Un señor llamado Dios

Un señor llamado Dios

Claudia Diaz

29/04/2018

Conrado era un niño de apenas seis años. Delgado, pequeño, de ojos marrones y soñadores. Con el pelo rizado, que siempre llevaba despeinado. Con un nombre poco pensado y elegido por el azar, dado que así se llamaba el médico que lo trajo al mundo. Y con una historia, que merece ser contada.

Era hijo de una mujer muy joven, cuyo nombre nadie sabía. Sin padre, sin hermanos, sin otra familia más que ellos dos, vivían en un pueblo bastante alejado de la ciudad. Allí nadie los conocía, o fingían no conocerlos. La madre de Conrado trabajaba por las noches, dejándolo en una pequeña habitación alquilada, bajo el cuidado de la música de una vieja radio, que oficiaba de centinela. Volvía entrada la mañana, muchas veces golpeada, con sus mejillas hinchadas y despojada de algunas de sus ropas. Pero apenas cruzaba la puerta se recomponía, para que su niño no notara su condición, pues esa era la única manera que tenían de subsistir.

Conrado quería ir a la escuela, como todos los niños del pueblo. Por las mañanas los veía desde la ventana, con sus uniformes, sus mochilas, sus zapatos limpios y brillantes, y con sus cabellos arreglados. Junto a ellos, había personas que los llevaban de la mano, con rostros limpios y sonrisas felices. Él no sabía lo que era tener alguien con esa sonrisa, tan llena de dientes, y de luz.

Así transcurrían los días, unos tras otros. La llegada de su madre, con sus restos de dolor. Los besos temblorosos en la frente, la poca comida, y la fe en cambiar el rumbo de su vida. Porque, aunque era tan pequeño, sabía lo que era ese tipo de fe. Lo había aprendido de un vecino, que algunas veces cuidó de él por las noches. Aprendió sobre la honradez, el trabajo digno, el bienestar. Lo que eran las camas tibias, las comidas deliciosas, las familias felices. Y algo sobre un señor llamado Dios, que era muy bueno, cuidaba de todos y que vivía en las iglesias. Conrado siempre se preguntó por qué a él y a su madre, no los tenía en cuenta. Pensaba que algo malo estaban haciendo, sin duda alguna. Pero poco duraron esas noches dichosas, ya que aquel vecino se negó a volver a recibirlo en su casa, apenas se enteró el motivo de la ausencia de su madre. Lo insultó, lo maldijo, y le juró que jamás saldría de su miserable vida.

Una mañana, de esas que debían ser como cualquiera, algo ocurrió.

La madre de Conrado llegó temprano a su casa. Abrió la puerta, empujándola con fuerza. Tomó un bolso, guardó algunas pocas cosas, y ordenó a Conrado que la siguiera.

– Mamá, aún no hemos desayunado…- dijo el niño, sin entender qué estaba pasando.

– A correr. ¡Ya!- replicó su madre, con voz dura y casi sin mirarlo.

El niño no tenía puestas sus zapatillas, pero ante aquel pedido lapidario no se atrevió a demorar un segundo. La mujer lo tomó del brazo, casi arrastrándolo, y comenzaron a correr. Se dirigieron hasta la estación para tomar el primer tren que partía hacia la ciudad. Era el amanecer, el lugar estaba casi vacío. Pero a pesar de esto, corrieron hasta el puesto de venta, y compraron dos boletos. Conrado vio con ojos atónitos cómo su madre sacaba de su bolsillo una enorme billetera de color negro, con montones y montones de billetes perfectamente doblados. Pero no dijo nada.

En silencio, sorprendido aún, subió al tren. Se sentó del lado de la ventanilla. Su corazón latía con fuerza pensando en que estaba cambiando el rumbo de su vida, y que sus sueños, podrían hacerse realidad. Se imaginaba con su ropa de escuela, con mochila y zapatos limpios. También veía a su madre, con la sonrisa de aquellas personas, con un rostro libre y feliz. Muy feliz. Y con esa imagen cálida en su mente cerró los ojos, se acurrucó al lado de ella, hasta quedarse dormido.

Era la media tarde, y llegaron a la ciudad. Jamás había estado allí. Conrado se sentía aturdido por los ruidos de los coches, las bocinas incesantes y de la gente que corría por las calles. Tomó la mano de su madre y la apretó con fuerza, porque tenía miedo.

– ¿A dónde vamos?- preguntó, casi susurrando.

– No lo sé – respondió la mujer, con el mismo susurro.

En verdad no sabía a donde ir. En la vorágine de la huida, con el terror de la fuga, no existió otro pensamiento más que el de escapar de aquel pueblo, como sea, lo antes posible. Había robado el maletín de un empresario muy poderoso, vinculado a negocios de drogas. Se había arriesgado como nunca antes, cansada de los abusos, de la violencia, de los maltratos y amenazas continuas. Pero eso, ahora, era parte del pasado. O eso creía.

Comenzaron a caminar, siempre de la mano. Hacía frío y Conrado no tenía abrigo, ni zapatillas. La madre recordó en qué condiciones estaba su hijo, así que buscó una tienda y le compró algunas cosas. Luego, fueron a una cafetería, ya que llevaban todo el día sin comer. Mientras disfrutaban de la merienda (un té, un café, y una enorme porción de torta) el niño se sintió invadido por la felicidad, como si el sueño que imaginó en el tren cobrara vida. El rostro de su madre ya no mostraba dolor alguno. Se miraban, hablaban, y reían. Conrado pensó que era un milagro, que ese señor del que le habían hablado, ese que a todos quiere, al fin se había acordado de ellos. Aunque sea sólo por esa tarde.

