Mi euforia se desplomó expandiéndose en infinitos fragmentos como una bomba atómica al hacer contacto con alguna materia.

No recuerdo el tiempo exacto que estuve inmóvil deseando que los fantasmas que estaban de moda a mi alrededor desaparecieran como un soplo ansioso en una tarta de cumpleaños. Entreabrí mi pupila acongojada y fruncí el ceño casi por impulso al notar un intenso dolor en el hueso frontal de mi cara.

—Cómo escuece—… Murmuré en voz baja.

Quise erguirme de ese estúpido suelo lleno de latas y de cáscaras de plátano mohosas pero mis brazos debilitados me hicieron retroceder.

Tenía once primaveras cuando nos mudamos a Madrid. Mis padres querían cambiar de aires a un lugar donde primaran los colores, pero el caso es que a mi siempre me gustaron los paisajes en monocromo. Los fantasmas empezaron a aparecer por las noches, cuando más profundo era mi sueño, adentrándose en ellos y tejiéndolos como una tarántula dispuesta a zamparse al roedor más débil que se encontrara a su paso, es decir, yo.

Mi alimentación se volvió ausente por los agudos dolores de barriga y las náuseas que me provocaba el hilo tenso que me asfixiaba cada vez que intentaba cortarlo con mis manos vacías.

—Pablo, después de comerte el bocadillo tómate estas pastillas. Voy a entregar unos papeles, haz los deberes—.

Mi padre me vio vomitar por casualidad varias veces y decidió llevarme al médico, de ahí las dichosas pastillas. Su vida era como un abanico a 35º en una romería de Sevilla, no tenía tiempo para darse cuenta de lo que sucedía en casa. Mamá, a los pocos meses de venirnos decidió colgar una cortina opaca en el salón y nunca más volvió a correrla.

—Se esfumó—, papá dice que se marchó a buscar la felicidad, y que ahora la cama grande sería para nosotros. Ese cuarto fue como mi cámara de los secretos, mi escondite cuando le abrazaba, aun cuando venía a dormir casi a la hora de despertarme. Una mañana, lavándome la cara en el baño con el agua de enero, vi una cajita con pinturas gastadas de usarlas mamá, y decidí guardarlas debajo de mi antiguo colchón para cubrirme el color morado que sobresalía de mi piel caucásica.

Cuando llegaba al colegio tenía la misma sensación que Frodo al ver por primera vez el Monte del Destino. Me encantaban esas películas de fantasía, y como él, tenía pánico a sumergirme en la cueva que me inundaría cada día en llamas. Como si se tratase de algo ineludible, cada jueves tocaba estar media hora encerrado en el cuarto de la limpieza a la hora de comer. Nadie me echaba de menos, era el chico invisible de ojos azules que imaginaba ser rescatado de esa pared de cemento. Acostumbrado, escondía una pequeña linterna y un libro de ficción que me llevaba lejos de aquella constante pesadilla.

¡—Eh, memo, levántate antes de que incruste mi pierna en tu barriga—!

Salí como un sabueso con el rabo entre las piernas, temblando como las placas tectónicas antes de sacudir una ciudad entera.

—Riiing—

Todos se desbocan como si estuvieran en una maratón de Nueva York, menos yo, que me quedaba aterrado por si al alejarme una sombra lograba atravesarse en mi camino. Mi refugio se encontraba a unos veintidós minutos caminando, catorce si lo hacía corriendo… Las arrugas de mis comisuras empezaron a dilatarse antes de llegar cerca de mi calle, alguien me esperaba como cada tarde puntualmente.

—Amber—, musité.

Nos conocimos cuando éramos dos críos prácticamente de la misma edad, con diferencias que en aquel entonces se escapaban de mi inocente infancia. Mis padres me la presentaron al cumplir los seis años. Me acuerdo que ese invierno nevó tanto en Segovia, que en un mismo día pudimos hacer tres muñecos de nieve y ver un maratón de películas Disney del tremendo resfriado que cogí estrujando la masa sedosa que fría, bajó mis defensas.

