Los últimos días de San Felices

Los últimos días de San Felices

Inés Jiménez

14/04/2018

San Felices era un pueblo como otro cualquiera, un pequeño pueblo castellano enclavado en lo alto de una colina y rodeado por un pequeño río, el Alhama. Siempre fue un pueblo normal, lleno de gente llana y trabajadora, que respetaba al alcalde y al cura, daba limosna, acudía a la misa los domingos y vivía regida por la ley divina de la Biblia y por el temor a Dios, nuestro Señor.

El Padre Eusebio, el cura, era un hombre muy querido. Tenía asignada la parroquia de San Felices desde que se construyó la Iglesia, a finales de los años cincuenta, y se dedicaba en cuerpo y alma al cuidado espiritual de nuestra comunidad.

No era raro el día en que alguien pasaba por la casa del párroco a pedirle ayuda para manejar algún asunto familiar, para meter en vereda a la mujer o a los hijos más díscolos. El párroco era ecuánime y todo el mundo obedecía su juicio. No en vano, era el juicio de Dios en la tierra. Yo mismo acudía en esa época a hablar con él una o dos veces por semana. Tenía problemas en el matrimonio y, lejos de intentar arreglar a mi manera y por la fuerza la situación, le pedí al Padre Eusebio que me ayudara a confortar el espíritu y entender a la mujer que había tomado por esposa seis años atrás.

Y fue precisamente en uno de esos días cuando, de improviso, fue Don Eusebio quien me abrió su corazón y sus temores. El párroco parecía ausente, sentía que no estaba prestándome la atención habitual.

—Padre, ¿está usted escuchándome? Parece usted inmerso en alguna ensoñación.

Don Eusebio pareció despertar y me miró a los ojos.

—Perdóname, Antonio, me estabas contando…

—¿Se encuentra usted bien? ¿Prefiere que vuelva en otro momento?

—No, hijo, no, por el amor de Dios — respondió el párroco—, no te voy a echar de la casa del Señor.

—¿Está seguro que no quiere que me vaya? Fíjese que no tenemos prisa y usted parece preocupado.

—Sí, no te lo puedo negar. Ando muy preocupado por la Parroquia, no sé qué hacer, no sé qué hacer…

—¿Hacer? ¿a qué se refiere? —pregunté, sin saber de qué me estaba hablando.

—A la Parroquia, hijo. Hay tantas cosas que arreglar, mira cómo están los tejados, y las pinturas, y esa gotera encima de la segunda fila… hay termitas hasta en los confesionarios. No sé de dónde voy a sacar recursos para tanto arreglo….

—¿Y las limosnas, padre?

—No tenemos ni para empezar, Antonio. Además, todavía tenemos que pagar los bancos nuevos del año pasado.

—Entiendo, ¿y qué va a hacer? Podemos hacer una rifa y sortear un jamón.

—Eso ya lo hizo el Club de los Jubilados el mes pasado. Además, ¿qué hace un cura arruinado comprando un jamón que no puede pagar? Se me había ocurrido hacer una visita a los inversores.

—¿A los inversores?

—Están haciendo ferias de autoempleo en toda la sierra, van por los pueblos asesorando y dando ideas para crear negocios.

—Pero, Padre, en San Felices no hay jóvenes. ¿De verdad cree usted que esos usureros nos van a fiar?

—Tranquilo, Antonio, me he informado. Vienen con la Junta. Vamos, que trabajan para la Junta, no han salido de debajo de una piedra. Qué quieres que te diga, yo me fío.

—Usted sabrá, Padre. Que Dios le ilumine el juicio y podamos dentro de poco tener la Parroquia que San Felices se merece.

—Con Dios, Antonio. Y, por favor, no cuentes nada de esto. Quiero arreglar este asunto con la mayor discreción.

—Tranquilo, Padre, su secreto duerme conmigo.










Apenas cuatro o cinco semanas después empezaron las obras. Se arreglaron el tejado y las goteras. Se barnizaron los suelos.

Hablábamos entre nosotros sobre esto. Todos murmuraban. Aunque había vuelto a ver al padre Eusebio desde aquella conversación, no había tenido el valor de preguntarle qué había pasado con aquellos inversores que habían pasado por el pueblo vendiendo el último humo del invierno.