Abandonaron el café, y comenzaron a caminar de nuevo. La noche se estaba acercando, el frío se acentuaba. Debían conseguir un lugar para dormir. Siguieron andando hasta que llegaron a una casa pintada de gris, con un cartel que indicaba que se alquilaban habitaciones. Era una casa pequeña, bastante deteriorada, con aspecto lúgubre, justo al frente de una iglesia. La madre pensó que era un buen lugar para alojarse, así que, sin dudarlo, entraron y pidió una habitación. Otra vez, sacó de su bolsillo la billetera negra llena de billetes y pagó a la dueña del hospedaje. La mujer los miró con desdén, tomó el dinero, les dio una llave, e indicó con un gesto nada amable que subieran por las escaleras. Llegaron al cuarto, se recostaron sobre la cama, y se quedaron dormidos, abrazados.

En medio del silencio de la noche, comenzaron a oírse feroces golpes de puño contra la puerta. Eran tan violentos que parecían traspasar la habitación. La madre saltó de la cama, y tomó a su hijo. Estaba aterrada, inmóvil. Sabía venían por ella. Los golpes aumentaron cada vez más, hasta que lograron derribar la puerta. Conrado seguía abrazado a su madre, lloraba y temblaba sin control. Aquellos hombres los separaron por la fuerza, golpeando con brutalidad a la mujer. Le colocaron una bolsa plástica en la cabeza, ataron sus manos con precintos, y se la llevaron. El niño comenzó a gritar, pedía por ella desesperado, pero de inmediato uno de los hombres tapó su pequeña boca con una mano, y con otra que parecía más grande aún, apretó su cuello. No podía respirar… y se desmayó.

Pasaron varias horas desde aquel episodio, y Conrado logró despertar. Estaba acostado sobre el suelo, boca abajo, en la vereda de la casa donde todo ocurrió. Trató de incorporase, con mucho esfuerzo. Su cuello le dolía de manera insoportable. Colocó las manos sobre su cara, sobre sus piernas, su abdomen. Llamó a su madre, y al recordar lo sucedido, corrió hasta la tétrica recepción, buscando a la dueña.

– Señora, por favor, se llevaron a mi mamá – sollozaba Conrado, en un intento de pedir auxilio.

– ¡Fuera de aquí, sucio!- Gritó con energía la dueña de la casa. – Tu madre debe estar donde se merece, flotando en el río. Malditas prostitutas. Te vas de aquí si no quieres flotar con ella.-

Conrado no sabía qué hacer. Estaba solo. Sin su madre, sin siquiera su vieja radio centinela. Solo, con apenas seis años y un sueño roto en miles de pedazos. Y con un vacío inexplicable. Pensaba en qué hacían los niños de su edad si se quedaban solos. Pero en su pequeña cabeza no había respuestas, sino las terribles imágenes de los hombres que se llevaron a su madre, para siempre.

Su mirada perdida se instaló en la iglesia que estaba al frente, y por impulso, cruzó la calle. Había una puerta enorme de roble, de dos hojas, que lo invitaba a pasar. Comenzaron a resonar en su memoria las palabras de aquel cruel vecino, el que alguna vez la había hablado de un señor llamado Dios. Y recordó que vivía en las iglesias. Golpeó la puerta con cuidado, muy suave. Y nadie respondió. Pero como estaba entreabierta, se animó a pasar. Aún tenía miedo, por lo que entró con cautela. La iglesia estaba vacía, iluminada apenas por la luz de algunas velas, y adornada con unas cuantas flores. Comenzó a caminar por el pasillo, buscando a alguien a quien no conocía. Sólo veía estatuas, muchas. Mujeres con mantos, una cruz de madera, y hombres con túnicas y coronas sobre sus cabezas.

De repente, en medio del silencio y de vacío de aquel lugar, alguien irrumpió. Era un señor muy alto. Vestía una camisa celeste, con algo así como un moño extraño de color blanco, pantalones negros, y llevaba un libro rojo brillante entre sus manos. Conrado se acercó a él, y mirándolo con rareza, le preguntó:

– Señor, ¿usted es Dios?-

El sacerdote se conmovió ante la inocencia e ingenuidad del niño, pero, al mismo tiempo, advirtió que sus ojos estaban inundados de terror, y que gritaban con desesperación. Su rostro infantil develaba su corta edad, pero también, su terrible pesadilla. Y le respondió:

-No, mi pequeño. Pero sé dónde está – y con el dedo índice de su mano derecha, señaló el corazón del niño.

De inmediato, el sacerdote lo llevó hasta la cocina de la iglesia, le preparó un té con una enorme porción de torta. La misma torta y el mismo té que había compartido con su madre, la tarde anterior, y que le recordaban que ella ya no estaba. Pero, a pesar de que la tristeza lo invadía, notó que el sacerdote lo miraba con una sonrisa insistente, muy familiar. Una sonrisa llena de dientes, y de luz. Como las que veía por las mañanas desde su ventana, y con la que soñaba cuando se quedaba solo por las noches.

Era, sin dudas, la sonrisa por la que esperó toda su vida.-

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