La tía Ana murió por bajita. Puso una silla encima de otra para coger unos manteles viejos que estaban encima del armario, las sillas tambalearon, y murió en el acto. “Qué estúpido”, pensó, mirándose a sí misma tirada en el suelo del salón, “¿para qué habría puesto esos manteles ahí arriba?”. “Eran los feos, no creías que los ibas a utilizar más” dijo el tío Luis, que había aparecido a su lado. Le sonrió, le dio la mano, y se la llevó.

Hacía tiempo que no soñaba con la tía Ana. Antes lo hacía a menudo. Su muerte era algo que me atormentaba de niña. El hecho de que nadie me contara cómo murió.

  • – Abuela, ¿cómo murió la tía Ana?
  • – ¿Para qué hablar de esas cosas? Si total ya…
  • – Mamá, ¿de qué murió la tía Ana?
  • – ¡Qué más da! ¿Para qué quieres saber tanto? Anda, haz tus deberes.
  • – Ángela, ¿tú sabes de qué murió la tía Ana?
  • – No sé, no me dicen.

La prima Ángela y yo nos empeñábamos en saber algo que nadie quería contarnos. Tal vez no escondiera ningún misterio, tal vez hubiera sido la muerte más simple del mundo y era pereza de recordar lo que había en la familia. Pero yo soñaba, y soñé mucho hasta que cumplí quince. A partir de ahí ya no soñé más. Hasta hoy.

La tía Ana murió por despiste. Se quedó encerrada en casa, no encontraba las llaves, pasó varios días buscándolas, nadie se dio cuenta, se le acabaron las provisiones, y murió. La encontraron muy flaca y con las llaves en el bolsillo del pantalón que había metido a la lavadora.

Había un vídeo, lo recuerdo bien, donde se veía a la tía Ana y a mi madre en un día de playa. Eran jóvenes, llevaban pamelas y hacían como que no sabían que les grababan. Era una película en súper 8, grabada con una cámara que le trajeron al tío Luis de Rusia. Era en color y mudo, con ese ruido característico de las películas de cinta. Pero yo lo recuerdo con música, una música que no tenía nada que ver con las imágenes porque ni siquiera coincidía en la época. Esto era porque una vez mi padre pensó que tener las películas en súper 8 era peligroso, ya que pronto no habría manera de verlas, y decidió pasarlas a videocasete. Mi padre tenía una cámara que grababa en videocasete. Montaron una máquina para proyectar la película súper 8 en la pared blanca del salón, y con la cámara de mi padre grababan la pared. No se les ocurrió otra forma. Así tenían las imágenes en un videocasete. El asunto fue que yo, adolescente a la que no le interesaba pasar la tarde con los adultos en el salón viendo vídeos antiguos, escuchaba música en mi habitación, a un volumen considerable. La cámara de videocasete sí que grababa el sonido, por lo que, para siempre, las imágenes de mi madre y de la tía Ana en la playa quedaron grabadas con música adolescente de los 80.

La tía Ana murió por valiente. Su pamela salió volando mientras bailaba en la orilla, haciendo como que no sabía que le grababan, y cayó al agua. Se remangó el vestido y entró en el agua para cogerla, pero vino una ola enorme y murió en el acto. “Qué ridículo” pensó mirando su propio cuerpo flotar, “todo por una pamela”.

Casi no recuerdo al tío Luis. Murió hace mucho tiempo, más que la tía Ana. Yo era muy pequeña y apenas guardo ningún recuerdo de él. De ella sí. Con ocho años me compró mi primera lata de kas. Aquello fue toda una experiencia. Y me regalaba cromos, de los difíciles, y cosas raras que hacía ella a mano. Pequeñas manualidades. La mayoría de ellas eran bastante feas, pero yo nunca se lo dije, y las guardaba todas en mis cajones. Después mi madre hacía limpieza y tiraba la mayoría, sin mala intención, por no acumular. Aún guardo una, una castaña atravesada por una cuerda, convertida en collar.

