De porque los peces no se deben enterrar

De porque los peces no se deben enterrar

Marielys Duluc

27/04/2018

Nadie puede dar detalles de cómo es el más allá, así que yo tampoco lo intentaré. Solo diré que fue una iniquidad la que cometieron con él. Le había llegado la hora al viejo Sam. Uno de esos sujetos alados que andan sin prisa, recuerdan de letras solo lo necesario, pero te hablan del mundo con la certeza de un catedrático de filosofía. Parecía a veces un bagazo humano, pero luego te sonreía y sus pellejos recuperaban la firmeza. Era delgado, producto de caminar todo el día y comer lo que encontrara. Nadie sabe cuándo fue la última vez que se cortó el cabello y las canas no tuvieron más remedio que abrirse camino en esa maraña de anudadas hebras sucias. Muchos le señalaban como mendigo, para Elisa, era más que un profeta.

Todo su equipaje era una mochila, parecíasuperviviente de una bomba en Faluya. En ella pocas cosas, un mapa, unas fotos algo amarillentas de cuando era un ejecutivo que monitoreaba las hormonas de la NYSE Euronex; un pasaporte más vencido que la virginidad de Madonna y una agenda PaperBlanks con diseño Glolier, que conservaba aún derechas las líneas de un desgastado tono azul.

Elisa le guardaba algunas sobras del restaurante. A veces hasta su propia comida, algo hastiada del arroz con habichuela diario. Se conocieron por casualidad, en medio de una confusión, un susto y un grito de miedo; pero desde ese día, ella decidió adoptar a ese vagabundo unos 40 años mayorque ella.

Pocas personas tenían las luces de Elisa. Un mundo inmenso tras el flequillo de su frente. Parecía un alma vieja atrapada en un escuálido cuerpo veinteañero, de flacuchos brazos forrados de un fino bello rubio casi verdoso. Unos ojos vivos adornaban su rostro, a veces parecían trabados entre las mandíbulas y las pestañas, pero en fin, esos dos se hicieron maestro y alumna.

_ ¿Qué piensas del matrimonio Sam?

Sam dejó de rascar su nariz y se concentró en responder

_ Me he casado miles de veces. Tantas que ya olvide que se siente nacer solo. Es un pacto entre blanco y negro. En ocasiones te suma vida, pero en otras te absorbe hasta la conciencia. Te drena los sueños si no eliges bien- Concluyó zarandeando su dedo índice.

_ Yo no voy a casarme nunca. No creo normal despertar todos los días junto a la misma persona en la misma cama. Es como si te obligaran a tener invierno todo el año.

– O primavera, Elisa. O primavera.

Era una escena algo atroz verlos sentados juntos en un banco del parque. Ella con su uniforme blanco y él con los harapos tiznados, rasgados, y llenos de suelo.La bella y la bestia, sería lo más cerca a la descripción. Elisa ya se había acostumbrado al olor de Sam y no le molestaban las moscas que de vez en cuando buscaban aterrizar sobre su cabeza.

_ ¿Te he contado alguna vez que presencié una boda en Siria?

_Sí, me dijiste que era la más triste caminata hasta la muerte que habías visto. La novia vestida en lágrimas encaminada a un destino más grande que sus manos.

_ ¡Exacto! –Grito Sam- Un destino más grande que sus manos. Pobre chica…

El caso de Elisa parecía ser el contrario, grandes manos para un destino demasiado pequeño. Tenía poco que contar, su vida era un tatuaje que giraba en círculos en el calendario. Lo más osado que había hecho a sus 22 años, fue salir con un abogado un lustro mayor que ella. Le tocó servirle el almuerzo un día de esos de julio, el calor emanaba por las paredes y el techo, como en una de esas grandes máquinas de vapor para matar cangrejos y langostas en la pescadería. Elisa había recogido su pastoso cabello en un moño que coronaba todo el centro de su cabeza, le dio un par de vueltas al largo y lo sujetó con un bolígrafo. Unos cuantos mechones escapaban en todas direcciones sin poder llegar muy lejos presos del sudor.

