Hoy es un día especial. Hoy es su cumpleaños.
Desde hace tres años, el hombre viejo celebra ese día especial de la misma forma. Sintoniza su programa favorito en el televisor: El canal de ayer.
Una primera imagen presenta a un muchacho; pobre e inocente.
El hombre viejo observa con detenimiento los ojos del joven, son humildes e inocentes.
Es delgado, sin músculos, de piel clara y ojos azules. Su cabello es corto y castaño, con entradas incipientes para sorpresa de su temprana edad.
Tiene planes en la parada del autobús pero antes, entra a una perfumería y se rocía con la colonia más cara que tienen expuesta. Quiere cuidar cada mínimo detalle.
El anciano sonríe.
Camina hasta la parada del autobús, allí no hay nadie que le mire o espere a su lado; los transeúntes están perdidos en la inmensidad del asfalto viejo y el acero reluciente.
A su lado hay un poste cuyo número de la línea es el 62. Curiosamente, es la edad que tiene su espectador.
El anciano arquea las cejas.
El muchacho parece inquieto, se mordisquea las uñas. Una mala costumbre que arrastra desde la infancia, su madre ha intentado quitársela por todos los medios.
Pero siempre ha habido un motivo para dicha obsesión compulsiva.
En esta ocasión su nerviosismo se debe a otra cosa, nunca ha experimentado una sensación parecida y no sabe cómo actuar; así que se refugia en aquello que conoce.
Nadie le está mirando.
Lleva una camisa de cuadros roja y negra —estilo leñador—, bajo una chaqueta vaquera azul algo desgastada. Mantiene el conjunto con un vaquero azul más oscuro y zapatillas Converse blancas. Tiene frío en las manos; su madre ya le advirtió, pero él insistió en ir así.
Los bloques pisos de su alrededor ofrecen una mirada indiscreta al ocasional observador de la calle. Los distintos bares y clubes de alterne son el reclamo para los desertores de instituto.
Apenas conoce la zona, la explicación recibida por su padre cinco minutos antes de salir por la puerta, es la toda referencia que posee.
Sólo conoce el mundo a través del vidrio que le separa de su incontestable realidad.
El ruido de un vehículo pesado llega a oídos del joven, vuelve la mirada y lo busca con ojos vibrantes. A lo lejos, puede verse cómo el autobús gana velocidad con cada metro. Su respiración se acelera, traga saliva y mete sus manos en los bolsillos de la chaqueta; ya no hay más uñas que morder.
Todo el entorno parece haberse congelado, el tiempo se ha detenido.
Es entonces, cuando el anciano suelta un bufido incómodo al levantarse del sillón, da dos golpes firmes pero sutiles en el lateral del televisor y la historia regresa a la vida.
El autobús hace su parada ante la atenta mirada del muchacho.
En su interior, tras un cristal translúcido, los rostros se encierran en sus pensamientos.
Bajo sombreros y largos cabellos refugian su mirada. Tras unas gafas de sol ocultan sus vergüenzas. Y maquillan sus verdades esperando que nunca llegue nadie a conocerlos de verdad.
El interior del autobús se vacía lentamente, el conductor respira cómodamente.
Aquello que busca, que desea conocer por primera vez… se aleja, dejando tras de sí, una sombra que se deshace en tristeza.
¿Por qué no subió? ¿Acaso esperaba a alguien? ¿Qué le llevó allí? Estas preguntas resonaban alrededor de la figura del chico.
El anciano comparte su dolor. Aprieta los dientes, intenta no llorar. No lo consigue.
Ha nacido en una ciudad que apenas conoce, el nombre le es tan indiferente como las personas que le rodean.
Se siente como un grano de arroz en un cenicero. Blanco y tierno al principio, y con el tiempo, ensuciado por la ironía de una vida que nunca le ha pertenecido.
Lo bueno de la soledad es el tiempo que te concede para reflexionar.
