Los cuentos de nuestras antepasadas no relatan con justicia lo que entraña tener piernas, amiga mía. Dejan de lado ciertos pormenores fundamentales, imagino que por simple ignorancia, aunque intuyo que más de las nuestras se aventurarían a subir a la superficie si conocieran lo que te voy a contar. Debes saber que únicamente acertaron al decir que mutar de ser acuático a ser terrestre duele, y que caminar duele como si en vez de arena, tierra o asfalto pisáramos corales puntiagudos.

Por lo demás, siempre hemos imaginado las piernas de una consistencia similar a la de nuestra cola —dúctiles, ondulantes, fácilmente gobernables—, cuando lo cierto es que tienen aristas y ángulos, son quebradizas y se mueven a destiempo (solo para saltar suelen unirse, es decir, para coger impulso y volar, apenas un momento, como queriendo emular a las gaviotas y a los cormoranes).

Para los humanos andar no es un instinto natural como es nadar para nosotras, que apenas unos segundos después de abandonar el océano interior de nuestra madre agitamos la cola y nos alejamos girando descontroladas porque el impulso es todavía más fuerte que nosotras. Los humanos no aprenden a andar hasta que no acumulan, de media, un año de vida, lo que equivale a unos cinco años de la vida de una sirena. ¿Te das cuenta? Para cuando un niño humano aprende a andar, nosotras dominamos ya distintos estilos de natación, si bien es cierto que todavía no nos atrevemos a apartarnos mucho de nuestra madre. Los humanos aprenden a tientas y, de hecho, imitan primero a otros animales terrestres: usan sus cuatro extremidades. Cuando por fin se atreven a ponerse de pie, dan dos pasos, se tambalean, se caen y vuelta a empezar, ensayo y error.

Yo también lo intenté en vano varias veces antes de dominar esta nueva forma de desplazamiento. Agarrarme a una roca y erguirme hasta formar con mi cuerpo una vertical perfecta no fue difícil, pero ¿cómo seguir? Primero probé a no hacer nada; aleteé varias veces con los brazos para no perder lo que aquí llaman equilibrio, pero terminé cayendo en la arena. Cuando por fin logré mantenerme en pie, se me ocurrió doblar las juntas que hay en mitad de las piernas. Me di cuenta de que, a la par que flexionaba ambas rodillas, podía levantar una de las piernas y, moviéndola en el aire, hacerla avanzar un trecho antes de posarla de nuevo en la arena, y lo mismo, a continuación, con la otra. Así, poco a poco, tratando de abstraerme del dolor, fui dando mis primeros pasos sobre la arena, que me rasguñaba las plantas sensibles de los pies. Pronto comprendí que no era necesario levantar tanto las piernas para caminar, y con aquella rectificación se redujo considerablemente mi esfuerzo. Debo confesar que andar con la gracia que nos caracteriza, esa que refieren con acierto los cuentos tanto de las sirenas como de los humanos, requirió algo más de práctica.

La textura también es diferente a como la imaginábamos. Las piernas no tienen la lisa superficie nacarada que describen los poemas y las canciones con las que hemos crecido: tienen marcas variopintas que diferencian a unas piernas de otras, a unas humanas de otras, y las vuelven más interesantes. Algunas están salpicadas de unas diminutas manchas oscuras; otras tienen surcos violáceos, o líneas blancuzcas como los diminutos peces que juegan en la orilla. También varía la tonalidad de la piel, que, no obstante, siempre se corresponde con la del resto del cuerpo.

Por si fuera poco, en ninguna de las historias que conocemos se describen las púas que, equivalentes a las escamas de nuestras colas, recubren las piernas de los humanos, tanto las de los hombres como las de las mujeres. No es de extrañar que nuestras antepasadas desconocieran su existencia, puesto que la mayor parte de las humanas —y también algunos humanos— se extirpan este vello mediante distintos métodos. ¿Te imaginas raspar con una piedra filosa, hasta pulverizarlas o hacerlas saltar, las escamas que recubren nuestra cola? En general, varones y hembras parecen esforzarse por aparentar que carecen por entero de este vello, como si ese y no el otro fuese el aspecto natural de las piernas humanas. Admitiré que yo también me deshago periódicamente del pelo de mis piernas para mimetizarme lo más posible con las hembras de esta ciudad y porque, cuando rebrotó, después de habérmelo arrancado por primera vez, empleando el método que me habían aconsejado, el vello había perdido su suavidad inicial, que jamás ha recuperado. Su aspecto recuerda al de un erizo.

Ese vello, que nace a la altura de los tobillos (donde las piernas se encajan con los pies, las aletas caudales de los humanos), asciende por la sección inferior de las piernas, se arremolina en las flexivas rodillas y continúa por los muslos, en el extremo superior de las piernas.

Es al llegar a la zona pélvica, donde nuestra cola pierde las escamas para fundirse con el tronco, cuando este vello adquiere un color y una textura diferentes: se riza, se encrespa y, al mismo tiempo, se esponja para proteger unos pliegues más sensibles, si cabe, que las prominencias rosadas que coronan los pechos de humanas y sirenas por igual (pues no en vano dicen de nosotras que somos mitad mujeres).

Las narraciones de nuestras madres, de nuestras tías, de nuestras abuelas… no hablan de este molusco bivalvo que, a falta de concha que lo resguarde, se esconde al abrigo del vello entre las piernas de las humanas, aunque algunas de ellas parecen desconocer su capacidad sensitiva. ¿Recuerdas cómo de pequeñas nos divertíamos haciendo cosquillas a las almejas? No sabíamos si sentirían nuestros dedos palpando, pellizcando, masajeando sus húmedos cuerpos viscosos (solo las ostras reaccionaban, confusas, intentando formar una perla en torno a nuestros dedos), pero ahora que soy mujer entera, que tengo entre las piernas este molusco de carne y piel, puedo asegurarte que sí sentían —y en grado sumo— el contacto que ejercían nuestras yemas. Como una caricia, primero, que provoca un cosquilleo apenas perceptible que con el tiempo se convierte en una sensación más intensa y, como el latigazo de una medusa, se extiende, indoloro y punzante a la vez, se ramifica y se vuelve a entreverar en una red de humedades: la respiración se agita, se erizan todos los poros, y los dedos, en un aprendizaje, este sí, puramente instintivo —que no es sino un descubrimiento íntimo y súbito—, exploran un territorio desconocido, despacio, luego más aprisa y ahora se detienen para recoger las ondas que reverberan en esta quietud momentánea, y de nuevo, la conquista de unas honduras en letargo que se despiertan, al fin, y arrancan el cántico más puro en una explosión de notas a esta garganta atónita y seca.

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