Hizo un gran esfuerzo por no girarse en el último momento y mirar. Llevarse un último recuerdo de sus ojos rebosantes de avellanas tras la puerta de embarque, escondiéndose entre policías de inmigración. No quería que Lola supiera que sí, que había ganado. Una vez más, le había roto algo importante, algo que antes de conocerla había estado siempre intacto.

Sorteando turistas, Berta buscaba la señal de Metro de la terminal. Los pensamientos se le acumulaban como abejorros de odio entre los nudos del pelo. Cuántas veces había recogido las piezas una a una, intentando encajarlas lo más rápido posible, para que ella no se aburriera de esperar…

para que esta vez, ahora si, seguro que se enamora perdidamente de mi, no puede ser de otra manera. Vaya ingenua, vaya tonta, vaya subnormal. Ahora debe estar descojonada, contándole al pasajero de al lado lo soltera que está, lo abierta a todo, go with the flow. “Quiero coger todo lo que me llegue en este viaje, porque voy a encontrarme a mi misma, tan perdida que estaba entre tanta riqueza, entre tanto consumismo vacío, porque la vida ya te empuja como un aullido interminable, como decía Goytisolo”, alguna cita literaria añadirá para parecer más lista, más intelectual, más segura de lo que en realidad se siente. Fingir. Aparentar. Disfrazar.

Mientras tanto, ya dentro del avión, Lola vociferaba con gran excitación, moviendo las manos acaloradamente. El tono un poco más alto de lo convenido, la boca presta a una risa demasiado fácil, los ojos una pizca más rojos de lo acostumbrado para alguien que preferiría no haber llorado mientras facturaba su equipaje, que desearía no tener tanto miedo y tantas dudas y tanta pena.

¿Sabes lo que quiero decir Cecilia? Yo nunca he tenido que fingir con Berta. El problema es que la verdad aplastante, la verdad con mayúsculas, la verdad más cruel puede ser dicha cientos de veces y, sin embargo, es posible conseguir hacer oídos sordos y seguir bailando al ritmo de la música que se oye por encima de todo ese dolor. Porque la música es buena, porque te hace muy feliz, porque te lo estas pasando como pocas veces en tu vida, porque hay momentos en los que incluso llegas a sentir La Conexión.

Después de intercambiarse los nombres, la chica joven del asiento de al lado se había mostrado interesada en esa alma confusa e inexperta, como la suya misma; la historia no podía ser mas interesante. Sin embargo, había dejado de comprender a la muchacha de verborrea interminable hacía casi una hora y luchaba por ponerse los cascos para ver alguna película, haciendo amagos para que ella notara que la conversación había acabado. Pero Lola seguía relatando su historia de amor imposible como si la leyera en la información de emergencia “Safety information” que había desplegado, como aburrida, durante el despegue.

Es curiosa esa media conexión que no termina de completarse. Y es que la culpa me persigue ahora. Y creo que es injusto. Qué razón Cortázar cuando decía que estar vivo parece siempre el precio de algo. Yo he sido feliz, Berta ha sido feliz. Cuando te duele, te apartas. A mí no me dolía, ni para bien ni para mal, así que seguí muy cerca, aunque nunca lo suficiente como para que todo fuera mentira. Medía casi con naturalidad, llevaba la cuenta de los días, de las citas… Era importante que no se me fuera de las manos, que no fuera a más.

Más, siempre un poco más. Seguro que ahora está pensando, con la mirada perdida entre las nubes de la troposfera, cómo conseguir seguir ganando, mientras no se enamore de nadie me necesita porque no es capaz de estar sola, entrará en pánico y me llamará con alguna medio promesa de medio amistad, pero los besos ocurrirán, y las caricias y las miradas. Como siempre. Más. Esto seguro que no se lo está contando al del asiento de al lado. Qué molesta, qué egoísta, qué manipuladora. La quiero fuera de mi vida, no se merece nada de lo que le he dado, espero que eso al menos lo sepa, las piezas se han roto demasiadas veces y ya no hay nada mas que hacer. Olvido…

¿Que si lo recuerdo Cecilia? ¡Y tanto! Recuerdo los meses uno a uno y me doy cuenta de que tuvo oportunidades para salir. Para desaparecer, para ponerse seria, para dejar de sonreírme cuando me decía que necesitaba alejarse y yo volvía a insistir, un poco, Berta tampoco necesitaba mucho para aparecer tras una cerveza bien fría en la terraza de un bar. Tras cuatro o cinco ya empezaba a avisar, “cuidado que voy, cuidado que no soy tu amiga, cuidado que dejo de pensar”.

