Hace frío, y la luz fluorescente parpadea en una cadencia arrítmica que sacaría de sus casillas al mismísimo Job. También a Mónica. En un gesto automático, tira de las mangas de su jersey para que le cubran las manos.
Quién le mandaría aceptar la propuesta que le ha conducido hasta ese lugar, una sala de espera pequeña, con bancos de plástico y un par de plantas que pretenden levantar el ánimo. No engañan a nadie: es el sitio más deprimente del universo, incluso para alguien como ella, que tiene la tranquilidad de saber que está allí por un motivo distinto al que se le presupone. Ella no es como el resto.
Un hombre de mediana edad cruza la habitación arrastrando los pies. Lleva una camiseta espantosa que hace que Mónica analice su propio atuendo. Suspira resignada: el pantalón le aprieta los michelines porque no hay manera de deshacerse de esos kilitos de más y no encuentra en las tiendas otra prenda que le guste tanto. Por no mencionar cuánto odia ir de compras, rodearse por doquier de esas pantallas de lo abyecto a las que llaman espejos.
De repente, un estruendo la sobresalta. El culpable es el individuo mal vestido, que parece determinado a fastidiar a Mónica cueste lo que cueste. Atiza varios golpes con la mano abierta contra una de las paredes.
– ¡Doctor! – vocifera. Dos golpes -. ¡Doctor! – dos golpes -. ¡Doctor!
Mantiene su letanía durante unos segundos eternos que hacen que Mónica mire alrededor en busca de alguien que le haga callar, pero entonces se percata de que están los dos solos. El tipo se detiene cuando abren la puerta de una de las consultas.
– Josean, pasa por aquí, por favor – le dice un enfermero muy sonriente que sale a calmarlo. Le rodea los hombros con el brazo en un gesto impostado de cariño -. Ya hemos hablado de que no hace falta gritar, te escuchamos mejor cuando…
Mónica no llega a enterarse cuándo, porque se dirige a él entre susurros y los tabiques del despacho en el que entran amortiguan los sonidos. La estrategia surte efecto: el paciente sacude la cabeza y no vuelve a alzar la voz.
La escena despierta la parte sensible de Mónica, que se compadece de las personas que realmente necesitan acudir a la planta de Salud Mental. Al llegar ha dejado la mochila en el asiento de su derecha, sin embargo, de pronto siente la imperiosa necesidad de tomarla entre los brazos y apoyarla sobre sus muslos. Hay espacio suficiente, eso seguro, porque la grasa de las últimas comidas se empeña en acampar en sus piernas. Ha probado varias dietas de las que circulan por Internet, pero debían de ser de esos engañabobos que denuncian en la tele porque resultaron inútiles.
Una anciana decide interrumpir el sosiego de la muchacha y, de entre todas las sillas libres, elige la que está a su lado. Mónica trata de disminuir su tamaño al máximo para que la mujer no se dé cuenta de que su volumen corporal precisa de más de un asiento. “Bueno, ¿y qué?”, se dice a sí misma con poca seguridad.
– Oye, jovencita.
Mónica la mira atónita. No solo invade descaradamente su burbuja vital, sino que, para colmo, pretende entablar una conversación. Pero ella es experta en esquivar esas balas y la ignora.
– ¿Quieres unos caramelos?
Sin aguardar la respuesta, examina su bolso a fondo como una yonqui en busca de droga. Mónica no le presta atención, sabe lo que acaba de ocurrir, lo ve en las ojeadas lastimosas de aquellos con los que se cruza por la calle, en cómo la juzgan a pesar de que ella intenta taparse con abrigos largos y chaquetas. La mujer le ofrece comida porque eso es lo que se hace con los gordos.
– Mecachis, me los he olvidado en casa. Te los traeré la próxima vez.
– Oh, no se preocupe – traga saliva antes de explicar su situación sin ofender a la señora -. No voy a venir más, yo no estoy enferma.
La anciana la estudia de arriba abajo sin disimulo.
– Entonces, ¿qué haces aquí?
– Confirmar el resultado de unos análisis.