Desilusiones, mentiras, deshonras, traiciones, muerte, angustia, dudas; ¿crees conocer el significado de estas palabras? Pues te equivocas.
No sabes lo que es la desilusión, siempre has podido tener tu porción de felicidad. Afirmas solemnemente que tu vida tiene altibajos, pero nunca has observado la luna y te has sentido vulnerable. Nunca te has sentado a escuchar una canción mientras los de tu alrededor danzaban en pareja; alegres y despreocupados.
Desconoces el valor de la mentira, nunca la has necesitado. La verdad es fácil. Esconder tus deudas e incluso fingir que no las tienes. Ocultar tus inseguridades por miedo a que vuelvan a hacerte daño.
Nunca te han deshonrado, has permanecido sobre un corcel blanco luciendo tus virtudes bajo los rayos de sol. Ser como cualquier persona de a pie, lo ignoras. Finges conocer sus problemas, y si alguna vez los tuviste… no los quieres de vuelta.
No has sufrido en tus carnes el filo de un cuchillo amargo, como un escalofrío recorriendo la espalda. Todos te sonríen y aplauden tus palabras, y gozas de la confianza de todos ellos. En la mendicidad de apoyo y consuelo, cualquier necio resulta válido. Aunque eso tú lo desconoces.
No temes a la muerte, nunca la has experimentado ni siquiera la has visto. Yo, siempre la tengo presente: me observa por la ventana, me llama de madrugada, se sienta a mi lado en el autobús; es mi sombra durante mis paseos. No me permitirá olvidarla.
Tu corazón es fuerte, no se detiene ante las adversidades ni tiembla de angustia. Es como tragar una piedra. Un viaje lento y doloroso al centro de un vacío existencial. En tu garganta sólo se deslizan dulces y agua cristalina.
No cabe la duda en ti, con plena confianza en tus facultades has llegado tan lejos, que nadie sabe has ido. La certeza de tu futuro lo tienes asegurado, no hay temor sobre la cabeza que duerme entre algodones.
Ha transcurrido una hora, él lo sabe. Mira el reloj de su muñeca con cierta impertinencia, el tiempo le evita. Se desentiende de su vida.
La visión ha pasado ser cenital a primera persona.
El anciano se siente como el muchacho, camina como el muchacho.
Sacude la cabeza, está algo mareado.
Ha pasado demasiado rato a la intemperie, tiene las manos heladas y la nariz roja; en su cabeza empieza a escuchar unas voces. Voces que no quiere oír, sabe lo que le van a decir.
Sus ojos buscan el silencio, lo encuentran más adelante, a escasos metros se encuentra un lugar idóneo para un descanso.
Protagonista y anciano sonríen simultáneamente.
Se acerca a la entrada y contempla el dintel de la puerta, las voces ahora murmuran. Tienen miedo.
Inspira profundamente, acerca su mano a la manivela y la desliza suavemente hasta que el mecanismo de la puerta libera un tañido metálico. Un sonido brillante y seco.
Al abrir la puerta, un olor a tinta vieja y papel encuadernado acompañan a un seseo alargado entre las estanterías.
Sus tímidos pasos son observados entre unas risas poco amistosas. Echa de menos las voces de su cabeza.
Busca una mesa pequeña y apartada, de espaldas a los chismosos. Prefiere no cruzar miradas.
Escoge un libro al azar de una estantería próxima a la mesa y finge leer. Controla el tiempo con cada página, salta de una palabra a otra y a veces simula pronunciar alguna.
El tiempo ha cogido su abrigo y se ha marchado lejos.
Un grupo de chavales entran en la biblioteca: mochilas cargadas y bolsos cruzados en travesera, camisas y faldas divertidas, alguna muñeca tatuada y tobillos desnudos. Un baile de erotismo y elegancia propio de un lugar que los congrega a todos. Allí donde quiere ir, pero no puede… la universidad.
«Tiempo al tiempo».
No se siente cómodo, le agobia tanta gente. Observa de reojo cada movimiento, cada mirada, con una precisión milimétrica. No se le escapa nadie.