En la mesa 21, un hombre joven con lentes y avanzada calvicie, limpiaba su frente con las mangas de la camisa de imitación que una vez había sido blanca. Se había quitado la corbata y abierto los primeros botones de la camisa, liberando sin más, una grotesca maraña de vello que buscaba algo de aire fuera del pecho.

Pidió una hamburguesa triple carne con patatas fritas y dos vasos de Coca Cola Light “para cuidar la figura”. Le sonrió a Elisa mientras un agrio olor salía de él con cada gota de sudor.

_ ¿Qué haces mañana sábado?

_Trabajo.

_Es una lástima. Mañana me voy de viaje por carretera, unos 400 kilómetros hasta el mar del sur. ¿Tienes ropa de baño? Si no, creo que mi hermana tiene algo que pueda prestarte.

_ Trabajo mañana-volvió a repetir ella algo cansada.

Con dificultad, el joven leyó la placa en el delantal del uniforme de la chica.

_ ¡Pues no se hable más Elisa! Mañana a las 9 pasó por ti y nos vamos al sur.

Sin saber porque, al día siguiente se encontraba puntual en la puerta del restaurante cerrado. Llevaba en sus hombros solo una mochila; lista para lo que sería su primer viaje fuera de las líneas imaginarias de esa ciudad que la custodiaba, un punto muerto en el mapa con casas y gente como en todas partes.

Desde un viejo Ford plateado de dos puertas una voz entremezclada con un tono ratonil, le gritó “¡Sube!”

El sol se había ensañado con el verano por entrar tarde ese año. El calor corría entre las piernas de la chica y destilaba gotas que morían en el asiento del coche. De la cabeza sin pelos del conductor, destilaban gotas cada vez con más frecuencia, haciendo brillar la frente y dándole un aspecto plastificado a la calva.

_ ¿Hace un poco de calor verdad?

Elisa asintió muda.

_ ¿Podrías poner el aire acondicionado?

_ En tres horas, a lo más, llegamos. Calculo que si vamos sin aire acondicionado, nos ahorramos unos cincos euros en combustible.

Resignada, Elisa intentó bajar el cristal de su lado. Y una mirada nerviosa la interrogó.

_ ¿Sabes que si se bajan los cristales aumenta el consumo del coche? El aire que entra hace presión y el motor trabaja más forzado. ¡Un poco de calor no hace mal a nadie! Concluyó el abogado mientras reía sin ganas.

_ ¡Para el coche!- la orden sacó al conductor de su concentrada labor por respirar.

_ ¿Aquí?

_ Sí, aún lado del camino, necesito ir al baño.

Minutos después, Elisa bajaba lentamente estirando sus manos y piernas. Él se desmontó detrás de la chica para aprovechar y limpiar el cristal. Elisa se bajó los pantalones, tiro al suelo su camiseta y dejo que su sostén colgara amarrado en su cintura. Pego sus pechos desnudos al coche y dio la orden.

_ Cógeme ahora ¿Tienes preservativos? Tengo un par en mi cartera si necesitas.

_ ¿Aquí? Tartamudeó un asustado hombre ahora ruborizado

_ ¿Qué? ¿Tienes impotencia o algo así?

_ No, no es que… si pasa alguien… no lo sé

La chica empezó a tocarse, el sudor corría ahora por su espalda pero el aire que le golpeaba las nalgas le daba algún alivio. Verla en esa posición, terminó por encender a su acompañante y lo sintió respirar en su espalda. Su sudor de mezcló con el de ella y una combinación de asco y deseo la hizo llegar al orgasmo unos minutos después. No hubo besos, ni nada remotamente tierno. Se limpió un poco con toallas húmedas de papel.

_ Me vuelvo a casa. Recordé que tengo algo que hacer.

Sin discusión, el chico se alejó. La miró unos minutos por el retrovisor, mientras ella se perdía entre las líneas blancas de la carretera, mientras ella sentía bajar la adrenalina de su cuerpo y concluía con un polvo, la única aventura de su vida.

