Despierto en medio de la noche, empapada en sudor. Procuro que no suene el agave del jergón al incorporarme. Tardo de que la pesadilla sigue ahí cuando noto su presencia pétrea al otro lado del lecho. Duerme o se mantiene en ese estado de letargo sin emitir un solo ruido, sin moverse. Parece que debajo de esa manta nada pudiera ser peligroso.
Salgo de la habitación intentando no pisar las botellas o los platos del suelo. Ayer celebramos mi decimocuarta primavera, pero también mi boda. La hoguera tiene las ascuas aún encendidas. Los guardias de la puerta se han quedado dormidos. Tengo prohibido salir, pero me deslizo por el suelo de piedra como un puma, sin posar apenas los pies. Cruzo el Gran Salón y salgo a la noche fresca. La Killa luce fuerte y redonda en lo alto del cielo, iluminando la silueta de la gran pirámide y de todas las edificaciones a su alrededor. La ciudad duerme silenciosa y el viento de la cima de la montaña se cuela tranquilo entre las casas. Paso por los establos y las alpacas salen a saludarme agitando sus cabezas plagadas de rizos. Deben de ser las únicas que no duermen. Acaricio a Puquy, mi favorita, la de los ojos azules.
Entro en las letrinas y me alivio. Me escuecen las heridas de mi entrepierna. No quiero volver a la cama.
Me tumbo a su lado y esta vez no puedo evitar que el agave cruja con el peso de mi cuerpo. Se despierta y emite su sonido, como de filo de cuchillo. Mi marido tiene forma romboidal, es un diamante negro, más grande que yo. No tiene boca, ni piernas, ni brazos, ni cabeza, pero sí un gran ojo dentro de su superficie de cristal. Se enciende la luz roja en su interior y de sus laterales se despliegan unos tentáculos. El ruido reverbera por toda la habitación. Noto los tentáculos pegajosos de resina subir por mis muslos. Me tapo la boca para que los gritos no despierten a mi pueblo.
—Gracias a los Venidos del Cielo por mostrarnos cómo construir esta ciudad en la cabeza de la montaña —grita mi padre con los brazos extendidos.
Lleva su corona ornamental de plumas. Me han sentado en el trono de piedra a la entrada del Templo del Cóndor y me han puesto los pendientes y el brazalete de oro.
Todo el pueblo ha venido a vernos. Ninguno de ellos se ha quitado aún esa expresión de miedo cuando ven a mi marido flotar, sin ayuda de cuerdas o alas. Parece tranquilo y su luz roja es muy pequeña.
—Ahora, nuestros dos pueblos están hermanados y su unión quedará sellada cuando el Inti Awki llegue a este mundo.
Mi padre moja sus dedos en el cuenco del mejunje azul y pinta una espiral en mi vientre. La luz roja de mi marido parpadea. Con uno de sus tentáculos absorbe un trozo de yuca que han posado a nuestros pies. El tubérculo se seca a cada succión del miembro. Se arruga y se queda en una costra grisácea. Dos mujeres nos traen más alimentos. Mi marido saca dos tentáculos y da buena cuenta de los manjares.
El pueblo parece contento y corea mi nombre cuando entro en el interior del templo, que esta mañana despliega sus alas de piedra con más ferocidad que nunca.
Una vez a solas, me mantengo en silencio mientras mi padre y mi madre me abrazan. Nunca sabrán cuánto les odio.
—¿Vas a seguir sin hablarnos? —pregunta mi madre.
—Sigue sin entender que es la esposa de un Dios —gruñe mi padre.
—Es lo más grande que nos puede pasar a una de nosotras. Ser Quriuqllu de tu pueblo y regresar a las estrellas.
Dos sirvientas me ponen más flores en el pelo y aceites en mis pechos. Me decoran para mi esposo-dios. El odio me abraza la garganta con crueldad.
