Un tren desprovisto de energía en su caldera se movía por inercia.

Iba tan vacío como los pueblos que dejaba atrás y los venideros. Como el estómago del bandido que lo veía pasar. Como el estómago del caballo del bandido.

Hacía días que el bandido iba a la sombra de la máquina, protegiéndose del sol calcinante, apeado. Muy lento se movía tren, pero no se detenía. El hambre hacía que el bandido alucinara con ver gente asomándose desde el interior de las casas pero sabía que ya no había nadie. También alucinaba con que el tren le hablaba:

-Solo está permitido que los pasajeros suban en la estación.

-No vas a llegar. Te vas a detener antes y, cuando lo hagas, voy a subirme para llevarme la comida. Antes no puedo porque mi caballo se va a escapar, tiene miedo.

-No puedo hacer más vapor, alimenta mi caldera, por favor.

-Tenés hambre como nosotros -dijo señalando al caballo a que llevaba tirando de las las riendas. Miraba hacia todas las direciones de donde provinieran sonidos, asustado hasta de sus propios pasos.- Tus pasajeros deben ser los únicos que comen bien, al parecer.

El tren lo sacó de su error: iba sin pasajeros, al menos vivos. Lo que sí llevaba en cantidad era Nada.

El bandido se desalentó, perdía las esperanzas de conseguir comida porque la nada no come; o come (hablando metafóricamente) espacio ocupado por la materia (es una metáfora deficiente porque también podría decirse lo contrario).

La inercia que unos momentos atrás parecía a punto de agotarse fue lo suficientemente fuerte como para ascender al tren, aunque muy ĺento, por un el terreno que elevaba los rieles al rededor de una montaña. Al bandido se le hizo imposible seguir a la sombra de la locomotora, porque a la izquierda del tren se abría un abismo. Tuvo que subirse al caballo y descender hasta el valle para rodear la montaña desde abajo. La carrera cuesta abajo convertía el aire en un viento caliente que agotó al caballo y al jinete, tanto que al llegar al valle se desplomaron en la tierra. Lejos, en lo alto, el tren avanzaba lento como una nube en un día sin viento. Pero no se detenía y parecía que nunca lo haría. Durante una hora entera, el bandido se cocinó al sol sin quedar inconciente ni poder ponerse de pie, mirando al tren rodear la montaña, siempre encima suyo.

Un accidente, tiempo atrás, quizás el desprendimiento de una gran roca, había detruído los rieles interrumpiendo la continuidad de la ruta. El tren avanzaba ignorando el término de su viaje. La locomotora se desplomó hacia el abismo trayendo consigo, uno a uno, el resto de los vagones. El bandido lo vio acercársele, rodar y desintegrarse como una serpiente titánica que se retuerse por las llamas internas de su propio veneno. La montaña era rocosa, no levantó una nube de polvo, pero hacia el aire se disparaban piedras y pedazos de tren que atemorizaban al bandido. No podía moverse de donde estaba más que arrastrándose y aún así no escaparía a tiempo de ser golpeado por los proyectiles o a quedar aplastado por la locomotora. La caída del tren vio su fin a cincuenta mentros de donde se encontraba el bandido, pero de los vagones se vertió el contenido en una abalancha que lo alcanzó. Ahora estaba cubierto por la nada…

Era tibia. Hubo silencio y no se vieron colores ni luz; ni siquiera oscuridad, aunque cerrara los ojos. En la atmósfera no había olores, en la boca no se sentía ya el amargor de la saliba. La piel no sentía más la brisa caliente del aire, ni el rose de los dedos entre sí y con las palmas de la mano ni la ropa ni la gravedad en su punto de apoyo en el costado derecho de su cuerpo tendido en el suelo. No dolía. Hubiera creído que su cuerpo ya no estaba, pero ahí donde sentía hambre debía estar su estómago y ahí, de donde provenía el pensamiento debía estar la cabeza. Al estar privado de los estímulos exteriores pudo sentir en detalle su hambre: su estómago y los jugos gástricos a la espera de alimento. Casi que podía visualizar el interior de su estómago, como una cámara rosada y húmeda con una abertura en el “techo” y una válvula cerrada abajo. Sentía también la sangre transitar venas y arterias al ritmo del corazón, que latía a intervalos irregulares. Sintió cada órgano, cada nervio, cada flujo; los anticuerpos hacían un largo recorrido para combatir una infección. Sintió el higado hinchado y el alquitran que revestías las paredes de los pulmones. Sintió su cerebro, las sinápsis nerviosas le hacían cosquillas. Las neuronas eran millones. Al concentrarse en una sinapsis podía saber para qué servía. Un extrenso sistema de estas le permitían tocar la guitarra. Las más activas eran las que asimilaban el presente. Vio sus sueños, y detalles de recuerdos, (la mayoría falsos) que creía olvidados: como la enorme bolsa de pan duro que llevaba en su bolso, y que había descartado días atrás cuando vio pasar al tren. En una zona basta de poca actividad, revolvió su inconciente y revivió traumas y culpas.

La nada se disolvió. Fue empujada por el espacio hacia su popio confín. El bandido volviá a percibir su entorno. Vio a su caballo de pie, más asustado que nunca, tanto que ni huir podía. ¿Quién sabe cómo experimenta un animal la Nada? El bandido sentía el hambre multiplicada por haber visualizado su estómago en detalle. Se incorporó con dificultad, tomó los panes y al caballo y fue hasta la locomotora. A pesar de la caída había quedado erguida en el suelo. El bandido escuchaba tenues gemidos venir de la locomotora. Entró y dejó flotando los panes en el agua de la caldera. Bebió de esa agua inmunda. Sacó los panes que se le deshacían en las manos. Comió y le dio de comer al caballo. Los nutrientes aliviaban al organismo, aniquilaban el hambre; la mente volvía a estar lúcida y las alucinaciones parecían un pasado soñado.

La voz del tren atenuó hasta desaparecer pero en la memoria del bandido seguía resonando, no como si se repitiera sino como is el tiempo se hubiera dilatado; las frases sonaban a la vez, en perpetua enunciación. Le había pedido que encendiera su caldera. Llevó con las manos el carbón que se había volcado en la tierra hasta la caldera y lo encendió más allá del límite. El agua bullía. El carbón nutría las llamas que amenazaban infernales con explotar. Los ejes desprovistos de ruedas alcanzaban la velocidad máxima que le permitía esa libertad estática. La única rueda que quedó sana cavaba un surco en la tierra seca y hacía volar piedras.

El bandido se alejo en su caballo sin saber a dónde.

La locomotora quedó así: buscando las vías como un animal que sueña con correr. Clavada en la tierra.

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