A tu padre se lo llevaron anoche los marcianos con una luz muy gorda. Estrella tenía siete años cuando su abuela la sentó a la mesa de la cocina para darle la noticia. Era tres de julio de 2010. A eso de las dos de la madrugada, incapaz de dormir por culpa de un dolor de rodilla que aquel verano no daba tregua, Manolita había salido a tomar el aire al balcón. Desde allí pudo ver de forma privilegiada como un enorme haz de luz proveniente del cielo recorría la fachada del pequeño piso que compartían los tres, atravesaba la ventana abierta de la habitación de su hijo y se lo llevaba, dormido y todo, hacia algún lugar de la noche.
Manolita, que había nacido setenta y seis años antes en una aldea de Jaén, tenía el sentido de lo sobrenatural muy desarrollado. Cuando todavía no levantaba dos palmos del suelo, había visto aparecerse el rostro de su difunto abuelo en el fondo de un estanque. Había visto un dedo humano emerger de los bancales de lechuga de su padre. Había visto – esta era la historia favorita de Estrella – a un tullido que hablaba con su joroba… y oído cómo la joroba le respondía. Cuando Manolita le hablaba a su nieta de Juan Díaz de Garayo, el sacamantecas, detallaba lo afilado de sus cuchillos, se recreaba en el brotar de la sangre y describía concienzudamente su agonía cuando por fin las autoridades lo capturaban y lo mandaban al garrote vil. Sin embargo, aquella mañana el relato de lo que le había sucedido a su hijo fue más bien parco: a tu padre se lo llevaron anoche los marcianos con una luz muy gorda. Manolita, que llevaba años contando historias de aparecidos, súcubos y fuegos fatuos, no sabía cómo explicarle mejor a su nieta lo de aquella luz que parecía venir del futuro.
Pero a Estrella no le hizo falta mucho más. A sus siete años, tenía una obsesión que perseguía con esa vehemencia infantil que a uno se le olvida cuando deja de leer cuentos y empieza a leer la prensa. Estrella estaba obsesionada con el espacio exterior. Había visto despegar un cohete por la tele un mediodía mientras su abuela intentaba darle la papilla, y la imagen de aquel avión que se elevaba hacia Dios-sabe-dónde ya no la abandonaría nunca. Había aprendido a leer con una vieja enciclopedia ilustrada sobre el espacio que su padre compró de oferta en el Carrefour, que todavía incluía a Plutón entre los planetas del Sistema Solar. De ahí a preguntarse por los habitantes de aquellas extensiones misteriosas tan lejos del extrarradio barcelonés solo había un paso, que dio la noche que su padre le alquiló Encuentros en la Tercera Fase.
Aquella mañana de julio, cuando su abuela intentó describirle lo que había visto la noche anterior, Estrella no sintió miedo. Ni siquiera preocupación. Estrella sintió que el espacio había venido a buscarla a casa. Manolita la observó intentando encontrar en las expresiones de su nieta lo que uno se espera encontrar en el rostro de una niña que acaba de perder a su padre, pero Estrella estaba tranquila: como buena ufóloga que todavía no entiende esa palabra, sabía que los abducidos siempre vuelven. Y lo hacen con muchas historias sobre lejanos mundos con los que hasta ahora Estrella solo había podido soñar.
Al anochecer, después de un día raro en el que Manolita apenas abrió la boca mientras su nieta, presa de la excitación, se sujetaba el estómago como si fuese a vomitar, la niña le pidió a su abuela el llavero gordo para subir a la azotea a escudriñar el cielo. Pero la contaminación lumínica les impidió ver nada que no fuese el halo anaranjado de luz artificial que cubre Barcelona todas las noches del año. Estrella tuvo que contentarse con los planetas fluorescentes que su padre había ido pegando en el techo sobre su cama, fruto de muchas tardes cogiendo el metro juntos hasta una papelería del centro de la ciudad. El Sistema Solar al completo, excepto Plutón. Manolita, con la discreción propia de esas personas que llevan toda la vida preocupándose por los demás pero no quieren que nadie se preocupe por ellas, tuvo que salir al balcón para que su nieta no la oyese llorar.
A la mañana siguiente, Manolita llevó a la niña al videoclub del barrio, un negocio con un vinilo de Marilyn Monroe junto a la puerta que se había convertido en punto de reunión para los porretas del barrio, quedamos delante de la Marilyn. Entrar en el videoclub, eso sí, no entraban. No entraba nadie, de hecho, y aquella mañana el ocioso dueño del local, el Ramón, se entretuvo contándole de nuevo a Estrella la misma historia que le contaba cada vez que la niña acudía a acompañar a su padre a alquilar alguna película de miedo, un clásico de Disney, una porno de tanto en tanto. Manolita repasaba las carátulas de los DVD y se detenía cuando intuía que alguna le daría más recursos para explicarle a su nieta lo que había ocurrido con su padre: se detuvo delante de Alien, de La Invasión de los Ladrones de Cuerpos, de Señales, mientras el Ramón glosaba el pasado de su abuelo, un comerciante húngaro que había hecho fortuna con un cinematógrafo comprado en Viena. Janos Radoselovics filmaba en las grandes ciudades europeas y luego proyectaba las imágenes en pequeños pueblos húngaros, y de él decían los campesinos que llevaba consigo un dybukk, un fantasma judío, que salía de la cámara para proyectarse en una sábana. Ramón, que sabía lo que había ocurrido con el padre de Estrella porque eso es lo que tienen los barrios, tras entregarle las películas a Manolita le dijo que se le había ocurrido una cosa para animar a la nena. Durante el resto del día, el dueño del videoclub se fumó un cigarro tras otro en la puerta, observando a la Marilyn desteñida y pensando en su abuelo, en el cinematógrafo y en el puto dybukk.
