Como un niño pequeño, Mauricio imaginaba esa mujer que le había llenado el alma. Daba vueltas y vueltas sin dejar de pensar en ella. Quería conocerla, quería hablarle, acariciarle, morderle la oreja para observar su sonrisa. Llevaba tiempo hambriento y aquello significaba la rendición total ante la máxima expresión que pueda existir en el amor.

-Apenas la conozco y ya sé que es ella.

No estaba nada confundido, lo tenía tan claro que no le importaba saber que aquella necesidad no la conseguiría saciar nunca. Ella se marchaba y les separarían miles de kilómetros de distancia. Un adiós que no duele, que no atormenta. La calma reposaba tan grandemente en su interior al pensar en ella, que no existía pasión hiriente. Se entregaba a la necesidad de contemplarla.

-¡Quiero hacerle la mujer más feliz del mundo!

Mauricio se batía contra la falsa creencia de que el amor requiere posesión y compromiso. A ella le aterraba y confundía los acercamientos de éste con esa vana idea. Él solo quería hacerla feliz; disfrutar de largas conversaciones sobre sus respectivos pasados y sus inquietudes futuras; sus frustraciones, sus alegrías y sus anhelos. Era una mujer virtuosa, de costumbres rectas y tradicionales, de mirada profunda y moderna. Te destrozaban sus andares; cautelosos, prudentes, sabios, conscientes de lo que no se ve. Su sensibilidad dibujaba una esfera blanca y clara, en la que la maldad se hacía añicos.

-Solo quiero pasar tiempo contigo.

Era la primera vez que conocía el enamoramiento intelectual, en el que solo se pretende descubrir las palabras que oculta la mente de la otra persona. Conocer su vocabulario era lo que más entusiasmaba a Mauricio. La escuchaba. Sus palabras le parecían motivos musicales. Sus respiros, silencios llenos de melodías. La miraba respirar. La veía sonreír. Eso era lo que más feliz le hacía.

-Solo quiero que estés bien.

No necesitaba contacto físico; besos, cogerla de la mano. Solo saber que estaba tranquila. Eso era lo máximo a lo que podía aspirar este joven latino de sangre apasionada. Intentaba decírselo con la mirada cada vez que conseguía rozar sus pupilas con las de ella. No había manera. Se mantuvo al margen para no romper la delicada belleza que poseía, para siempre desde entonces, en su recuerdo.

La distancia se hizo realidad. No fue tan duro. Aunque sentía un vacío leve pero constante en su alma, el relato diario de Mauricio no era desagradable. Era estéril, simplemente, una vida llana en la que la palabra «suficiente» latía con total normalidad.

Mauricio se levantó descansado, había conseguido respirar desde el corazón, como hacía tiempo apenas sentía. Había pasado ya largo tiempo desde la última vez que se vieron. El imaginario emocional de Mauricio había escondido todo lo que podia recordarle a ella: canciones que solían cantar juntos, palabras desafortunadas que cortaban el frío, paseos llenos de deseo por el lago. Ya no pensaba en ella, después de mucho tiempo, su vida recobraba normalidad intelectual y equilibrio, algo que a un Ser como Mauricio le suponía todo un reto.

Un humano con mezcla de adrenalina y pasión en sus venas. Una persona sensible, capaz de respirar por entre los gestos de los demás y extraer conclusiones más que válidas. Un Universo en el que florecía cualquier ente de la nada, con tan solo alguna mirada, alguna palabra, notas musicales, sonidos y silencios; sobretodo silencios. Para este jóven latino los silencios hablaban desde el alma, los silencios nunca mentían. Los silencios. Mauricio solía pensar que para romperlos mas valía decir algo bonito, pues era tan grande el significado de éstos que interrumpirlos suponía, por necesidad, superarlos en intensidad y humanidad.

-Los silencios hablan sobre el Universo y la Vida.

Miró su teléfono móvil y se le congeló el alma. Era ella. ¿Habría escrito un mensaje igual a todos sus contactos? ¿Se lo habría personalizado para él? En cualquier caso, a pesar de no celebrar la Pascua, le contestó como si lo hiciese, aunque salvando las distancias. Federica.

No había persona en el mundo que revolviera tanto su estómago como ella. Federica. No existían ojos que quisiera ver tanto como los suyos. Federica. Federica. Imágenes y más imágenes, recuerdos fútiles cruzaban por su mente como si de un Gran Premio se tratara. Todo lo que rozaba ese nombre, esa persona, lo exponenciaba hasta alcanzar el ridículo. Federica era su Universo y sus ojos la ventana por la cual él observaba el mar, las estrellas y lo inexplicable. Un telescopio teledirigido hacia su corazón, hacia lugares recónditos de éste, puñados adimensionales que manifestaban tormentas cuando observaba el mundo a través de las gravitatorias pupilas de Federica. Federica. Una personalidad valiente que daba sentido a todos los fenómenos Universales.

-No es amor, no puede ser amor tanta fantasía. Es mas bien un camino, un fanal en medio de un basto océano que te guía, que al buscarlo te pierdes pero todo cobra sentido absoluto. No hay dudas ni explicaciones ni razones firmes. Abundancia. Federica.

Se sentó abatido, por fin, asumiendo y buscando el confort en ese descontrol. Lo encontraba a veces, durante unas décimas de segundo que le servían de respiradero. De lo contrario, ya hace tiempo que habría estrechado la mano a la muerte.

-No es amor, no puede ser amor tanta estupidez. No puede ser amor tanto desmayo sensorial. No puede ser amor tanta parálisis racional. No puede ser amor. Federica.

Mientras tanto las horas pasaban, los días, los años; en cápsulas de décimas de segundo. Mauricio y Federica envejecían alejados, dejando que la distancia hiciese justicia, apartando el deseo y asumiendo que eran demasiado humanos para mirar por la ventana juntos. La vejez les hizo olvidadizos por necesidad, sabiendo ambos que en otro Universo, teniendo una forma distinta, quizás siendo dos granitos de arena, serían capaces de llevar a cabo esa atracción inexplicable. Formando parte de un desierto gigante, a lo mejor podrían encontrar paz al estar el uno enfrente del otro y compartir el paso del tiempo, por fin, como estaba escrito que lo hiciesen: aferrados.

-Federica.

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