Encontrarnos entre un mar de seres, movidos como ganado, activados todos por la misma tecla, sin sentido, por inercia. Calles y calles llenas de gente sin alma, zombis teledirigidos hacia un puesto que la mayoría de ellos aborrece. Y allí entre esa multitud, por casualidad, te encontré. Esa mañana en que mi despertador decidió tomarse un respiro, en que mi camisa decidió desayunar por mí, tras esa noche en la que no había pegado ojo por la marcha de mi mitad en este mundo, mi mejor amiga… Sólo ese día podías aparecer.

Con la música a tope en mis auriculares, a mitad entre despertarme y evadirme del mundo, rocé tu mano.

-¡Qué asco de gente, miren por dónde van!- dije furiosa para mis adentros. Pero mi corazón me calmó. Empezó a latir de un modo extraño, queriéndome avisar de algo. Tú.

Inconscientemente intenté buscar a ese alguien que había conseguido devolverme a la realidad en milésimas de segundo. Ese que, como suave tela de terciopelo, había destruido una dura capa en mi corazón cayendo como hoja en otoño o la siguiente hoja del calendario.

Respira. Mira a tu alrededor, ascensor abarrotado de gente. Silencio. Dos jóvenes aún imberbes y con alguna marca de acné, recién salidos de la universidad tratando de mantenerse vivos un día más en manos de sus feroces jefes. Detrás de mí, un hombre, cuarentón, buena planta y, me atrevería a apostar, un traje de Armani. Todo a juego, maletín negro, traje negro y móvil última generación, adicción más que palpable. Se me antoja adivinar hombre de negocios en que la única vida que conoce es el trabajo y el poder. ¿Amantes? Quizá muchas. ¿Mujer? Si tiene, pertenecerá a su misma especie, guerra de titanes; si no, se autoconvencerá de que no la necesita. Primera chica a mi izquierda, bajita pero resultona. Gafas de intelectual pero con alma de guerrera. Le ha costado llegar donde está, aunque su fachada intimide, no es de las típicas rubias trepa que ves venir de lejos y te miran por encima del hombro. Ésta, sabe lo que hace, meticulosamente estudiado y planificado. Segunda chica a mi derecha, la trepa. Tacones altos, vestido ajustado, maquillaje perfecto. Le gusta sobresalir, que todos le miren. Probablemente alguna de las jefas feroces de los imberbes o la amante del guaperas superficial con traje de Armani. En cualquier caso, la admiro por conseguirlo.

Ojalá tuviera un mínimo de ella. Me miro y ni yo misma me miraría al pasar. Apenas llego al 1,65, siempre digo que voy a ir al gimnasio porque necesito estar en forma y perder algo de peso, no porque tenga sobrepeso ni nada por el estilo, simplemente gustaría más a todo el mundo. Sí, lo reconozco, en ocasiones me dejo llevar por lo que los demás piensen de mí, por las modas sociales y ciertas estupideces que no vienen a cuento. Ligeramente de baja autoestima, que según en qué épocas del año, se convierte en alta, muy alta. Quizá tenga más conocimientos para este tipo de trabajo que juntando a todos los que están dentro del ascensor. Ese sonido, ¡clin! comienza el día.

Bien, extrañamente me siento de buen humor. Ha salido el sol tras una semana de nubes. Aunque mi mesa parece más un campo de minas que un lugar de trabajo; papeles, botella de agua, móvil, foto de mi perro Jack (es el único hombre que me ha aguantado más de dos años, sin duda el hombre de mi vida), manzana para dentro de un rato, montaña de papeles con post-its por todas partes, el regalo del último amigo invisible aún sin abrir…. Aun así, me siento especialmente animada hoy.

Además, hoy he reducido el uso de tres paquetes de clínex a apenas uno, cosa que mi nariz agradece tras semanas con nivel de congestión máximo; a punto de estallar. Sin darme cuenta, apenas queda una hora para la hora de la comida y de repente, me centro no sé por qué, en la música de fondo, esa que siempre me saca de quicio, esa que el guaperas pone cada mañana creyendo que es “por el bien común”. Me gusta.

La melodía me hace desaparecer de ese ambiente. Me encuentro sola. Rodeada de mar, hamacas y puestos de comida. Atrás quedaron los trajes negros y los tacones. Siento el aire fresco en las mejillas. Parece acariciarme el cabello, suavemente, recordando la manera en que lo hacía mi abuela. Sólo ella tenía permiso para alborotarme el pelo. A pesar de que odiaba la sensación de enredos y malestar; ella era la única que me cepillaba el pelo como nadie. Cantando esa melodía que recuerdo como si fuera ayer, conseguía calmar a la bestia más enfurecida. Disfrutaba haciéndolo y me dejaba con tal de verla sonreír. Temperatura perfecta, de hecho me quito la chaqueta. Un olor a sal y verano. A disfrute y relax. A aventuras inesperadas y amor loco. Y de repente, tú otra vez. Un escalofrío recorre mi cuerpo. Tú, roce fortuito. Tu perfume hace despertarme de ese sueño deseado.

No sé tu nombre, no sabría decir ningún dato sobre ti. Tu imagen desaparece ante mis ojos, sólo puedo recordar tu olor, tu caricia de algodón de azúcar, delicada y dulce. Una piel blanca y caliente. Una sensación que consigue erizar mi piel al mínimo toque. Esa caricia que hace descuadrar a la máquina más perfecta y desorientar al más sereno.

¿Qué eres? ¿Quién eres?

[…]

Mi corazón siempre te perteneció. De una u otra manera, a lo largo de todo este tiempo, siempre fue tuyo. Supe que moriría joven. Fuiste lo mejor de mí y si tuviera que elegir un momento contigo, no podría, aunque la sensación de ser libre y vivo, te la debo a ti. Cada decisión importante, te aparecías en sueños para guiarme. Ahora sé que eras tú. Con el tiempo olvidé esa caricia del principio, esa luz que proyectabas aun en la más profunda oscuridad. Ahora sé, que tú eras el propósito de mi vida, o quizá fuera al revés, tenías que estar siempre conmigo. Aun sin estar, estabas y ahora que ya no estás, estarás para siempre. Mi corazón es el tuyo.

Nunca pensé en crear una familia y tú conseguiste que me imaginara rodeada de críos. Contigo dudé de mis metas, de mis claras ideas durante años. Por ti dudé de mis seguridades y sabidurías. Contigo supe que era realmente la tontería, la idiotez a nivel enamorado extremo, casi enfermizo. Por ti, llegué a creer en la perfección a sabiendas de su inexistencia. Porque jamás me atreví a cambiar un ápice de ti, porque me gustaba así como tú eras, tú. Y ahora soy yo más tú que nunca. Me dejaste el regalo más grande, amor, cuerpo, alma y corazón, todo tú.

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