Berta ya se deslizaba al ritmo lento de las escaleras mecánicas hundiéndose en el agujero en penumbra de la línea 8 del metro. Lágrimas saladas de odio acumulándose con orgullo en las comisuras de los labio. Sabor agrio.

Dejar de pensar es lo que tengo que hacer ahora, porque después de Barajas vendrá Campo de las Naciones y después Mar de Cristal y después Colombia y me recorreré todo Madrid agazapada en este vagón de metro, con esta mirada atormentada, reprimiendo las últimas lágrimas porque cada parada me trae algún mal recuerdo de vuelta, porque hemos vivido grandes cosas, recorriendo las calles de Madrid. Seguro que ella ya ha olvidado aquella vez en un bar, de esos de viernes, lleno hasta reventar, cuando una canción comenzó a sonar, casi un murmullo más entre las voces de la gente…

Pero yo la entendí bien porque era de mis favoritas, es esa que ponen siempre en la radio, ¿sabes cuál te digo, Cecilia? Si, si, si te la pongo seguro que sabes cuál es. La cosa es que me puse a bailar, y la miré para que me acompañara y, aunque al principio tímida, me cogió fuerte por la cintura y empezamos a balancearnos.

El murmullo se convirtió en música estridente, parecía el traqueteo de este vagón, acalló todas las conversaciones y solo quedamos Lola y yo, en mitad de una pista de baile inventada, mientras todo el mundo nos miraba y yo le acariciaba la espalda porque en ese momento no me importaba nadie más que ella, no me importaba que hubieran subido el volumen de aquella música horrible que a ella tanto le gusta para animarnos, no me importaba estar rodeada por toda esa gente desconocida que nos miraba divertida con el tenedor y el cuchillo suspendidos en el aire, porque aquel no era un lugar para bailar, y no hay nada que me guste menos que llamar la atención de esa manera.

Qué romántico.

Qué mentira más pesada.

Qué inolvidable.

Qué mal me hizo sentir cuando terminamos y me empujó de nuevo hacia la mesa con un qué mal bailas.

Qué divertido lo mal que lo hacía, siempre se lo decía y nos reíamos mucho, qué momentos más bonitos.

Desde hacía ya un rato, Cecilia, derrotada por las argucias de Lola y su historia de amor, miraba a través de la ventana con los ojos negros cargados de esas nubes grises que traen los recuerdos.

Sí que es bonito esto que me cuentas, se nota que Berta estaba muy enamorada de ti. Qué suerte haber vivido una historia de amor así. Yo, por el contrario, me he encontrado más veces en ese otro lado, ese donde se acumula un poco de mierda en cada bucle interminable, un poco de pena y un poco de rabia por el amor no correspondido. Eres como una cometa, parece que haces lo que quieres, parece que decides algo, ahora vuelas con soltura hacia arriba, ahora te precipitas con fuerza hacia abajo, pero al final sigues atada a una cuerda mas o menos larga que mueve una mano fuerte llena a rebosar de un amor que no es para ti. ¿Y sabes qué ocurrió al final? Que yo me marcho para olvidar, tú llegas para renacer, ella se queda para desaparecer.

Emocionada por estas últimas palabras de su compañera de asiento, Lola se dejó fluir con los ruidos del motor que ya empezaba a traquetear. Las mascarillas de oxígeno se descolgaron del techo mientras las azafatas gritaban instrucciones de supervivencia. Cecilia ayudó a Lola a atarse la suya, y con la tranquilidad de quien repasa una vida plenamente satisfactoria, se cogieron de las manos y se miraron sonrientes.

Mientras tanto, en algún bar de Nuevos Ministerios, Berta pedía un café con leche y una tostada de tomate. Fumaba ahora en la terraza esperando su desayuno sin prestar demasiada atención a las conversaciones de fondo. Algo de un nuevo ataque químico en Siria, algún político que falsifica su título universitario, algún accidente de avión. Lo de cada día. El sol acariciaba su mejilla izquierda, un agradable vientecillo primaveral desordenaba su pelo. Calada tras calada se iba sintiendo mejor, casi contenta. He sido feliz; pasara lo que pasara, ha valido la pena. Pensaron las tres.

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