Un golpe de mar enmudeció a través de la ventanilla y me sacó de un sueño lúcido. Mi madre hacía ascender con maestría el ajado polo de mi hermano por la carretera empinada. Desde el asiento del copiloto, una entramada de pinos obstruía la vista al mar. No obstante, el hogar tiene una cadencia que no se intuye con los ojos, ni con los oídos, sino si acaso con la piel y la lengua y de seguro, con los huesos.

Me hubiese gustado abrir la ventana para sentir, por una vez, el Garbi y el eterno ulular de las palomas que habían mecido las siestas de mi infancia y que lloraban aquella tarde de jueves, con más razón que cuando lo habían hecho al despedirme unos meses atrás; pero me ardían las sienes, la frente, la nuca y hasta la coronilla, y semejante capricho nostálgico sólo empeoraría el dolor. Aquella cefalea había de ser la hija del último aliento del mal de altura que había estado sufriendo las últimas dos semanas y del mezcal que había bebido la noche anterior en aquel antro de Ciudad de México, donde hice escala.

Mi madre conducía fingiendo prestar atención a un camino que le pertenecía, como lo hacían las moras que alcanzábamos a través de las vallas, los atardeceres de invierno desde el bar capitán Haddock, los piñones en los jardines sin alquilar y el óxido de las hamacas abandonadas. Reparé entonces en que mis padres tendrían también que dejarme un día y entonces sería yo la dueña de todo. Ellos no habían comprado más que un pedazo de tierra y yo sería única heredera de una invernal fortaleza de sal y ausencias.

Casi simultánea fue la revelación de que todas las experiencias de los meses anteriores no tenían ya ninguna importancia. Las Américas, los viajes hediondos en autobuses interminables, las ampollas estalladas en los pies y los sucios platos de arroz y papas eran ahora parte de un pasado del que sólo hablaría a mis hijos a escondidas de sus abuelos.

Hacía más de un cuarto de año que había puesto rumbo a Sudamérica con la intención de hacer un viaje oval que habría de empezar y acabar en la Patagonia chilena. Las malas nuevas me habían sorprendido en un resquicio de cobertura en los Andes, en mi peregrinación a Choquequirao.

Había llegado al Cusco dos semanas antes y, en cuanto abrí la puerta de la pensión sentí el peso de una ausencia ajena. La casa de huéspedes, no obstante, estaba, conmigo, llena. Además de un grupo de brasileños y una extraña pareja formada por un estadounidense anciano y una niña de acento incierto, vivían en el piso también los mesoneros: el gordo, su mujer y la hija de estos, que se pasaba el día en pantuflas, con el iphone en mano, deambulando siniestra del baño a la cocina y de la cocina a su habitación.

  • -Danielita, se encarga de las redes- me dijo su madre una vez.

“Y parece atrapada en una de araña”, pensé yo.

De manera automática, me apeé para abrir la puerta del jardín. Mi madre y el coche me adelantaron, mientras recorría los últimos metros a pie. En lugar de aparcar en el garaje, como tenía acostumbrado, lo hizo frente a la puerta y entramos a casa por la cocina. En el salón nos esperaba mi padre, arrojado de cualquier manera en su butaca, mirando la televisión sin volumen. Ponían una película de West Anderson y él me saludó levemente, asintiendo con la cabeza. Le di un beso en la frente y fui a dejar mi mochila.

En la nevera no había estrella. Oí a mi madre detrás de mi.

  • -¿Dónde está Luis? -Le pregunté.
  • -Navegando.

La primera noche que pasé en Cuzco pedí una sopa de verduras y me sirvieron una de pollo. No pude siquiera quejarme, el soroche me cercaba la garganta. Más tarde, aterricé en mi cama agotada, pero no conseguí quedarme dormida. Debí de ir una decena de veces al baño e invariablemente encontraba al gordo sentado delante de otra televisión silenciosa y con pupilas de zorro rojo. Puede que pensase que yo no era más que un fantasma. A la mañana siguiente, sin embargo, había recuperado mi materialidad. Sobre la mesa del desayuno me esperaba una jarra de jugo y dos fuentes inundadas de pan y aguacate.

  • -Al toque está el café. Pruebe la palta. Tenemos una plantación en Limatambo. Está bacán -me incitó la mujer.
  • -Del trabajo me las piden como cancha. Las usan de remedio- añadió el gordo-. Otros echan fertilizante a la tierra, pero la Pachamama sólo da lo que recibe. Otras paltas las abres y están negras, pudriditas nomás. Pero esta no…no, esta es toda verde.

Cogí un aguacate, lo corte por la mitad y saque el hueso con el cuchillo. Hincando la cuchara, lo despojé de una fracción de sus carnes y me la llevé a las fauces. Efectivamente, bacán. Cuando me sacaron de la sierra peruana, me robaron también aquel manjar verde.

Revolcándome de nuevo sobre mi alfombra, me dio la madrugada. Sería el jet lag, pero encadenaba ya quince días sin dormir más de una hora seguida. Una neblina azul fantasmagórico me empapaba los ojos picajosos y no conseguía siquiera reconocer si era prosa o verso lo que leía. Empecé a pasear por la casa, mi padre seguía en el salón y conversaba con mi hermano acerca de las subidas y bajadas del IBEX 35. Quise entrar a saludarle, pero no me atreví a interrumpirles. Volví a la nevera, los botellines de estrella seguían sin aparecer y el último trozo de mató se estaba volviendo añil.

