Silvia descolgó la ropa por la mañana, después de que Jairo partiera a su oficina. La separó por color y la dobló con delicadeza;al hacerlo, repasó la lista de quehaceres del día. Lavar platos, planchar, organizar el cuarto, comenzó mientras llevaba las camisas de su marido al armario.

Se fijó en el reloj y recordó el traje azul. Ya la tintorería habría de estar abierta. Así que apuró a encontrar sus pantuflas y salió a la calle. Había dejado de llover hacía unas horas pero seguía nublado.

–Bonjour, madame—la saludó la encargada, quien apenas la vio fue en busca del entero.

Silvia se acercó al mostrador y esperó.

–Ya estábamos por pensar que se les había olvidado.—dijo la señora, tendiéndolo en el mesón.

Silvia revisó las solapas, buscando por la mancha que ella no había sido capaz de quitar.

–Merci beaucoup.—dijo.—Mañana tiene que viajar y sin éste traje no podría hacerlo.—agregó.

Regresó de prisa, tomando la calle Dauphine. Arreglar la sala, hacer el almuerzo, continuó con la lista de tareas.

Una vez en la casa, condujo el traje al armario, y se dispuso a organizar la alcoba.

En el suelo se encontró con la carátula de la película que había visto la noche anterior. “Stranger than Fiction”, se le ocurrió que de pronto y también habría alguien escribiendo su vida. Entonces agitó su cabeza, riendo. Se le escapó un suspiro y miró a su alrededor. Se preguntó si acaso había perdido el control de su vida.

Se acercó a la ventana y dejó entrar la brisa. Los carros y la gente parecían ir más rápido que el Sena. Respiró hondo y sostuvo el aire unos segundos.

Años atrás, lo que ocurría entre despedir a su esposo y ponerse a cocinar era una secuencia entre alistar a sus hijos para la escuela y entrar en sus mallas para salir a trotar; ahora, Silvia comenzaba a preparar el almuerzo antes del medio día.

Hacía casi un año que la habían vuelto a operar de la rodilla: seis meses de recuperación con tres de rehabilitación, pero nada parecía haber mejorado.

Puso a hacer tres porciones de arroz. Dos años atrás, su último hijo se había ido del hogar, pero esto se le olvidaba al momento de cocinar. Envolvió su cabello en una moña. Y en el reflejo de una ventana vio asomar un bulto de piel por debajo de la blusa. Lo palpó como si fuera la primera vez, como si se le hubiese olvidado que hace un tiempo ya su abdomen no era plano.

Qué lejos estaba de aquellos días en que su carrera como maratonista olímpica parecía algo seguro. Ella era una mujer deportista, con beca, las medallas y el cuerpo de una atleta. Tenía entonces veintidós años y había tomado como costumbre calentar por la mañana hora y media por el Volkspark de Berlín.

Fue en elaño noventa cuando vio a Jairo por primera vez, él iba de camino a la oficina en donde estaba de practicante. Ella corría libre y despreocupada. Ambos cruzaron una mirada. Y así siguió sucediendo durante un par de semanas, hasta que él finalmente se atrevió a detenerla.

Cuando Silvia sufrió el accidente que acabaría con su carrera –ligamento cruzando anterior-, Jairo fue quien la acompañó durante los meses de recuperación y duelo. El embarazo apareció después y coincidió con el ascenso en el trabajo del joven practicante, que le aseguraría una estancia duradera en la ciudad.

El teléfono sonó y ella brincó.

-Aló- contestó Silvia

-Bonjour, Mme Silvia,–reconoció la voz de la secretaria de su médico.—cést le bureau du Dr. Remí pour confirmer votre rendez-vous aujourd´hui.

“Merde!” exclamó para sus adentros. Se le había olvidado. Buscó el espejo más cercano y le pareció que no había cita médica que pudiese cambiar su destino. Se disculpó e insistió en que la llamaran la semana siguiente, de pronto y habría cambiado de parecer. Y continuaría con las terapias.

Cuando puso a descongelar los filetes se tomó un momento para organizar la sala. Recogió los zapatos, el reloj y un vaso de whisky que había dejado su esposo la noche anterior. Llevó los objetos a su sitio: el vaso al lavavajillas, los zapatos al armario y el reloj a la mesa de noche. Allí la esperaba una foto familiar: los dos hijos y su marido, todos sonriendo, indiferentes a sus pesares. La observó por unos segundos más. El arroz estaba a fuego lento y los filetes eran todavía unos hielos, así que se tendió en la cama y cerró los ojos por un momento. Vio, como un video, pasar los años de su vida en familia: el embarazo, el tetrazepam, la boda, el pre-escolar, el segundo hijo, las navidades en España con la familia de Jairo, la primera hipoteca, el seguro de vida, los tropiezos económicos, la graduación del mayor, la mudanza, la terapia de pareja, el Valium, la graduación del menor, la segunda operación… Tocaron el timbre dos veces

Silvia lo oyó perfectamente, pero no abrió los ojos. No estaba lista. Tampoco sabía quien podría ser. Sonó el timbre una vez más. Se levantó de la cama y caminó con desgana hacia el intercomunicador. Quiso gritar: “¿Quién carajos te crees que eres para venir a interrumpir mi descanso?”, pero en vez de eso le salió un saludo muy cordial.

