Había luces de colores por todo el cuarto. Amarillas, rojas, verdes. Se prendían y se apagaban aleatorias, intermitentes; a veces dos juntas, a veces tres. El ambiente, sin embargo, se sentía pesado, como siempre: con ese olor agudo de marihuana inundando cada rincón, cada esquina. Yo estaba recostada con el cabello todo hacia atrás, viendo las luces, imaginando, desvariando. Él estaba sentado en un extremo de la cama; me miraba: lo sentía, lo sabía sin verlo. Sonaba una música extraña, psicodeli-setentera, completamente ad hoc al cuarto. Yo me embriagaba con ella, el hedor circundante y las luces. Me sentía ligera, flotando en esa cama enorme con mis piernas enrolladas a un cojín deforme.

Acababa de llegar del último encargo al sur de Oaxaca. ¡Ya mero y nos cae la chota! Cuando sentí como si el corazón se me fuera a salir, sólo me vino su imagen, la de ella. Al principio, nomás me gustaba. Recuerdo que pensé cuando la vi: “Está rebuenota la chava del 3”; pero cuando la conocí… ¡No ma!… Neta que sentí un motivo pa’ regresar. Y ahora que la tenía ahí, acostadita en mi cama, ¡ni siquiera podía tocarla! Estaba ahí nomás, quietecito, dándole su espacio pa’ no incomodarla. La sentía cerca, cerquitita; pero a la vez bien lejos, como la luna. Lo único que se me ocurrió hacer fue taparla: más pa’que me volteara a ver que pa’que no le diera frío.

Me cubrió con una cobija delgada. “Para que no tengas frío.” Por un instante, me hizo recordar que no estaba sola, sino que él estaba ahí conmigo. Era común en esos días que tuviera momentos en los que me abstraía de todo: las presiones de la facultad, los apuros económicos, el amor no correspondido. Le pregunté entonces por los dibujos pintados en la pared. Le dije que me gustaba su cuarto. Él sonrió con timidez.

Casi pega un brinco cuando la tapé, como si la hubiera traído de vuelta de quién sabe dónde. Y que me sonríe. Nunca la había visto así de tan cerca: tenía su cara a una cosita de nada de la mía. Me acuerdo bien-bien porque no andaba todo crudo, como siempre. El último toque me lo había dado en la mañana: la condición que me puso pa’ venir a mi cuarto.

“Quiero que veas algo”, me dijo y tuve que incorporarme. Me sentía un poco mareada y empezaba a sentir algo de sueño. “Me da un poco de pena, pero de todas formas quiero que las veas.” Y me mostró unas fotos suyas donde tenía cortadas dibujadas por todo el cuerpo; principalmente en los antebrazos, las pantorrillas, la espalda. Se veía hermoso el contraste de la sangre carmesí con su piel blanca… Tardé un poco en comprender por qué se avergonzaba.

Se veía recontenta mirando mi cuarto. Le gustaba dibujar como a mí, y pues, la verdad, si yo me animé a hacerlo otra vez fue por el dibujo que ella había hecho con pluma en las paredes de su pieza. Quería ser sincero con ella, que me conociera tal cual era, con “mis luces y mis sombras” como dicen porái… Y, por eso, ni pensé cuando le enseñé las fotos de mis cortadas. Sonrió cuando las vio y luego se puso toda seria, agarró mi mano y empezó a buscar. “Esa parte ya se borró”, le dije. Entonces que acaricia la cicatriz suavecito con su dedo índice. No pude evitar sentir la piel de gallina.

Y, de repente, sentí su dolor. Sabía que había sufrido mucho. Más que otras veces me sentí inundada de ternura hacia él. Habría querido abrazarlo, acariciar su cabeza, su cara… pero algo en mí me abstuvo de hacerlo. Mi dedo tan sólo recorrió una de las cicatrices de su mano derecha.

¡Tenía una de ganas de echármele encima! Besar su cuello, sus labios, como tantas noches atrás lo había hecho en sueños. Pero, pues, como ya dije, no podía hacerlo: ¡no podía ni tocarla!… En eso, que se para y me dice que tiene que irse, que está cansada y ya se quiere dormir. “¿Por qué no te quedas aquí?”

“No puedo.” Le dije. Tenía ya mucho sueño y el mareo se había vuelto dolor de cabeza. “¿Qué hora será? ¿Las diez?”

“Con Julio sí te quedas a dormir.” Que se me sale decirle. Quería que se quedara conmigo y dejara al mono aquél que la trataba tan mal. No me cabía en la cabeza cómo seguía ahí con ese güey que era tan ojete. Quería que se quedara ahí conmigo, como siempre que no quería que se fuera, pero ahora más, ¡mucho más!: nunca habíamos estado tan cerca.

Sonreí; me habría gustado quedarme. Erick me daba mucha confianza y sabía que no me haría daño; pero la cabeza no me dejaba en paz y se lo dije. El tufo del cuarto era verdaderamente insoportable. Al final, me sonrió como siempre, con esa sonrisa que me gustaba tanto, tan sencilla, tan limpia, tan “no hay problema, todo está bien”.

Era el pinche olor del cuarto otra vez; ya lo sabía. Así que sólo le pedí, sin poder aguantarme ya las ganas, que me dejara darle un beso.

Un beso. Dije que sí. Fue el beso más suave, y a la vez más salvaje que me han dado. Apenas se aproximó al principio: sentí lentamente cómo se posaron sus labios en los míos y… luego, sus manos me rodearon del talle y me aproximaron bruscamente hacia él. Empecé a sentir una marea de calor que me cubría todo el cuerpo y un deseo febril de que me traspasara… Pero sin decir más, lo separé de mí y salí del cuarto.

Tóvia me acuerdo cuando dijo que sí. El corazón a punto de salírseme del pecho y las manos retesudando. Tenía esperanzas de que con el beso ella resolviera quedarse; pero se me fue de las manos, como siempre, con su cálida frialdad. Salió de mi cuarto sin chistar, y apenas abría yo los ojos cuando oí cerrarse la puerta del de ella.

Me recosté en la cama por unos instantes y después salí rumbo al cuarto de Julio. Necesitaba el calor de su fuego helado para poder dormir.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS