Otra vez una novela terminada. En la cena tendré que contárselo a Tere. Me mirará con esa cara que pone a veces, cuando sé que se le pasa por la cabeza la pregunta que mi suegra ha dejado impregnada por la casa, pero que hace tiempo Tere ha tomado como propia: ¿por qué se casó con alguien como yo? un tipo que se pasa el día escribiendo novelas, cuya mano corre veloz por las páginas blancas. ¡Toma una novela acabada! ¡Y otra! Ya no se estila eso. Escribir novelas está al alcance de cualquiera, y carece de valor terminarlas.

Sabía que Tere se haría esa pregunta cuando me sentara a la mesa en la cena y le dijera: “Cariño, lo siento. Acabo de terminar una novela”.

Ella suspiró y pensé que quizá no me había escuchado bien, así que se lo repetí: “Cielo, de nuevo, una novela terminada”.

Esta vez no hubo gemido bajito. Tere se había alterado: “Ya te he escuchado, Tomás, ahora escúchame tú, dime ahora cómo coño vamos a pagar la hipoteca. ¿Cómo hacemos este mes? Tomás… dime cómo vas a sacar adelante a tu familia. Soy toda oídos… pon los huevos sobre la mesa y cuéntame cómo vamos a salir adelante”.

Me hice pequeñito en la silla de la cocina.

—Tere, ya sabes que soy escritor… es lo único que sé hacer. Empezaré otra novela. Te prometo que esta vez la dejaré a medias.

—Eres incapaz de hacerlo. Y te digo que una que tengas acabada la cortes, pero no me haces ni caso.

—Es que no es posible. Las novelas inacabadas tienen tanto éxito por la potencialidad que encierran: podrían acabarse de todas las formas posibles. Una vez escrita la novela, la potencialidad deja de existir porque existe un final. Lo intentaré de nuevo, dejaré la próxima a medias…

—¿A medias? No me hagas reír, si me dieran un euro por cada vez que has prometido inacabar una novela estaría…

—¿Dónde estarías? No me irás a decir ahora que tenías que haber hecho caso a tu madre…

—Pues mira, sí, a mi madre, o a cualquiera de los que me advertían que qué hacía yo con alguien así…

—Así, ¿cómo? —estaba empezando a enfadarme—. ¿Cómo, Tere?

—Así, escritorzuelo de poca monta, que sabe tanto dónde tiene la mano derecha que es incapaz de dejar algo a medias. Todo lo tiene que terminar el señorito, todo, pero si es que ni en la cama te quedas a medias, joder, que soy la única de mis amigas que tiene orgasmos. Todo por tu manía de terminar lo que empiezas. ¡No podías Tere, no, no podías haberte ido con un chico normal! Eso lleva diciendo mi madre diecisiete años. Joder, Tomás, deja algo a medias por una vez en tu vida. Que la vida siempre se queda a medias…pues coño, ¡haz lo mismo! ¿Qué te cuesta?, si es que además parece que lo haces adrede, que es tu manera de hacerte el interesante. Algo tienes que hacer Tomás, ni las cosas acabadas ni las promesas cumplidas pagan hipotecas, y no hay ni un solo premio literario en este país a novelas acabadas. Así que, o te pones a inacabar, o ya me dirás tú qué hacemos.

Esa noche apenas pude pegar ojo. Tere tenía razón. Sin embargo, me dolía tener que aplicar una solución drástica. Antes de llegar a eso intenté la última vía que tenía a mi disposición y llamé a mi agente.

Alexis Cabrera, el distinguido agente, había conocido tiempos mejores. De eso daban cuenta la placa gastada de la puerta o el estado del suelo de la oficina. Lejos quedaron aquellas noches de faranduleo literario, cuando Alexis se codeaba con agentes más potentes que él y escritores mejores que los suyos. Álex, como le llamaban los amigos, había conseguido colocar un finalista del Biblioteca Breve y otro del Primavera. Se creía a punto de subir a la primera división del mundo editorial cuando una decisión equivocada echó al traste sus aspiraciones profesionales.