  • -¿Saben como puedo llegar a Choquequirao? -les pregunté, recuperada de mi particular síndrome de Stendhal, la mañana después de volver de Machu Picchu.

El gordo clavó en mi sus ojos chinescos y me oteó como no lo había hecho ni el día de mi llegada.

  • -¿Dónde oíste de Choquequirao? -preguntó sospechoso.
  • -Leí un reportaje.
  • -Parto mañana para Cachora. Desde allá son dos días de pura pendiente.
  • -¿Puedo acompañarlo?
  • -Si gusta -concedió, retirándome la mirada.

La luz de la piscina se colaba por las rendijas de las persianas y proyectaba su lujo excéntrico y fluctuante sobre las paredes de mi habitación, incitando a la zambullida. Nadaba por fin, cuando mi hermano emergió de las profundidades cloradas.

  • -Te he echado de menos, peruanita -dijo deshaciéndose en un abrazo flotante.
  • -No he estado tanto tiempo como para que me den el pasaporte -reí, mientras Luis se escurría de nuevo.
  • -Pero te has perdido tantas cosas -contestó triste, subiendo las escaleras de la piscina.
  • – Ya, me tienes que contar por qué lo hiciste.

Mis palabras lo atravesaron y lo adelantaron, guiándole en su camino de vuelta a la playa.

La primera noche la pasamos en Cachora, en casa de una cholita, prima de uno de los miembros de aquella ministerial peregrinación. Todos eran funcionarios, peruanos y hombres, menos yo. El día siguiente desayunamos una quinoa dulce y gelatinosa en vaso y nos marchamos temprano. Anduvimos casi todo el día cuesta abajo hasta llegar al punto donde habíamos de pernoctar. Acampamos todos menos el gordo, que se había quedado atrás y seguiría caminando por la noche. Cuando el sol me recriminó el insomnio, hacia ya tiempo que nos había adelantado.

  • -¿No le dan miedo los caminos por la noche? -abordé a un colega suyo, pensando en pishacos.
  • -Más terror le da jatear. De puro frío se le murió su bebé por la noche -uso para contármelo un tono tan hueco como el que había empleado la tarde anterior para anunciar cuál era el relleno de los bocadillos.

Me imaginé al gordo insomne llorando entre la penumbra de las piedras sin parar de caminar y, antes de terminar de levantarme, eché a andar, con el único objetivo de consolarle.

Los bollos que la Neus nos había traído para desayunar eran ladrillos de un muro infranqueable frente a la foto de mi hermano, que, enmarcada en ébano, se erigía en el otro extremo de la mesa. Mientras ella ya faenaba en la cocina, en el asiento contiguo, mi madre mareaba silenciosa el café con leche, esperando a que se enfriase, a que se pasase también la hora de la cena o a las dos cosas. Yo miraba más allá de la ventana: las ramas al otro lado dejaban un precioso hueco, lleno de mar. Mientras las olas iban y venían, yo distraía una premonición terrible, pensando en aguacates y montes, y haciendo trizas un croissant.

Lo alcancé sobre la hora de la comida. Los dos insomnes estábamos solos. De pronto, se sentó y buscó en su mochila.

  • -Ven, flaquita. Toma una palta, que estas curan todo menos los disgustos que todavía no te ha dado la vida.

Se lo agradecí, me senté a su lado y partí un trozo de pan para darle la mitad.

  • -Sé lo de tu hijo -le confesé. El gordo se encogió de hombros.

Seleccioné la hoja adecuada de mi navaja suiza, cogí el aguacate, lo corte por la mitad y saque el hueso con el cuchillo. Mientras trataba de aplastar sobre el pan la carne que previamente había extraido con una cuchara, vibraron las tripas de mi macuto. Preparé y engullí el emparedado primero y luego saqué el móvil: un SMS de mi madre. Lo leí. Unos minutos después el gordo movía su manota a pocos centímetros de mi mirada perdida como si se me estuviese precipitando a una pesadilla de la que pudiese de ese modo arrancarme.

Aquella mañana al otro lado del muro de bollos y de la foto exánime, era mi padre el que agitaba los brazos furioso. Con cada sacudida de sus miembros superiores, la abundante grasa subcutánea organizaba en su vientre desnudo un vívido oleaje.

  • -¿Acaso cogiste ayer el coche de Luis para recoger a la niña? -rugía a mi madre. La niña seguía siendo yo.
  • -¿Qué coño querías que hiciese? -mi madre rompió a llorar-. El mío está estropeado y no me decías dónde estaban las llaves del tuyo.
  • -¿Cogiste el coche en que se mató tu hijo? Eres una puta enferma -el insulto de mi padre se extinguía como un bermellón. Yo seguía mirando el mar, intentando distinguir las cenizas de Luis
  • -¿Qué culpa tengo yo de que mi hijo se suicidase en el garaje? -sollozaba mi madre.
  • -La Pachamama te da lo que recibe, pero el mar lo engulle todo… -murmuré. Pensaba en la pena del gordo, que conocía todos los continentes, y en si habría enterrado a su hijo en las alturas. Yo no habría de heredar en aquel imperio de sal una tumba para mi hermano.
  • -¿Y tú qué dices? -me espetó mi padre-. Siempre a tu puta bola -culminó, arrojando un día más su peso la butaca y encendiendo la telévisión muda.
  • -Alguien tiene que ser normal en esta casa -se engañitó, histérica, mi madre-. No podemos ser todos unos locos insomnes.

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