Pasado el tiempo, Estrella recordaría a su padre, en calzoncillos, flotando junto a la ventana de su habitación, golpeando el cristal con los nudillos, tranquila, soy yo, te traigo arena roja de Marte, hielo de los anillos de Saturno, tendréis que ponerlo en el congelador… Su padre, hablando atropelladamente, más contento de lo que lo había estado en años, te traigo un colgante, ¿ves que tiene forma de niña?, me lo dio el chamán de una tribu de nombre impronunciable en un planeta de nombre impronunciable, ellos se lo entregan a sus hijas y ahora yo te lo entrego a ti. Su padre prometiéndole que volvería pronto, dándole un beso y diciéndole que cuidase de su abuela, su padre elevándose hasta hacer un agujero en el naranja del cielo. Lo recordaría vivamente, años después, aun sabiendo que solo podía haberlo soñado, que no había otra opción posible. Estrella volvería a aquel sueño y en su cabeza tendría la misma consistencia que el olor a cloro de la piscina municipal a la que la había llevado su abuela algunos días después, taciturna, sentada bajo la sombrilla a rayas de colores mientras Estrella metía la cabeza bajo el agua; tendría la misma consistencia que el olor a frambuesa del gloss labial de aquella niña de su clase a la que le habían comprado un gloss labial y quería que todo el mundo se enterase de lo de su gloss labial, aquella niña monopolizando la conversación en los columpios del parque de debajo de casa, Estrella intentando explicar que su padre había sido abducido y la niña diciéndole que su madre le había dicho que el padre de Estrella era un cobarde.
Unos días después, Estrella vería por primera vez la Vía Láctea. El Ramón las había recogido, a ella y a su abuela, poco antes de anochecer; aunque a la niña no le dijeron donde iban, excursión sorpresa, y se pasó la mitad del trayecto saltando en el asiento del coche de Ramón, llenando la cabina de polvo. Tras dejar atrás la autopista, Ramón anunció gravemente que ya era hora de revelar el secreto, y señaló por la ventana hacia la cima de una montaña cercana. Montserrat, y se giró para guiñarle un ojo a Estrella, vamos a cazar ovnis a Montserrat. Mientras ascendían por carreteras cada vez más angostas y dejaban atrás curvas sinuosas, Ramón siguió hablando, Montserrat está tan cerca del cielo que casi se pueden tocar las naves, por eso viene tanta gente hasta aquí, y lo de la gente era cierto: poco a poco, la solitaria carretera de montaña empezaba a estar bordeada de coches. Cuando por fin encontraron un hueco para aparcar, Estrella saltó del vehículo, con Manolita detrás, afanándose por cogerla de la mano.
La explanada en la que se reunían era un tapiz de esterillas, toallas, humo y algún altavoz con los éxitos de Pink Floyd. Estrella y Manolita encontraron un hueco en el que sentarse, entre una retama y unos veinteañeros con gorros de papel de plata en la cabeza. La niña empezó a observar el cielo, la mirada dirigiéndose de estrella en estrella intentando identificar la estela de una nave, mientras su abuela la miraba y miraba a Ramón, los dos adultos distraídos por la cháchara de uno de los jóvenes, que aseguraba que un objeto en forma de huso le había perseguido por una carretera de Teruel. Un rato después, Manolita acompañó a su nieta a buscar un lugar para mear entre los matorrales; una mujer que parecía estar haciendo lo propio aprovechó para pedirles un pañuelo, y les comentó que ella también solía venir en familia, que de hecho a su marido lo había conocido allí y siempre venían con su hijo, aunque ahora él ya no venía, ahora mi hijo ya no vive con nosotros y venimos su padre y yo, que nos conocimos aquí. Estrella se pasó el resto de la noche esperando recibir alguna señal de su padre, una luz parpadeante, un titilar. Pero no ocurrió nada, de repente era muy tarde y Estrella estaba muy cansada y se puso a llorar. Manolita la abrazó sin decir nada, mientras a su nieta le caían los mocos por la barbilla e hipaba del sofoco. Estrella pensaba en su padre, y en la mujer a la que le habían abducido al hijo y seguía viniendo aquí con su marido, y se ponía más triste y no entendía por qué.
El doce de julio vinieron a por Estrella. No un haz de luz en medio de la noche, sino su tía Belén a las doce del mediodía, en un Corsa de color verde. Se iba con ella, con su tío y con sus primos a Elche, a pasar un par de semanas, quizá un poco más, vamos a meterte también esta sudadera en la maleta. Estrella comió con su tía en un bar donde no había comido nunca, la mujer intentando encontrar en las expresiones de su sobrina lo que uno se espera encontrar en el rostro de una niña que acaba de perder a su padre, pero Estrella solo preguntaba por su abuela, que se había quedado en casa porque le dolía la rodilla. Fueron al videoclub a despedirse del Ramón, que le dijo a Estrella que le regalaba la película que quisiese. Estrella quiso Encuentros en la Tercera Fase. Cuando volvieron a por la maleta, Manolita abrazó a su nieta y le dijo que la quería mucho, y le dio un sobre que al parecer había dejado su padre, ya lo abres cuando llegues a Elche. Estrella y su tía subieron en el Corsa, salieron de Barcelona y cogieron la autopista. La niña no pudo esperarse a llegar a Elche para ver lo que había en el sobre, y lo abrió para descubrir una pegatina de plástico fosforescente con la forma de Plutón.
OPINIONES Y COMENTARIOS