Ella constantemente me alentaba a ser valiente, a plantarle cara a la cobardía que me impedía atravesar el muro de piedras que cada vez más grande se hacía. Me agarraba de la camisa y me lanzaba hacia los fantasmas, pero estático, yendo al lado contrario arrastrando mis zapatos, buscaba quedarme en el mismo punto de partida.

—Tu no lo entiendes Amber. A ti nadie te apalea, ni te escupe, ni te encierra, ni te rompen el dibujo que llevas haciendo durante horas—.

¿—Alguna vez se han reído de ti por leer un texto tartamudeando—?

Tu eres osada, y solo te encanta jugar a la pelota.

Amber me miró confundida, terminando la conversación con un fuerte ladrido.

Nunca se separaba de mi lado, me hubiera encantado llevármela a la escuela para ahuyentar a las sombras que me hacían tanto daño. De lejos ya percibía mi olor, y sentada, junto a la orilla del pasillo esperaba el momento en que la llave sonara dentro de la ranura para abrir la puerta lanzándose a por mis miedos partiéndolos en pequeños pedazos, uniéndose de nuevo automáticamente.

Un sábado de primavera, a tres semanas de que acabara el curso y con el sol ofreciendo su máximo reflejo amarillo, decidí luchar contra la injusticia, ser el héroe de mis comics favoritos, pero en esta ocasión, no estaría solo. Eran las 12:20, sabía que ellos estarían en alguna callejuela asustando a los intrépidos ilusos que salían a divertirse un rato.

—Vamos Amber, ¿estás preparada?—.

Cuando conseguí divisarlos mi garganta absorbió de un porrazo la saliva que por el trayecto no pude tragarme. Las ideas se me congelaron, la mirada se empezó a empañar de silencios fatales.

Mi fiel compañera me espabiló con un lametazo. Era una pastora alemana que pesaba como una cabra de las que solía dar de comer cuando íbamos al pueblo a ver a los abuelos. Me acerqué a mis delirios dispuesto a devorarlos.

Había llegado al callejón lleno de latas y de cáscaras de plátano mohosas, me arrojé hacia ellos tratando de salvar lo que quedaba de mis alas quebradas con tanto ímpetu que no me dio tiempo de articular palabra alguna. Sólo oía los gritos de aquellos chiquillos pegándome. Amber hizo que pararan, intimidando sus puños nocivos con gruñidos amenazantes.

Al cuarto intento conseguí levantar lo que quedaba de mi euforia, y casi apoyándome en cada oportunidad que tenía en el lomo de Amber, llegamos a casa. Me quité la ropa con gemidos distorsionados y me di una ducha de agua caliente. Saqué las pinturas y me coloreé los cardenales.

Papá estaba en nuestro cuarto aspirando despacio la vida que le quitaba su trabajo.

—Pablo, hoy duermes en tu cama, tengo que quedarme hasta tarde con el portátil y no quiero que te quedes despierto—.

Mientras me lavaba los dientes me destapó la cama esperando a que llegara, me acosté rápido para que no notara mis magulladuras y a duras penas le di un abrazo. Mi amiga estaba echada al lado de la mesa de noche, así que dejé caer mi brazo y me regaló un lengüetazo entre los dedos frágiles de mi mano.

—Dame un beso y duérmete—, y con un adiós lento se alejó cerrando la puerta despacio.

La oscuridad envolvía el ambiente, las rendijas casi no dejaban entrar las líneas de la luna, y el murmullo del viento inerte no me permitían cerrar los ojos. Tapado hasta la nariz el miedo de nuevo me apretaba. En vano, y anhelando que mi padre estuviera allí, susurré con voz afónica…

—Dormiría, pero la sombra de la esquina no deja de mirarme—.

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