Una vez fuimos juntas a coger castañas al monte. Hacía bastante frío, y yo me acuerdo que protestaba porque los mayores querían irse pronto y yo quería seguir saltando entre los árboles. Ángela también estaba pero ella era apenas un bebé y no se acuerda. Yo me acuerdo porque aquel día pasó algo importante, algo que me marcaría para siempre. La tía Ana, subida a un árbol, demostrando en una especie de apuesta entre risas que la corteza de la hayas también puede escalarse, reía como una niña pequeña. A mí me daba mucha risa, y no podía dejar de mirarla.

  • – Venga, baja – dijo mi padre – vámonos ya.
  • – ¡Todavía no! – reía Ana – ¡Aquí se está bien!
  • – Hace frío Ana – dijo mi madre – y las niñas tienen que comer.
  • – Yo no tengo hambre – dije yo, en apoyo a la tía Ana.
  • – Venga Ana, tenemos que irnos.

Al final, sin decir nada, la tía Ana bajó del árbol. Los demás empezaron a andar. Yo la esperé.

  • – Nunca obedezcas cuando te digan que bajes de un árbol – me dijo, bajito – Eso es porque no quieren que estés más arriba que ellos.

Pero ella obedeció. Bajó del árbol. Y nunca entendí por qué.

Tía Ana murió por curiosa. Quiso ver qué había del otro lado del patio, en nuestra casa del pueblo. Subió a el árbol que el abuelo plantó de joven, miró con ojos abiertos, saludó con la mano a una vecina que vio a lo lejos, cayó del árbol y murió en el acto. “Qué ridículo” pensó mirando su propio cuerpo bajo el árbol, “si esa vecina ni siquiera me cae bien”.

Yo no sé muy bien por qué tuve el vínculo que tuve con la tía Ana, y no con las otras. Por ejemplo con la tía Helena, la madre de Ángela, que me cuidó de pequeña, o con la tía Laura, que me hacía los pasteles de cumpleaños más grandes del mundo. Pero la tía Ana era distinta.

Un día, cuando yo tenía 6 o 7 años, tía Ana me llevó a ver una exposición. Era muy raro ir a una exposición en aquella época, si no eras artista o coleccionista. Pero tía Ana se vistió, o más bien se disfrazó, de señora elegante, me vistió a mí con ropa cursi que no sé de dónde sacó, y allí que nos fuimos las dos como si de una familia de ricas se tratara a pasearnos por la exposición. A mí aquello me parecía divertidísimo, era como estar haciendo un teatro. La tía Ana miraba los cuadros, las esculturas, y hacía como que pensaba. Con los años he llegado a entender que no hacía como que, sino que realmente analizaba y estudiaba aquellas obras por alguna razón que desconozco. Después de un buen rato me dijo que ya era hora de irse, me cogió de la mano, y volvimos a casa.

  • – ¿Dónde habéis estado? – preguntó mi madre.
  • – En el parque, dando un paseo – contestó tía Ana con mucha naturalidad.
  • – ¿Con esas pintas? Anda qué…

Nunca supe por qué tía Ana mintió a mi madre. Pero yo nunca la traicioné.

Una mañana de julio mi prima Ángela y yo fuimos al mercado de frutas y verduras que está junto al río. Fue hace unos años ya. Hacía calor y se estaba bien allí adentro, así que nos lo tomamos con calma. Compramos algunas cosas, miramos otras, comentamos otras. En uno de los puestos el vendedor, un señor mayor que miraba a todo el mundo con entusiasmo, nos dijo que le recordábamos mucho a alguien, pero que no sabía a quién. Sobre todo Ángela. Estuvimos un rato tratando de adivinar, entre los tres, pero nada. Al final nos despedimos, con una sensación de desilusión.

  • – Coged un kiwi cada una, os lo regalo.
  • – Somos alérgicas – dijimos las dos a coro.