—Disculpa. ¿Puedo sentarme aquí? — dice una voz femenina mientras su mano le roza el hombro izquierdo.
El joven vuelve la mirada confundido, para su sorpresa, un rostro desconocido se le presenta bello y cálido.
—¿Qué?
—¿Puedo sentarme? Es que está todo lleno.
Todavía aturdido, intenta vocalizar una respuesta, pero el eco de un silencio incómodo le impide pensar con tranquilidad.
En menos de lo que dura un pestañeo, la chica ya se ha sentado a su lado. El joven intenta recordar si le ha respondido, pero no es capaz. Mientras tanto, ella se pone cómoda.
Deja sobre la mesa una mochila de color azul cielo, al abrirla, él se fija en su contenido: Un par de libros de literatura inglesa, uno de historia del arte, una revista de la prensa sensacionalista y un frasco de perfume. Por el olor que desprende, es agua de rosas.
Ella se desabrocha su chaqueta de terciopelo. Él baja mirada a un ángulo muerto, un punto entre el libro y una de las esquinas de la mesa.
En su muñeca derecha tiene una goma para el pelo, se lo recoge a ritmo experimentado, agitando aún más si cabe su embriagante aroma.
Él quiere mirarla. Se contiene.
Una coincidencia fortuita le ofrece la oportunidad.
Ella, le habla de nuevo.
—¿Es interesante?
—¿Qué? ¿El qué?
—El libro, ¿es interesante?
No, piensa.
—Sí, la verdad es que sí.
Ella le mira inocente mientras saca uno de los libros de la mochila. El joven, ni se da cuenta del detalle. El entorno parece haberse difuminado alrededor de la mesa. No existe nada más.
Sólo ellos.
—La verdad, no conozco mucha gente capaz de algo similar. Y… oh, vaya. Me he dejado los bolis. ¿Tú tienes alguno?
El anciano sonríe ante tan tierna escena.
—No, lo siento.
A continuación, ella decide levantarse y marchar hacia sus compañeros en busca de un bolígrafo. El joven, reúne valor para preguntarle algo antes de ausentarse:
—¿Cómo te llamas?
Sonriente, ella le susurra su nombre al oído. Por un instante siente el roce de sus labios, es como un beso.
—Es un nombre precioso.
Sí que lo es, piensa el anciano.
Él, devuelve la mirada al libro y lanza sobre él la imagen de ella: pelirroja y rizos vespertinos, ojos verdes con un toque de avellana, las uñas de sus manos pintadas de un rojo carmesí y una camiseta de tirantes muy ligera. Ha podido ver el broche del sujetador.
Cómo se puede ser tan guapa y dar tanto miedo a la vez, piensa temeroso.
Las letras han desaparecido.
El rostro de joven, esboza una sonrisa. Mucho tiempo hace desde la última vez.
De repente el eco de una frase suena alto y claro en su interior: “El libro, ¿es interesante?”
La curiosidad le solventa la duda.
Un viaje fascinante al Derecho mercantil de la América del siglo XVIII.
¿Fascinante? ¿Qué tiene de fascinante? Y para colmo el autor es ruso o de algún país de Europa del Este, piensa con el rostro desencajado.
Siente la necesidad de darse la vuelta, querer mirar a lo desconocido y saber el final.
Decide mirar, al hacerlo, se cruza al final con la de ella, quien le observaba juguetona mordisqueando un bolígrafo entre los dientes.
Ambos sonríen.
El anciano sonríe sólo.
Decide apagar el televisor y se observa así mismo en el reflejo de la pantalla.
Se levanta nuevamente y va al dormitorio, se sienta a los pies de la cama y en la habitación le aguarda una mirada. Una, melancólica y débil mirada que en la vejez de su espíritu sonríe, a pesar de todo.
El anciano le habla entre lágrimas por última vez.
—Feliz cumpleaños Amaris.
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