La tragedia del narrador en la escena del café

La tragedia del narrador en la escena del café

El Autor juega conmigo y de hecho aún no tiene decidido mi aspecto, así que a veces las comisuras de mis labios están resecas y después en cambio mi pelo es rubio y lacio. Le falta algo de mi carácter y ultimar algunos detalles, como por ejemplo mi opinión acerca de las montañas nevadas y el crepitar del fuego, o si por el contrario prefiero una noche tranquila en la cima de un acantilado con el atractivo añadido de una luna llena y limpia. Sí sabe que todo ocurre en un café antiguo. También sabe que es viernes, y que ahí fuera llueve a cántaros, y que, una vez dentro del local, las gotas resbalarán sobre la superficie de mi paraguas como si por ejemplo surfearan un mar helado.

Hay varios sitios libres pero me sentaré en aquella mesa, justo en la esquina más cercana al ventanal que da a la calle. Luz naranja, y sombras, y siluetas opacas. Un gintonic y además una mujer. Creo que me mira. Sí, me mira. Esto es de locos. Todavía no ha dejado de mirarme. Sus ojos color ceniza parecen haberse congelado. Y su melena rizada. Así que supongo que será Ella. Y entonces, en silencio e inexplicablemente, empiezo a quererla.

Pero en ese preciso instante alguien entra en el café y todos se vuelven hacia la puerta. Me lo temía. Es Él, sí, aunque Ella lo ignore. El autor lo sabe, se da cuenta enseguida. Y con eso será suficiente. El tipo se acerca, y ahora ella sonríe, al tiempo que su mirada me abandona. Por todo el café ya puede percibirse este inconfundible olor a triunfo. Él se detendrá, justo después de pasar por la mesa que está en la esquina más cercana al ventanal. Ella, se ruborizará por un instante. Y sin embargo, le ofrecerá asiento y terminarán por tomar un té. Sí, un té. Por primera vez en su vida, ella habrá reunido las agallas suficientes para decirle algo a un desconocido que le gusta. El autor lo sabe. Y yo trato de interferir, pero algo me lo impide. Trato de gritar, pero las palabras no alcanzan mi boca.

La sigo todos los días por las calles de Barcelona, la sigo cuando va a la parada de autobús que la lleva a la oficina de la Diagonal, la sigo cuando va a la librería donde ojea libros que no comprará, la sigo, en fin, a todas partes, la sigo a pesar de las lágrimas, la sigo y me duele y aun así voy tras sus zapatos negros y su pelo rizado. Estudio sus movimientos con la persistencia de los científicos. Se suceden los tipos, los tés y las copas. Y yo sigo queriéndola. Pero el Autor todo me lo niega; ni una mirada, ni una palabra, ni una caricia y mucho menos un beso. Ni siquiera un encontronazo casual en la barra barnizada de un café.

Ella, el enésimo Él, y dos tazas de té. Yo, el narrador, sentado en la mesa de la esquina más cercana al ventanal que da a la calle. Sus ojos que apenas parpadean. Se admiran, el uno al otro, como si fueran obras de arte. El silencio. Hasta que Él se aclara la garganta, y después le dice que le gusta la lluvia porque así la reflejan millones de diminutos espejos. No existe mayor espectáculo. Oh, sí. A su lado, la aurora boreal no es más que una luciérnaga.

Pues resulta que el Autor sí tiene buenas frases. Por qué no dármelas a mí. ¿Por qué? Se precipitan las lágrimas por mi rostro como la lluvia en un alféizar. Me escuecen los ojos. Solo, en la mesa de un café. Ajena a mi desgracia, Ella se alisa un largo mechón con el dedo índice. Su sonrisa blanca. Va a decir algo, pero se detiene, al parecer algo la perturba. Sus ojos se fijan en una mancha de vino que hay en el suelo y en el humo de un café y en dos moscas que se persiguen. Y entonces, sus pupilas aterrizan en las mías. Me mira. Sí, de nuevo me mira. Me tiemblan los pies y las manos. Pero yo también la miro. Hago un ademán con el brazo, corto el aire con mis manos. Ella asiente con suavidad. Algo ha cambiado. Se terminó el hechizo. Puede verme, puede verme mirarla y puedo verla mirarme.

Acto seguido, Ella le dirá algo al oído a Él y entonces se levantará y hará como que se dirige al baño. El tipo asentirá y saldrá del local para esperarla ahí fuera. Mi amor se acerca. Ha sido tanto tiempo. Pero ahora podré decirle lo mucho que la he querido en silencio. Ya está aquí, su sonrisa blanca. Y mi voz se proyecta, y las palabras siguen por fin su habitual rutina. Le tomo la mano. Es tan suave su piel, como si estuviera hecha de nubes o de terciopelo.

Insisto en el amor que le profeso. Le reproduzco conversaciones que ella ha tenido con esos tipos. Le digo que me gusta la lluvia porque así la reflejan millones de diminutos espejos. No existe mayor espectáculo. Oh, sí. A su lado, la aurora boreal no es más que una luciérnaga. Ella frunce el ceño y se rasca la sien y arruga los ojos, pero no dice nada.

¿Qué le ocurre? El autor ha desaparecido y ya no me dice lo que piensa. ¿Dónde estás?

Me tiemblan los pies y las manos y los hombros y las pestañas. Los ojos arrugados de Ella se clavan en algún lugar tras mi espalda. Y además este silencio. ¿A qué esperas? Parece gritarme. ¡Dí algo, lo que sea! Así que entonces le describo a mi amor los hombres que han ocupado su cama, con la esperanza de que mi amor sea consciente de cuánto he sufrido, y a pesar de todo, cuánto la he esperado. Recuerdo que había uno rubio, uno moreno, uno castaño. Uno que olía un poco a tabaco y otro que apestaba a Brummel.

Otra vez el silencio. Ella ha dejado de fruncir el ceño y ahora ladea la cabeza y la sacude. De repente, extiende sus brazos hacia delante y sus manos me impactan el pecho y yo pierdo el equilibrio y caigo de espaldas al suelo. Desde ahí, puedo ver cómo me mira horrorizada, y escuchar cómo les ruega a los de seguridad que se lleven cuanto antes a este completo desconocido. Nadie repara en mi respiración entrecortada. Vienen dos hombres corpulentísimos. Al mismo tiempo, y ya frente a la barra, Ella pide al camarero lo más fuerte que tenga y que por favor no se olvide de la aceituna. Los dos gorilas arrastran mi cuerpo por el suelo, dibujando la ruta más directa hacia la salida. Y entonces un suspiro, un último trago de té y después la lluvia.

Ahora imagínate a un tipo en medio de la calle tendido sobre el asfalto. Cómo mira el océano precipitarse sobre la tierra y siente los gruesos y fríos gotarrones que se clavan en su piel, como si fueran pequeñas dagas. Entonces le grita al cielo, y le pregunta por su existencia, y si es verdad que hay un destino y si él puede hacer algo para cambiarlo.

Ese hombre soy yo. El narrador. Y es que lo sabía. En el fondo, lo sabía. El autor me la tenía guardada. Y le gritaré en las calles desiertas, le preguntaré por qué me ha abandonado. Por el bien de la literatura, dirá él, en la tranquilidad de su estudio. Otra vez. Y que la gente me querrá y eso es lo importante. Que lo mire así. Mi familia jamás habrá de grabar mi nombre en el mármol de una lápida. Que viviré, para siempre, en la memoria de los cientos de miles de millones de hombres y mujeres que lean estas páginas.

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