Ahí fue cuando los ojos de aquel hombre se abrieron enormes y nos dijo, afirmando, que éramos seguro las sobrinas de Ana. La tía Ana. Claro.

  • – Venía siempre a comprar aquí, y no podía ni siquiera acercarse a los kiwis! – reía – ¡Qué buena mujer! Menuda pérdida…

Ahí fue cuando nuestros ojos se abrieron enormes y dijimos que sí, que una gran pérdida, y que si él podía recordar cómo fue. Y ahí fue cuando sus ojos se cerraron, negó con la cabeza, y nos regaló a cada una una naranja y muchos recuerdos para la familia.

No creo que la tía Ana muriera comiendo kiwi. Tenía mucho cuidado con esas cosas.

La tía Ana vivía en un piso en la zona antigua de la ciudad. Primero vivió allí con el tío Luis, y luego sola. Tenía muchas plantas, y tenía tres armarios llenos de libros. Yo nunca la vi leer, pero ella siempre me decía que era importante tener libros, muchos, contra más mejor. En mi casa no había libros, algunos cuentos para mí pero poco más. Yo iba a casa de la tía Ana sólo a mirarlos, siempre los miércoles. Todos los martes la tía Ana ordenaba los libros de una forma diferente: por autor, por título, por grosor, por color, por altura, por tema… Y yo iba los miércoles a mirarlos, a descubrir el nuevo criterio, a encontrar la nueva ubicación de mis títulos favoritos. Era como un juego. En realidad nunca supe si yo iba los miércoles porque la tía Ana hacía eso los martes, o si ella hacía eso los martes porque yo iba los miércoles. Me daba igual.

Un día dejó de hacerlo. Me encontré los libros exactamente igual que la semana anterior, y a la semana siguiente igual, y a la siguiente igual. Nunca le pregunté por qué, nunca dijo nada, nunca se habló de ello. A pesar de todo yo seguí yendo todos los miércoles a visitarla, y comíamos medialunas y tomábamos leche con cacao.

La tía Ana murió por decepción. Aburrida de no encontrar en ningún libro lo que andaba buscando guardó los cientos que tenía en los altillos de los armarios de la habitación, cerrando las puertas como pudo con unos alambres. Una noche se levantó al baño, en la oscuridad golpeó el armario, el alambre se soltó, las puertas se abrieron, los cientos de libros cayeron y murió en el acto. “Qué ridículo” dijo mirando su brazo salir del montón de libros, “qué ridículo”.

  • – Está bien, te lo diré.

Mi madre me miró por encima de las gafas, con esa mueca de “qué hija más pesada tengo” y me hizo una señal para que me sentara en el sillón. Yo ya estaba sentada en el sofá pero le hice caso y me cambié de sitio, no fuera a ser que se arrepintiera.

  • – La tía Ana tenía un problema en el corazón. Una noche, sin haber tenido casi síntomas antes, mientras dormía, su corazón se paró, y murió. Eso es todo.

Eso era todo. Ya está, había acabado el misterio. Volví a casa, me puse el pijama, y me quedé plantada en el sofá hasta que mi novio salió de la ducha. Sonrió al verme y se sentó a mi lado.

  • – ¿Qué? ¿te lo ha contado?
  • – Sí – tardé en responder.
  • – Bueno, ¿y cómo fue?
  • – Luego te lo cuento – le dije, y me fui a la habitación.

La tía Ana murió de alegría. La tía Ana subía a los árboles, jugaba con libros, amaba al tío Luis a pesar de no estar, bailaba a la orilla del mar, perdía las llaves, iba a exposiciones de arte, hacía manualidades, guardaba manteles antiguos en altillos a los que no llegaba, y de tanto vivir y correr y reír un día su corazón no pudo con tanta alegría. “Qué ridículo”, pensó, mirando su propio cuerpo tumbado en la cama. Y sonrió.

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