Se dejó llevar por la moda pasajera de los escritores de novela que, como Tomás Acosta, decidían anular la potencialidad de una buena novela a medias terminándola. Había tenido que montar su propia empresa para llegar a fin de mes y había creado una empresa de servicios editoriales.

Cuando se quiso dar cuenta de que las modas son pasajeras era tarde. El negocio estaba tan resentido que Álex había tenido que tirar de escritores de cuarta clase, de aquellos que se ganaban la vida escribiendo textos para manuales de instrucciones de pequeños electrodomésticos. A veces se llevaba una alegría y conseguía encargos más potentes: prospectos de medicamentos, tesis universitarias, obras de teatro para grupos amateur… Habían pasado años, pero Álex no había tenido nunca el coraje de decirle a Tomás que no quería seguir llevándole. Estaba precisamente pensando en cómo decírselo cuando el susodicho llamó a su puerta tremendamente agitado.

—¡Hombre, Tomás! ¡Justo estaba pensando en ti!

—Álex, necesito que me ayudes, es un caso de vida o muerte.

—¿Vida o muerte? ¿Se puede saber en qué te has metido?

—De vida, más que de muerte, pero un asunto urgente. He vuelto a acabar otra novela, y este mes ya no me quedan ahorros para hacer frente a las deudas. Y Tere, y su madre… Ya sabes…

—Sí, sí, ya sé por dónde vas. Pero ya me dirás tú cómo puedo ayudarte. Hace años que no me traes una buena novela inacabada, es imposible colocar algo tuyo por ahí. Tengo lista de espera hasta para escribir los subtítulos de la Teletienda…

—Pero eres el tío que más sabe de premios literarios. Tiene que haber algo, y eres la única persona que podría encontrarlo.

—Puf, la verdad es que no creo que haya nada, Tomás. Pero déjame revisar el Anuario de los Premios Españoles de Literatura. Si no hay nada ahí date por jodido.

Álex hojeó el anuario rápidamente.

—A ver, a ver… Mira: Premio de Narrativa Provincial de Almería. Dotado con tres mil euros y escultura de artista de la comarca… [Jodidos escultores comarcales, se podrían meter las estatuillas de cerámica por dónde yo me sé]… Podrán participar de este certamen escritores de cualquier nacionalidad, [bien, muy bien], siempre que las obras que concursen estén escritas en castellano, [seguimos bien], sean originales e inéditas, [de fábula, Tomás, vamos de fábula], no premiadas en ningún otro concurso en el momento del fallo, [estupendo, es tu caso, que no le metes un gol ni al arcoíris], e inacabadas en el momento del envío al premio.

Alexis dejó de leer y me miró.

—Creo que va a ser difícil.

—Sigue buscando, algo tiene que haber.

—A ver, me suena que vi un concurso nuevo… — Alexis pasó las páginas rápidamente y se paró casi al final del anuario—. Aquí, este es. Vamos a ver si cuadra… Premio de Novela San Canuto… Con el propósito de contribuir a la difusión de la literatura escrita por consumidores de marihuana, [ahí podríamos mentir, Tomás], la Asociación del Porro Español convoca la primera Edición del Premio de Novela San Canuto. Podrán participar escritores de cualquier nacionalidad, con una novela en español, con una extensión mínima de ciento veinte páginas.

—¿Dice algo de que tienen que ser inacabadas?

—A ver… Se deberán enviar seis ejemplares blablablá, [de momento no], se aconseja a los remitentes no sé qué, [nada por aquí]. El Premio será de diez mil euros. Las obras acabadas no serán admitidas a concurso. Está bastante claro, Tomás… aquí no hay cosas para ti. Si quieres seguir trabajando en esto tendrás que escribir según las reglas del mundo, no según las tuyas.

—Pero Álex, sabes que no puedo, que no paro de intentarlo, que empiezo novelas todos los meses pero no consigo parar hasta que las termino.

—Pues sigue intentándolo. Si quieres te pongo en otra cosa. Están saliendo algunas correcciones de las transcripciones del Congreso. Si estás dispuesto a fumarte eso hay encargos, nadie lo quiere.