_ Terminó mi receso Sam_. Elisa tiró el cigarrillo y se puso de pie de golpe-Debo regresar al trabajo. Te dejaré unas cajas en el callejón para que duermas. Esta noche hará frío según las previsiones.

_ Qué el “hará”, Elisa, no condicione tus alas. Ya enfrentaré el frío cuando llegue, mientras tanto, aprecio el tibio que acompaña la noche.

Elisa ya se alejaba, desmenuzando cada palabra hablada con él. Ambos se conocían la vida. Sam había sido un famoso ejecutivo de una empresa de sistemas informáticos. Viajaba por todo el mundo dando conferencias, seminarios, captando talentos y robando ideas. Ganaba muy bien. La esposa ideal, un primogénito con balón de fútbol y la casa soñada, eran su utopía terrenal. La realidad, es que era un exitoso esclavo del tiempo. Comía en los aviones, dormía en los asientos, los minutos le apretaba los testículos, causándole problemas hasta para orinar. Sus planes de boda y la familia habían sido puestos en pausa tantas veces, que se frisaron las intenciones y un día despertó desnudo en el baño de algún aeropuerto, gritando que las personas son engañadas todo el tiempo, manipuladas por intereses de unos cuantos y que es una bestialidad comer huevos y leche, pues estos les pertenecen a las gallinas y vacas.

Así empezó todo, alucinaba con volar, con ser libre y dejó de usar los costosos trajes entallados de diseñador que tan orgulloso solía vestir, renunció a peinarse, y después de orinar en cada ordenador de la empresa, mientras repetía “Carpe Diem”, fue sacado por tres gorilas rusos del edificio. Olvidó las cuentas de banco, pagar la renta, las tarjetas de crédito y simplemente comenzó a desandar sus pasos.

Tenía tanto tiempo que no hablaba con su familia, que nadie lo echo de menos. La última vez que compartió tiempo con ellos, fue en la tercera boda de la tía Sofía, una especie de viuda negra libertina, que por momentos se debatía entre oveja negra y mártir del apellido. De su primer esposo encontrado muerto en su coche, heredó algo de dinero que se dedicó a gastar jugando a las cartas y comprando sombreros.

Sam se volvió una hormiga más en un país ajeno y se acostumbró a no tener Norte, ni Sur ni Este. Era un trotamundos lleno de historias. Conocía los cinco continentes y, en ocasiones, mezclaba los recuerdos. Así perdió la cuenta de los años, de los días, de las estaciones. Se había vuelto loco, pero paradójicamente era tan feliz como un niño. Nada le preocupaba, leía todo lo que llegaba a sus manos. Ya no importaban los impuestos, las bombas intercontinentales, ni el deshielo de los Polos. Le daba igual si en Norte América un presidente negro gobernaba. El petróleo de Venezuela no era asunto suyo, ni el socialismo creciente y mortal de Latinoamérica.

Ahora mirabalas nubes durante horas, contaba las hojas nuevas de los árboles, los patos con los que compartía su pan y esas cosas importantes.

Elisa sintió una extraña sensación después de dejarlo sentado en el banco. Entendió muchas cosas. Ella también había sido condenada a un cuerpo sin que le preguntaran. Constantemente soñaba que era pez y nadaba sin rumbo. Sam le había hablado de las rencarnaciones y otras vidas. Él había sido un gitano, un gato negro, un arcón, un mestizo en alta mar. Siempre había sido libre y por eso en esta vida, opto por la locura, antes de ser esclavo de un sistema y de los recortes de un gobierno. Elisa lo entendía, ella tambien era un pez. Un pez condenado al tanque de un bar tras haber recorrido el mar. Se sentía atada a cadenas mentales y sin esperanza de nadar más allá.

Sam murió esa noche. Ella lo encontró frío e inmóvil esa madrugada. En vez de llorar, le brindó una sonrisa y tomó la mochila como recuerdo. Fue una injusticia lo que hicieron con el cuerpo del viejo Sam. Enterrarlo bajo tierra ¡A él! Que fue tan libre hasta su muerte.

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