—¿Es que no lo comprendes, niña? —insiste mi madre.
—No hace falta que lo entienda —sentencia mi padre—. Basta con que obedezca.
Aprovecho un momento de pausa tras la comida y me acerco hasta los establos. Sin pensar mucho en lo que hago, prendo un puñado de pajas y lo entierro en un montón más grande. Cuando el humo se hace más denso, los animales pisotean las maderas del suelo con nerviosismo. Corro a los grandes portones y levanto con esfuerzo el madero que las cruza. Las hojas se abren con un golpe y las alpacas salen al trote, huyendo de las llamas.
La guardia y los hatunrunas corren detrás del rebaño despavorido, que se dirige a las peligrosas cornisas. Reconozco a Puquy. Sé que me busca con su mirada y que, si nuestros ojos se encuentran, nunca podré hacer lo que me propongo. Siento mucho no despedirme de ella.
Aprovecho el caos para tomar con determinación la calzada principal. Mientras bajo hacia la selva, miro a la cima, temiendo que el fuego se haya extendido a las otras casas o que alguna alpaca se haya despeñado.
Al cruzar el umbral del Inti Punku, el olor tropical de los árboles de la Quina y de las orquídeas me alcanza y envuelve mi marcha. El canto de los tucanes en celo y el aullido remoto de los hoacines son la guía que me orienta en mi descenso y llego hasta el claro donde mi abuela vive en el exilio desde la llegada de mi marido.
Junto al riachuelo, mi abuela está agachada sobre unas flores blancas que crecen entre la maleza. Lleva medio cuerpo pintado de rojo y sus pechos cuelgan sobre el pliegue de su tripa.
—Tú no puedes estar aquí —me dice, sin quitar la vista de sus flores.
—Vengo a que me examines, abuela.
Por fin consigo llamar su atención. Me mira extrañada, como si no entendiera mis palabras.
—Hace mucho que dejé de ser tu abuela.
—Examíname como examinabas a las hijas de los emperadores —insisto.
Se mantiene en silencio unos instantes. Me indica con un gesto seco que me tumbe a su lado, sobre las flores. Obedezco y abro las piernas. Noto pasar el agua calmada del río a mi lado. Mi abuela ve las heridas que se extienden desde mis ingles hasta los muslos. La expresión de su rostro no cambia pero no puede evitar que su cuerpo tiemble. Me mira y su respiración es profunda. Aparta su rostro.
—No quiero volver, abuela.
La abuela no dice nada. Vuelve a acariciar sus tallos y centra su atención en una liana que tiene unos nudos muy gruesos. Con dulzura, arranca un trozo de la enredadera y la deposita en un fuego que danza a su lado.
—Ese marido tuyo, por mucho que haya caído del cielo, sigue necesitando lo mismo que los hombres que lo adoran como a un dios.
La planta se chamusca y se convierte en ceniza. Con cuidado, echa todo el polvo en un tarro de arcilla con una serpiente roja dibujada en la tapa.
—Esta es la yakruna, la planta sagrada. Dale esta noche el polvo a tu marido. Sabremos entonces si es dios o demonio.
La abuela me abraza con fuerza. Sus pechos siguen oliendo a jazmín. Me alegro de que al menos eso no haya cambiado. Cuando me separo de ella, noto que me ha colocado en el cuello el colgante de serpiente que ha llevado durante toda su vida. Es una talla de madera que representa una serpiente que se muerde la cola.
—Dile a tu padre que estos polvos sirven para que nazca su esperado Inti Awki. Tu marido así lo creerá, pues vive en su cabeza desde que llegó a este mundo. Sus mentes están unidas, al igual que su destino. Lo que le suceda a uno, le sucederá al otro.
Se oyen voces a lo lejos y el roce apresurado en la vegetación. Mi abuela se alarma. Me abraza una última vez, como si no volviéramos a vernos. Se adentra en la espesura, sin dejar de mirarme. Deseo que esta sensación de pérdida desaparezca.