Mientras salía de la oficina de Alexis Cabrera, y antes de llegar a casa, mi mujer recibía una llamada.

—¿Aló?

—¿Tere?

—Sí, soy yo. ¿Quién es?

—Soy Alexis Cabrera, el agente de Tomás.

—¡Alexis! ¡Qué alegría me das! ¿No me dirás que tienes algo para Tomás?

—No, lamento decirte que no, Tere. Ya me gustaría a mí que los vientos soplaran de otro lado y que lo que hace tu marido le interesara a alguien.

—Ya, si es que no sé cómo es posible que termine las novelas… es contrario al sentido común. Cualquier persona lo dejaría a medias, pero él no puede.

—A eso iba. Acaba de pasar por la oficina, estaba muy apurado. De verdad, Tere, no hay espacio en la literatura para él. Se ha ido desconsolado cuando le he dicho que no podía hacer nada. Y es verdad que no puedo hacer nada como agente, pero sí como amigo.

—¿Cómo amigo?, ¿qué quieres decir?

—Verás, si es que me he acordado por casualidad. No sé si Tomás te habrá contado alguna vez que antes de dedicarme a esto y montar mi propia empresa trabajé en otra empresa.

—No sabía. ¿Y qué tiene que ver con Tomás?

—Recordé que tuve un compañero de trabajo que había perdido el dedo entre los radios de una bicicleta y al que los médicos habían cosido el dedo al vientre, para recuperarlo después.

—Sigo sin entender qué tiene esto que ver con Tomás.

—Estoy empezando a pensar que lo que tiene Tomás es un problema físico, imposible de solucionar con la simple voluntad del cambio de hábito. Y que la única forma de parar sus novelas a la mitad sería cortándole la mano derecha.

—¿Cómo?

—Sí, y pegándosela a la cadera cada vez que llevase la mitad de una novela. En ese tiempo él no podría escribir, y tendría tiempo de corregir la novela inacabada, maquetarla, editarla…en fin…

—¿Y entonces?

—Cuando la novela estuviera vendida desharíamos la operación. Le volveríamos a colocar la mano al final del brazo y Tomás podría volver a escribir de nuevo. Repetiríamos la operación con cada novela.

— Alexis, ¿esto lo cubre la Seguridad Social?

—Creo que sí, porque lo están haciendo con otras partes del cuerpo en personas que terminan lo que empiezan.

—No sabía que estaba tan extendido. ¿Y cómo crees que se lo va a tomar?

—Eso déjamelo a mí. El Planeta del año que viene está vacante y no está claro quién se lo llevará.

—¿Crees que Tomás puede ganar el Planeta?

—O finalista. Siempre he pensado que Tomás tenía mucho potencial, solo le faltaba dejar de demostrarlo.

—¡Qué alegría me das, Alexis! ¡Voy a pedir cita en el médico ahora mismo!

Estoy dormido, anestesiado. El cirujano corta despacio y va hurgando entre el mar de venas, tendones y músculos de mi mano derecha. No percibo nada, no oigo, no siento. Esto debe de doler, sin duda. Pero no sentiré nada. Es así como ocurre. Más adelante, después de un espasmo, despertaré y no recordaré lo sucedido.
El olor, mi cuerpo paralizado y, desde luego, la ausencia de mano derecha me darán noticia de lo que ha pasado. Mientras tanto sigo en este estado de no estar vivo y estarlo al mismo tiempo.

En la sala de espera Tere está hecha un flan. La acompaña mi suegra, la gran santa de la familia, y Alexis. Mi suegra reza el rosario, como en las grandes ocasiones. Alexis revisa el e-mail y va respondiendo rápidamente. Mi mujer toma café. Ha leído todas las revistas de la sala de espera. Mira el reloj, el tiempo pasa despacio. Pero ya ha dado las 3, las 4. Las 6. Son casi las 9 y ninguno se mueve. Nadie cena. Alexis bosteza. Mi suegra dormita porque se le oye roncar. A las 11 de la noche mi mujer rompe el silencio.

—¿Qué pasa con esta operación? Parece que no termina nunca.

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