Cuando terminaron las obras y pudimos volver a la Parroquia, supe que algo terrible iba a ocurrir. Nada más entrar en la iglesia me topé con una máquina de vending que expedía agua bendita embotellada. Y en cada asiento, sobre aquellos bancos que hasta hacía pocos días nos parecían ser de la madera más preciosa, un brillante pasquín publicitario nos esperaba a cada uno.

Cogí el primero que vi.

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La primera tienda online de pecados con perdón de Dios










—¿Eusebio Gómez?

—Sí, señorita.

—Soy la sargento Villanueva, de la sección de Homicidios. Vamos a tener una pequeña charla. ¿Está listo?

—Sí.

—¿Es usted el párroco de San Felices?

—Sí, señorita, soy el párroco de San Felices desde 1959.

—Hemos recogido en su declaración anterior que la Parroquia tenía deudas y problemas estructurales que se han solventado rápidamente este año. ¿Puede usted explicarse sobre eso?

—Sí, por supuesto. Teníamos bastantes problemas en el tejado de la Parroquia, y alguna gotera que llevaba tiempo sin arreglarse. Además, todavía debíamos pagar unos bancos de madera que compramos el año pasado.

—¿Y cómo los pagó?

—Nos ayudaron los inversores.

—¿Qué inversores?

—Los inversores de la feria de autoempleo. Vi que iban a pasar por el pueblo y me acerqué a verlos. Me asesoraron para mejorar la viabilidad financiera de la Parroquia.

—Ya, ¿fue usted solo? ¿algún vecino lo sabía?

—Solo Antonio López, uno de los parroquianos. Pero no pedí dinero para el pueblo, ni para la Parroquia. Me asesoraron sobre cómo conseguir ingresos rápidamente para poder ejecutar las obras pendientes.

—¿Y cómo lo hizo?

—Con una tienda online.

—¿Se refiere a Confeshop?

—Sí

—¿Qué vende a través de Confeshop?

—Se venden todo tipo de pecados con perdón de Dios. Es decir, cualquier vecino puede ir a la página web y comprar pecados. Una vez que los paga, puede ejecutarlos, y estará perdonado por ellos el día del juicio final.

—¿Qué tipo de pecados?

—De todo tipo. Al principio las ventas eran por cosas de valor muy pequeño: ver películas de contenido dudoso, quince euros; pegar a la mujer, setenta y cinco…

—Un momento, ¿vendían permisos para pegar a las mujeres?

—Solo una vez al año, como en Rusia.

—Continúe, por favor.

—Pues eso, que al principio los pedidos eran cosas muy pequeñitas, pero había un goteo incesante de ventas. Por eso fui ampliando a otro tipo de pecados. Me di cuenta de que si abría el catálogo a los pecados que iban contra los 10 Mandamientos, el valor medio de cada pedido era mucho mayor. Podía haber ventas de hasta mil euros.

—¿Quiere usted decir que santificaba el asesinato?

—En la página se puede comprar de todo, pero los pecados que iban contra los 10 Mandamientos del Catolicismo precisaban de una bendición especial del comprador en el confesionario.

—Explíquese

—Venía el cliente y, anónimamente, me contaba en el confesionario qué pecado había comprado, para que yo le diera el visto bueno. Luego del visto bueno, el cliente podía ejecutarlo. Si lo ejecuta llega un aviso en la web, pero tiene que realizarse en los siguientes quince días a la compra.

—¿Por ejemplo?

—A ver que haga memoria… vinieron hombres que querían cometer actos impuros entre ellos, la factura ascendía a mil trescientos euros; alguno que quería cometerlo con animales, facturados cuatrocientos cincuenta euros por animal; vinieron dos que querían mentir en un juicio, doscientos euros por cabeza; recuerdo también dos hermanos que querían yacer con su madre, casi mil… Está todo registrado en la página de Google Analytics: los pedidos, los productos, cuándo se realizó la compra, el método de pago, si se ejecutaron, está todo ahí.

—¿La página está a su nombre?

—Sí, bueno, a nombre de la Parroquia en realidad.