Dicho en voz alta suena ilógico, no obstante, es la verdad: solo accediendo a esta cita ha conseguido que su madre la deje tranquila, que entienda que unos niveles bajos de hierro no significan nada grave. Comprueba el reloj como excusa para romper el contacto visual con su vecina, y descubre horrorizada que lleva veinte minutos esperando, minutos que podía haber aprovechado para entrenar en el gimnasio. No le gusta saltarse la rutina de ejercicios que ella misma ha diseñado pero, a este ritmo, hoy va a ser imposible cumplirla: mañana tocará sesión doble.
– ¿Mónica Sánchez?
Se levanta como un resorte cuando escucha su nombre. De hecho, lo hace tan rápido que se marea. Últimamente se sofoca a menudo por culpa de la anemia. O de los malditos kilos que cuelgan inmisericordes de sus huesos.
– ¿Mónica? Adelante.
En la consulta también hace frío. La doctora, una mujer de unos cuarenta y cinco años, debe de estar pasando la menopausia, porque lleva una camiseta de tirantes y tiene la ventana abierta, aunque la cierra en cuanto capta con el rabillo del ojo el escalofrío que recorre el cuerpo de Mónica. La invita a sentarse en un sofá y ella la obedece con cuidado para no dejar caer su peso de golpe. La mujer se acomoda enfrente: no hay ni rastro de la sonrisa que parece imperativa en el resto de trabajadores de la planta.
– ¿A qué has venido, Mónica?
La joven se revuelve, incómoda. Se ajusta el jersey para no dejar las muñecas al aire: odia ese vello oscuro y denso que le está creciendo en los brazos. Y en las piernas. Y en la barriga. Por toda la piel, en realidad.
– Me hice análisis de sangre y algunos indicadores salieron un poco bajos.
La doctora enarca las cejas.
– No soy médico de atención primaria, no puedo ayudarte con ese problema.
– Eso digo yo, y es lo que quiero que escriba en su informe: que no pinto nada aquí. Así empezarán a tratarme de verdad.
Cruzan miradas durante un rato. Mónica, que ha localizado al entrar el reloj de pared, cuenta al compás de la aguja los segundos que pasan. Tac. Tac. Tac. Uno, dos, tres… hasta veintinueve. Veintinueve: las calorías de un yogur desnatado. No, no, no te distraigas, sigue contando.
– No me has entendido, Mónica – la sanitaria por fin interrumpe la agonía -. No puedo ayudarte con ese asunto, pero sí soy la persona adecuada para ayudarte.
– ¿En qué quedamos? – replica de malas maneras. Se está enfadando, aunque no sabe por qué.
– Estás enferma.
– Claro, ya se lo he dicho – “¿es que es idiota?”.
– Sin embargo, tu dolencia no es la que tú crees – se levanta y, desde el otro lado del despacho, desde donde Mónica no puede verla, pregunta -. ¿Cuánto mides?
– Uno sesenta y cinco.
– ¿Y cuánto pesas?
– No lo sé – contesta, ahora sí, con absoluto desdén.
– Perfecto: tengo una báscula.
Se acerca de nuevo al centro de la oficina y coloca en el suelo un peso de baño como los que hay en cualquier casa. Mónica, sin moverse de su asiento, contempla alternativamente a la doctora y al aparato, asqueada de que una supuesta profesional intente dejarla en ridículo. Coge la mochila para marcharse de la consulta sin mediar palabra, pero su contrincante adivina el plan.
– Me había dado la impresión de que eras más valiente que eso.
Gorda, sí; orgullosa, también. Suelta sus pertenencias dispuesta a demostrarle que no puede reírse de ella tan fácilmente, preparada para ignorar el número que vomite la pantalla. Se quita los zapatos y se sube a la máquina sin apartar los ojos de la melena teñida de su rival hasta que es ella quien le devuelve la mirada. No obstante, no sonríe, no se mofa; parece más bien que sufre una profunda pena.
– ¿Por qué no le echas un vistazo tú misma?
“Porque no quiero”.
“Porque no me da la gana”.
“Porque me repugna”.
“Porque me da miedo”.
Pero no puede expresar nada de eso en voz alta, así que, rendida, inclina la barbilla hacia el pecho para comprobar el resultado.
Treinta y tres.
Traga saliva de nuevo, la poca que le queda en su boca repleta de llagas, y eleva la cabeza con altivez para enfrentarse a la doctora, que le señala los sofás en los que estaban sentadas hace unos instantes.
– ¿Empezamos?

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