Los guardias de mi padre aparecen, pisoteando las flores y rasgando la quietud de la selva. Me aprietan fuerte de los brazos y me dicen que tengo prohibido abandonar la ciudad.
Me doy la vuelta y mi abuela ha desaparecido. Consigo distinguir el lomo pardo de un puma que trepa el tronco de un cumarú. Agarro fuerte el tarro con el polvo, que sisea bajo la presión de mi mano.
Esa noche no se me permite cenar. Me encierran en mi habitación. Solo me queda aguardar la llegada de mi marido.
Aparece como siempre, atravesando silenciosamente las paredes, como si fuera agua. Se coloca en el lecho y me acuesto a su lado. Despliega sus tentáculos, buscando con sus ventosas el interior de mis piernas, como cada noche desde que nos casaron. Antes de que me alcance, abro el tarro de la serpiente. Sus tentáculos se detienen y uno de ellos se acerca curioso al recipiente. Sumerge su punta en la ceniza y comienza a succionar. Observo la superficie translúcida, negra como la noche, donde sólo se ve la luz escarlata del gran ojo. La ceniza se acaba.
Entonces, sucede. La luz se expande por toda la superficie del cristal oscuro y hace diversos dibujos, líneas desquiciadas, círculos concéntricos, espirales violentas. Creo apreciar la silueta de una serpiente entre esas líneas que se rompen en espasmos de luz. Mi marido se eleva en el aire con su sonido metálico atronando la calma nocturna. Hay una pulsación que sale de su interior, cubre toda la estancia y atraviesa las paredes. El latido se hace visible y se convierte en ondas en sincronía con los dibujos que van apareciendo en su faz. La tierra tiembla con cada envite. Las pulsaciones se hacen cada vez más rápidas y fuertes. Cierro los ojos pues creo que el fin de los días ha llegado.
La casa comienza a resquebrajarse y caen las vigas. Consigo salir al exterior por una de las fisuras de la pared. Hay una gran grieta que parte la ciudad en dos, trazando una línea implacable bajo la que ninguna casa queda en pie. Veo cómo muchos de los nobles mueren aplastados bajo sus techos lujosos. Solo consiguen salvarse algunos plebeyos que dejan atrás sus pertenencias y huyen de sus viviendas precarias. Todo es caos, gritos y piedra derrumbándose. El ala izquierda del templo del cóndor se quiebra como si fuera hielo y cae sobre un grupo de gente que está sacando a unos niños de un montón de granito.
De alguna manera, yo he provocado todo esto.
Entonces, veo el palacio de mis padres. De sus restos, sale mi madre, que tiene la cabeza ensangrentada. Arrastra el cuerpo sin vida de mi padre. Tiene los ojos y la boca muy abiertos, con espumarajos en las comisuras. El grito de mi madre crece hasta que hace acallar el murmullo de la tierra.
Tardo en darme cuenta de que los temblores se han detenido. Ahora solo se escucha el quejido de los moribundos y de los niños que lloran. Me fijo en mi habitación, con las paredes caídas. En su interior, como una piedra más, mi marido yace en el suelo. Su luz roja se ha apagado.
Los pocos que quedan y pueden moverse, me rodean. Yo no suelto mi medallón. Un anciano se adelanta y me mira a los ojos.
—Se ha despertado la semilla de destrucción —dice con serenidad—. Guíanos para poder encontrar nuestras propias huellas.
El anciano se arrodilla ante mí. Después, todo el pueblo le sigue. Mi madre me observa, pero no logro descifrar la expresión de su rostro. Nada se escucha en aquella cima. El viento ya no cuela los sonidos del pasado entre los callejones porque ya no queda nada en pie. Solo yo y este silencio. Es una sensación muy placentera.
Casi logra apaciguar el pequeño latido romboidal que noto creciendo en mi estómago.
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