—¿Y los cobros?

—Aún no he recibido ninguno, los inversores me dieron un adelanto para las obras, y acordamos en que habría liquidaciones trimestrales.

—Entonces, ¿aún no ha recibido dinero por las ventas de Confeshop?

—No, no he recibido ningún dinero más allá del adelanto que le he comentado.

—¿En cuánto estima las ventas desde que se lanzó la web?

—Está todo en Google Analytics. Algo más de quince mil euros.

—¿Recibió usted la visita de Miguel López, hermano de Antonio López?

—No lo recuerdo.

—Según el informe de ventas, Miguel López hizo una compra de dos pecados graves el 8 de abril: homicidio y acto impuro.

—Puede ser.

—Recuerde Padre, recuerde; si no lo hace tendremos que acusarle de cómplice de asesinato.

—Vino un día. Lo conozco por su hermano Antonio, que viene todas las semanas a hablar a mi casa. Viene porque su mujer no quiere irse a la cama con él, y el hombre está trastornado.

—Y usted ¿conocía a su mujer?

—¿A María? Claro. Qué terrible lo que le ha pasado, ¿verdad?

—Prosiga con la historia. Miguel llegó al confesionario.

—Sí, llegó con el comprobante de compra de dos pecados. Me dijo que a su hermano le daba vergüenza venir con ese pecado, y que le había pedido a él comprárselo. Él había aprovechado para comprar un pecado grave para él.

—¿Cuáles son los pecados comprados?

—Iban contra el quinto y noveno mandamiento: No matarás y no desearás a la mujer del prójimo.

—¿Cuál compraba Miguel?

—No desearás a la mujer del prójimo.

—¿Y qué más le contó Miguel? ¿a quién quería matar Antonio?

—Pues no lo sé, quizá a su mujer, pero era un pecado de doscientos noventa y nueve euros.

—Qué pecado más barato— ironizó la sargento

—Sí, matar a un hombre salía mucho más caro. Es que matar a la mujer lo pedían bastante.

—¿Y el otro pecado?

—Desear a la mujer del prójimo.

—Gracias por su declaración, Padre, si necesitamos algún dato más volveremos a llamarle.

—¿Eso significa que puedo volver al pueblo?

—No, no puede volver por el momento. Tenemos que analizar los datos web para encontrar a todos los pecadores de San Felices. Una vez que los hayamos identificado y detenido quedará usted en libertad a la espera de juicio.

—¿Podré ejercer en la Parroquia?

—Sí, si la diócesis lo estima oportuno.








El Padre Eusebio volvió quince días después. Todos en el pueblo fuimos a recibirle a la puerta de la Parroquia. Cuando me vio se acercó y me dio un abrazo. Me dio el pésame por la pérdida de María. Me alegré mucho de verle, a pesar de las circunstancias.

Volví a ir a la Parroquia una o dos veces por semana. Aunque ya no tenía problemas en el matrimonio, le pedí al Padre Eusebio que me ayudar a confortar el espíritu y entender por qué la mujer que había tomado por esposa seis años atrás me había traicionado con mi hermano.

—Ave María Purísima

—Sin pecado concebida.

—Que el Señor esté en tu corazón para que puedas arrepentirte humildemente de tus pecados. Antonio. ¿Cómo estás? Dime en qué puedo ayudarte.

—Padre, tengo un dolor muy grande.

—Es normal, es normal Antonio. Viudo tan joven y con un hermano en la cárcel. Tienes que ser buen cristiano para sacar adelante a tu hija.

—Padre, apiádate de mí porque soy un pecador.

—Todos lo somos. ¿Qué te aflige, hijo mío?

—Miguel, que esté en la cárcel. Que esté en la cárcel por un pecado equivocado.

—Antonio, Miguel cometió un asesinato. María murió por un disparo de su arma. Tú mismo te encontraste la escena en el salón de tu casa.

—Pero, Don Eusebio, le digo que está en la cárcel por un pecado equivocado.

Don Eusebio me miró con ternura y me agarró del brazo.

—¿Temes a Dios, hijo mío?

—Más que al diablo, Padre.

—Antonio, yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.

—Amén

—Vete contento y en paz.

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