Hace doce años atrás…

Hace doce años atrás…

José Gonzalez

14/04/2018

Hace doce años atrás muchas cosas eran diferentes. Mis hermanos mayores eran todavía jóvenes estudiantes, mis abuelos estaban vivos y peleándose todavía, y todavía vivíamos en esa casa de pueblo que puedo recordar en detalle pero que parece extinta un siglo atrás. Y hace doce años atrás sucedió una de las casualidades inevitables que siempre acontecen dentro de las familias: trajeron un perro. Un cachorro marrón de frente redondeada y una nebulosa de piojos que lo rodeaban, casi como un despojo final de una camada despreciada.

Doce años atrás hacía mucho frío en un barrio lejano de Villa Ángela cuando Catalina se despertó escuchando los quejidos agudos y debilitados que llamaban en la penumbra del nuevo día. “Y cuando amaneció me levanté y fui a ver… Estaba en la cuneta… Pero vieras vos como tenía piojos. Todo, todo cubierto de piojos… (…) Preparamos agua caliente y lo bañamos.”

El baño no alcanzó a quitarle los piojos, pero los sobrevivió. Ese mismo día el nieto se lo pidió para regalarlo a su madre en Santa Sylvina, y el perrito hizo el primero de sus viajes en una caja hacia el pueblo; entró en nuestra casa casi como una casualidad. Tenía la barriga cubierta de liendres duras y apelmazadas, los ojos cegados del cachorro, y las uñas marrones como el lomo. Era minúsculo y redondeado, supongo que hecho para vivir aunque doliera.

Estaba hecho de asombros: asombró al veterinario cuando lo vio por primera vez, tan andrajoso en la palma de la mano; asombró a Julieta cuando le presentamos ese cachorro ingenuo que la buscaba sin entender que ella no era su madre; dejó preocupada a su dueña cuando saltó el muro limpiamente por primera vez y despertó al barrio de su pachorra con sus anarquías juveniles.

Por él el muro se levantó treinta centímetros, se compraron tarros innumerables de comida, corrimos detrás de sus locuras en las calles, fuimos al veterinario, improvisamos alambres y cadenas, se planificaron patios y portones. En doce años estuvo alrededor nuestro hecho una constante sombra de arrebatos inesperados y de costumbres necesarias.

Porque podía ser pacífico y ordinario enterrando huesos, durmiendo al reparo del viento norte, ladrando en las mañanas; y también aprendió a tomar té en una taza, a escaparse y pelear contra una jauría o infiltrarse dentro del colegio y entusiasmar a las preceptoras distraídas con la sonoridad de su nombre bajo su testa marrón.

Si el mundo era entonces una caja llena de rituales cotidianos y precisos con los árboles, las personas, los animales, la tierra, cumpliendo sus funciones como se podía o como se esperaba, Julián abrió la tapa de esa caja, le rasguñó los bordes, orinó en las esquinas, se escapó alocadamente y nos obligó a correr detrás de él para encontrar la forma de lograr enseñarle a ser el perro mítico que cuida su verja y descree de los horizontes ajenos. Y no se logró nunca. Estaba hecho de incoherencias y deseos intraducibles, buscando afanosamente la rendija por la cual podía escaparse impune para volver de noche y cansado a la seguridad de la madriguera.

Quizá por eso de Julián se recuerda primero sus huidas y desbarajustes, sus locuras de diez minutos que terminaban en furias y alivios inolvidables. Su odio irrefrenable a los basureros municipales, su decepcionante afición por morder a las personas más desagradables de la vecindad, y la alegría que encontraba en huir pueblo adentro. Esa locura que lo asaltaba cuando todo parecía estanco y esperado lo llevó a revolcarse en grandes emplastos de bosta de vaca y teñirse de verde, a horadarse las orejas y el hocico contra dientes, hierros, piedras, tierra, árboles, lluvias, personas, maquinas.

En algún lugar de la tierra ha de quedar su huella estampada en el barro con las elegantes muescas de sus uñas romas signando cada redondel, como un pequeño paso de una criatura extinta. ¿Que lo impulsaba a irse entre las calles, tan atrevidamente? ¿Que lo hacía volver cansado y roto? La paciencia de tu dueña tal vez, su porfiada paciencia que buscaba curarte, cubrirte de la lluvia, llevarte a un jardín. Que envejecieras pausada y sabiamente, marrón como la tierra.

Siempre hay un futuro tranquilo. Una promesa estable de paciencias y jardines con estanques. El mítico jardín de otros dioses reproducido a escalas de sueños humanos. Allí donde podrías haber ido y estarías eternamente adulto y cotidiano, con tus historias de correrías pasadas. No creo que llegues a verlo. Estas muerto, definitivamente ido. Este año será mucho más largo, todos los años son mucho más largos. El recuerdo nos seguirá diciendo lo que tuvimos y perdimos, las cosas que hemos hecho, las innumerables cadenas que se aferraron a tu cuello para intentar protegerte del mundo al que tan desesperadamente querías visitar.

Quizá debimos hacer eso, Julián. Cortarte las cadenas, como una utopía salvajista de esas que tanto gustan a la literatura, y habrías sido libre. Inconmensurablemente libre. Idealistamente libre. Habrías vuelto al monte y sin un santo que te llame, tendrías tus cubiles, tus cachorros, tus peleas, tus jaurías. Tendrías arañazos de espinales en el cuero y no la marca grasosa del collar.

Pero no te habrían querido tanto, ni todas esas razones del mito humano habrían sido reveladas sin la presencia de tus ladridos y tus manías insólitas. Mejorabas nuestra especie, obligabas a mirar alrededor. Ladraste a los muros para despertarlos, los saltaste cuando no quedó remedio. Perdido en la ciudad habrás buscado como olfatear rincones olvidados, y después volver a tiempo a dormir.

Y somos una especie solitaria, Julián. Ya lo supiste: siempre quedamos dentro de espacios en penumbras recitando verdades convencidas. Más crecen nuestras soledades sin criaturas que de noche ladren desesperados para que salgamos a contestar a ciegas y cubrirlos de la lluvia, del frío, de los hambres. Para que saliéramos tontamente a perseguirte por las calles inútilmente convencidos de que podías ser el perro que guarda lealtad en la reja.

¿Habrá alguien que se acuerde de vos y se sonría? Alguien que recuerde como eras cuando conseguías, al fin, escaparte de esos días encadenados y correr sobre toda la pereza del pueblo con tu anarquía y tu lengua al viento…

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