Era el tipo del cable, aseguraba que su esposo le había dicho que podría ir a instalar el nuevo decodificador a esa hora. Y, como si se tratase de una revelación, lamentó descubrir quién era culpable de su miserable fortuna. Le dijo al hombre que la siguiera a la sala, ella estaría en el baño arreglándose mientras él hacía la instalación.

Se duchó, se maquilló y se puso encima un buen vestido. Soltó su cabello de camino a la sala. Empezó a fantasear con que podría escaparse con él y dejar al idiota de Jairo en su propia jaula. Pero bastó con ver al hombre en uniforme, conectando cables, en cuclillas, con las nalgas desbordando el pantalón, un poco mayor que ella, para recapacitar. “Qué cosas se le ocurren a uno”, pensó cuando cerraba la puerta, despidiendo al contratista.

Volvió a la cocina. Ya el arroz estaba en su punto y los filetes blandos. Puso la olla a un lado y agarró un sartén, le echó dos gotas de aceite y lo puso a calentar. Mientras arreglaba la mesa se le escapó una sonrisa y los ojos le brillaron. “Qué cosas se le ocurren a uno”, volvió a decirse, y meditó sobre las cosas que hacían de Jairo un buen esposo: era paciente, amable, buen padre, un hombre atento y responsable, ha estado con ella en las buenas y en las malas. Era el gerente de una importante empresa de cerrajerías en París. “Qué importa”, concluyó, “le diré a Jairo que me arreglé para él”, y todo solucionado.

Silvia sacó dos platos de su vajilla favorita, abrió una botella de vino y encendió una vela que puso entre los dos puestos de la mesa. Se sirvió una copa mientras esperaba a Jairo, que en cualquier momento debía de cruzar la puerta de entrada. Revisó su reloj, “Ya no debe tardar”, pensó.Pero pasaron dos copas de vino y su marido no llegaba.

Comenzó a irritarse. Peor aún, se sintió dolida; sólo que no supo exactamente por qué. Entró al baño y se lavó cara, no había mascarilla que pudiese cubrir su amargura. Hizo de su pelo un nudo, no había nadie para quien lucirlo. Caminó de un lado a otro por la habitación sin saber qué hacer, hasta que tomó puesto en un lado de la cama. Puso sus codos sobre las piernas y sostuvo su cabeza con la vista hacia abajo. Comenzó a llorar.

Alzó su vestido un poco, lo suficiente para ver su cicatriz. Deslizó el dedo índice por ella y trató de pensar en un metáfora que le diese sentido a su situación. Supo qué hacer: buscó su monedero en la gaveta de la mesa de noche. Estaba lleno. Podría comprar un billete de tren. Tomó una moneda y la contempló por ambos lados. La puso sobre su pulgar para lanzarla al aire, ella habría de decidir su destino.“Cara, lo dejo; sello, me tomo una siesta”.

Su mano comenzó a temblar. Vio la moneda, como si pudiese conocer el futuro a través de ella; en el fondo supo que no había nada que ella pudiese hacer para que las cosas volvieran a ser como antes. ¿Qué tan antes? ¿Cuando seguían en Alemania?, ¿antes de quedar embarazada?, ¿antes de conocer a Jairo? ¿antes de mudarse a Berlín?, ¿antes de ganar las competencias regionales? No lo tuvo claro, pero nada parecía importar ahora; fueron sus propias decisiones las que la habían llevado por este camino, era momento de que el azar tomase esa decisión por ella. Respiró hondo entre sus sollozos y apretó los dientes, nada más con deslizar el pulgar hacia arriba su vida habría de cambiar.

Su celular sonó en aquel instante. “¡Maldita sea!”, gritó. Era Jairo. Ella secó las lagrimas de sus mejillas y contestó.

–Hola, mi vida.—dijo él.

–Jai…

–Ya sé que voy tarde, discúlpame, estaba en una reunión importante…

–Escú…

–No, no, escúchame a mí. No se me ha olvidado, ya voy por ti. Ya sé que la reserva era a las 2, pero no pasa nada con que lleguemos tarde.

–Pero, ¿de qué…

–Y me voy a tomar el resto del día para estar contigo. Sé que has tenido unos meses duros, lo sé. Hoy es un día para mirar atrás y sentirnos orgullosos de lo que hemos vivido. Feliz aniversario. No pensaste que me había olvidado, ¿o sí?

Todo pareció detenerse a su alrededor, pudo jurar que el río Sena y los carros y la gente quedaban inmóviles. Escuchó sus palpitaciones en las sienes y su respiración entrecortada.

–¿Aló?– continuaba Jairo del otro lado del auricular.–¿Hola?

–Sí, sí, aquí estoy.– dijo con la voz ahogada.

–Por cierto, ¿ya pasó el tipo del cable por allá?

–Así es.

–Perfecto. Bueno, ya voy en camino, ¿estás lista?

–Justo estaba arreglándome.

–Excelente.

Silvia se quedó en silencio por unos segundo antes de colgar.

–Oye– escuchó desde el auricular.

–¿Sí?

–¿Todo bien, hermosa?

–Sí, sí, todo bien.– pensó por un momento. Bajó la mirada y vio la moneda en el suelo.- Me desperté de una siesta hace poco, eso es todo.- y colgó.

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