, le había parecido la cosa más hermosa que había visto. Sin embargo, ahora, olvidó todo lo que había visto y sólo la veía a ella.
Su pelo cobrizo, largo y rizado, brillaba más que el mismo sol y tenía más flores que la propia pradera donde estaban tumbados. Sus ojos, del mismo color que su pelo presentaban unas pequeñas arrugas a cada lado de la sonrisa constante que mostraba en el rostro. Y lo que le parecía más bello que todo lo anterior era su piel bronceada llena de pequeñas pecas que le recordaba a la tierra que había debajo de ellos.
Su radiante sonrisa le hizo sonreír a él también.
-Ya era hora de que aparecieras. -dijo el hombre.
-Ya era hora de que me encontraras. -contestó ella con una carcajada al principio y al final.
Se miraban a los ojos, mientras se sonreían y reían tumbados en la pradera llena de flores y observaban el cielo azul, se acercaron más, sintiendo el cuerpo el uno del otro. El hombre posó su mano cuidadosamente como si el rostro de la mujer fuese de cristal, lentamente fue acercando su rostro al de él, los dos entreabrieron sus labios y se fundieron en un largo, suave y apasionado beso.
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