Intento que mis dedos se deslicen por el teclado, buscando las palabras exactas para escribir ese relato de fantasía que siempre soñé pero el Word se impregna de letras que nada tienen que ver con la ficción. No sé muy bien para qué o para quién escribo; a decir verdad, no sé ni quién soy yo, aunque tengo claro que a veces me gustaría ser una pluma volando por el infinito hasta perderme y nunca más ser encontrada.

Mi nombre es Pandora y soy mi propia caja de las desgracias. No he nacido para ser la ruina de la humanidad, no, he nacido para ser mi propia destrucción. Tampoco es que mi nombre importe mucho, puedo ser Isabel, Diana… o Andrea. En cualquier caso ahora seré Pandora contando la historia de Andrea. Te aseguro que no es una historia bonita, así que si te gustan los cuentos de hadas mejor no sigas leyendo porque si sigues luego no habrá queja que valga, ya te lo advertí…

Era una noche como otra cualquiera, en mi habitación, en una casa cualquiera y rodeada de una familia que no tiene ni idea de lo que pasa por mi cabeza. Una de las cosas que me caracterizan es que soy capaz de disimular muy bien mi verdadero estado de ánimo, al menos delante de mi madre. El hambre hace que sea incapaz de dormir así que me levanto, dispuesta a atracar la nevera. ¿He dicho el hambre? Quizá debería decir la ansiedad, porque había cenado hacía un rato. Voy a la nevera y sin pensarlo cojo la panceta. Estoy ansiosa por comer panceta… ¡cruda! Está bien, no es ningún crimen, pero es que deberíais verme: cojo un cuchillo y, al ver que no corta apenas, muerdo directamente el trozo. Mis manos están resbaladizas por la grasa y he manchado la encimera pero no me importa, es como si mi vida dependiese de comer. Apenas han pasado unos minutos, pero ya me siento más calmada, mi monstruo interior ya está en silencio, satisfecho por mi debilidad, así que limpio el desastre que he causado y vuelvo a mi habitación. Fuera nadie se ha dado cuenta de nada, para mis padres todo está bien. De vuelta en mi cama lloro, lloro por no poder controlar mi vida y dejo que las lágrimas me ahoguen hasta quedarme dormida.

Otro día, en una comida familiar cualquiera, me siento llena, noto las náuseas, el dolor en la boca del estómago pero también he aprendido a disimularlo. Respiro hondo, intentando ganar esta lucha contra mi sistema digestivo pero la saliva empieza a inundar mi boca y sé que he perdido, así que corro al baño y me dejo llevar por las arcadas. Me duele, pero me he acostumbrado, esto es mi pan de cada día desde hace unos tres años: comer, que mi garganta emita unos ruidos extraños y rezar porque me siente bien…

Unos años antes, en un parque de atracciones de mi ciudad… Subida en la montaña rusa se acercó la chica que manejaba la atracción para decirme que no podía montar: la barra de seguridad no me cerraba bien. Estaba demasiado gorda. Humillación, desesperación y ganas de desaparecer junto a mis 100 kilos de peso. Esa misma semana, en un banco de mi pueblo, recibiendo los insultos y los golpes de los que eran mis amigos por ocupar demasiado espacio, deseando morir… Esa noche, en mi casa, rozando mi campanilla con los dedos hasta vomitar, hasta volver a caer en algo de lo que me costó salir y que se llevó la vida mi mejor amiga… Más tarde, culpa. Culpa expirada mediante una cuchilla que hace cortes irregulares en mis brazos, en mis piernas, en mi tripa, sabiendo que debería parar, que una vez se me fue de las manos, pero siendo incapaz de razonar.

Un diecisiete de marzo, en el hospital, camino del quirófano para deshacerme de mi peso sobrante, temblando de miedo pero decidida a arriesgarme. Un despertar lleno de dolores y una operación con consecuencias nefastas. Anemia crónica, reflujo grave, depresión, vómitos continuos y… anorexia. Después de haber pasado por bulimia y obesidad, ahora mi mente decidía probar la anorexia. Parecía que mi monstruo interior nunca me abandonaba. Luchar. Batallas diarias por poder comer algo que no sean triturados, llorar porque nada va bien y saber que el deseo de seguir perdiendo peso es irracional pero no puedes sacarlo de tu cabeza. Una ruptura, la muerte de un familiar muy cercano, una madre enferma… y caes, caes en una espiral que parece no tener fin…

Ayuda. Amigos. Nuevo amor. Parece que hay una pequeña luz al final de toda la oscuridad que amenazaba con ahogarme. Lucho, lucho con todas mis fuerzas por esa relativa calma que parece que poco a poco va llegando a mi vida. Me refugio en ayudar a los demás, en evitar que otros caigan como caí yo y parece que funciona, pero no. Solo era la calma que precede la tormenta, había estado persiguiendo la felicidad y justo cuando la había rozado con los dedos, se había escapado, mientras mi monstruo interior reía, burlándose, sabedor de que en realidad somos uno.Nueva operación, nuevos miedos, es el momento de arreglar mi estómago pero para eso hay que engordar, porque la operación me hará adelgazar de nuevo. Pánico. Todos mis miedos vuelven, las posibilidades de que vuelva a ser obesa y después anoréxica de nuevo caen como jarros de agua fría sobre mí, pero los destierro, hago lo que se me dice.

El llanto me sacude cada noche, cada mañana, en los momentos más inesperados y sé que me he enfrentado a muchas cosas pero que ha llegado el momento de enfrentarme a mi depresión y no tengo ni idea de cómo hacerlo. Cuento con ayuda pero tengo miedo. Estoy llena de miedos e inseguridades, para qué mentir. Mi mayor miedo es perderlo todo otra vez…

Hoy, escribiendo esto en vez de mi ansiado relato de fantasía, estoy esperando la llamada que iniciará la cuenta atrás para mi operación. Hoy, hace apenas unas semanas que otra de mis mejores amigas decidió volar como esa pluma del principio, derrotada por el monstruo de su enfermedad, dejándome la tarea de continuar la lucha que ella no pudo soportar. Hoy, estoy segura de que no me voy a rendir, de que si algo he aprendido buscando esa perfección inexistente es que todos somos imperfectos.

Hoy quisiera decir que esto es ficción y contar un cuento bonito pero es mi historia, es mi vida, y estoy segura de que el próximo capítulo será mejor… Me llamo Andrea y soy perfectamente imperfecta.

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