La única verdad que puedo ver

El espectro ha venido por mí

Spectre – Radiohead

Estoy de pie ante un público anónimo.

Ellos, resguardados en la oscuridad, vistiéndose a duras penas con las luces bajas del salón, mantienen un silencio que acentúa la sensación de soledad. Por ese breve instante, concluí que es verdad. La ausencia de los rostros sentados ante mí, envueltos en una expectativa ajena a mi conocimiento, me hizo recordar algo que mantuve distanciado de mi vida: la innata soledad con la que todos nacemos y que nos hacen olvidar a medida que la comunión de la sociedad nos engulle.

Tengo miedo de hablar sobre lo que ellos quieren escuchar, miedo de decepcionar a un montón de desconocidos. Sobre todo, que ella escuche mis palabras y se reconociera en cada letra, en cada sentimiento y en cada suspiro. ¿Sentiría algo? ¿Me recordaría? ¿O para ella solo sería un objeto más en un anaquel de exhibiciones regulares? ¿Se decepcionaría o se alegraría al darse cuenta de lo poderosa que fue su presencia en mi vida?

Respiro. Trago saliva. Veo una vez más a los silenciosos espectadores y con el corazón encogido por los antiguos recuerdos, leo:

“Mierda, es hermosa, ¿por qué me resulta irresistible ahora?

Piensa en lo que pasaron juntos, pocos momentos que, en estos instantes, donde la vaga seguridad de lo que se aproxima lo convierte en un manojo de nervios, poseen un valor y una belleza que le resulta agotadora. Tan solo verla caminando entre la multitud, cabizbaja, sumida en las palabras que la acobardan, le roba el aliento. Él desvía la mirada, interesándose por el panfleto que ensucia la calle:

¿Hombre sin fe? ¡Ven con nosotros y compra una nueva!

Desea comprar un momento que no fuera este, compartirlo con ella e intentar recobrar lo que él nunca se esforzó en construir. Se siente como un imbécil, por el simple hecho que, a pesar de ser un evento inevitable y del cual conocía su proximidad, le tomó por sorpresa. Quizás sea como la muerte, piensa. Respira profundo, nervioso, y devuelve su mirada a la chica que, sin saberlo, le produce un vacío en todo el cuerpo con solo anunciar su advenimiento.

Quiere enfocarse en las cosas que ella le dice cuando se sienta a su lado, sin embargo, su atención recae en los rasgos que embellecían su rostro, en las cosas que nunca vio con claridad cuando todo parecía seguro. Ahora que la pierde, se aferra al deslumbrar de su presencia. ¿Por qué esto? ¿Por qué apreciar las cosas cuando la muerte las reclama? Solo tres palabras bastaron para silenciar el mundo: No podemos seguir.

Es joven, por lo tanto, las palabras tienen un peso mayor debido a su melancólica alma.

La tarde cae sobre ellos, arropándolos con una nostalgia dorada; los transeúntes caminan sin prestarles atención, sin percibir que, en su indiferencia a los pequeños actos de la vida, entre ellos nace una chispa que incendiará las decisiones que tomen de ahora en adelante; estos instantes, disminuidos por el ruido de la ciudad, eran lo que más fortifican el sentido de vivir.

Asiente, enmudecido, ella sonríe y él se desgarra por dentro.

Su partida es un proceso que analiza con cuidado: la ve levantarse, besar con delicadeza sus labios y despedirse, sin mirar atrás. Observa su sombra bailando en el pavimento, temeroso de levantarse e ir tras suyo. No quiere hacer eso, tiene miedo de hacer el ridículo y parecer un sujeto irracional. Ella tiene razón, no le ha dado nada en lo que aferrarse en el tiempo que estuvieron juntos. Por razones absurdas, él nunca compartió la pasión de ella durante los primeros besos, las caricias y sus conversaciones a baja voz en la oscuridad. ¿Por qué ahora? Es una pregunta que no tenía una respuesta en esta época de su vida.

Desvía la mirada de la sombra y se centra en ella, viendo como el único recuerdo de la chica, mezclándose con los crecientes sentimientos en su interior, es su espalda. ¿Dónde están sus ojos para hacerle saber que en verdad le había querido?Si tan solo le dedicara una mirada como despedida, él…

Suspira, para su sorpresa, cuando se pierde de su vista.”

Un quejido me sobresalta, me detuve en seco imaginando cuestiones que no poseen lógica. ¿Ha sido el ahogo de un llanto? Mi corazón se acelera, evocando para mí su presencia entre los silenciosos espectadores. Una sombra familiar está cercana a la puerta de salida. Mis manos tiemblan al percatarme de un pequeño brillo encendiéndose en la lejanía, ¿puede ser acaso tan intenso como para manifestarla? Ella estaría observando, distante, como en aquel entonces.

Me avergüenzo al sentirme expuesto, vulnerable ante la idílica pasión primeriza que caracteriza esos años intrincados de desamores, incertidumbres y ensoñaciones. Verá que no he crecido, ensimismado en un pasado que se extinguió junto con las primeras auroras del firmamento, mientras su vida se ha movido y es feliz con alguien más. Bajo la mirada al libro abierto, a esas letras por las cuales la invoco cada noche, los pensamientos rumiantes ascienden con lentitud. Mi voz es nerviosa:

“Tiene pensado pensar en todo, pero no puede. Es como intentar ver en la profundidad del océano. No se ha sentido así jamás por una mujer, o no al menos, en tales grados de intensidad. Esta normalidad le irritaba.El calor del atardecer iba desapareciendo, trayendo consigo un frío ambiente de un pesado tono azul. Las luces de los negocios ya estaban encendidas.

Se incorpora, sin que nadie le preste la más mínima atención, y camina de regreso a su casa. Enmudecido y consternado. El sentimiento que experimenta se extiende más allá de la tristeza, erradica, con ahínco, en la incomprensión de los sentimientos que produce escucharla, verla y pensarla ahora que su presencia se convierte en un fantasma que habitaría las esquinas oscuras de su mente. Sólo han pasado un par de minutos y la extraña con fiereza.

Mierda, mierda, mierda, piensa él.

Semanas atrás, hizo empleo de la normalidad lejana al sentido común. Dejó a un lado las incontables observaciones de cómo deben ser las cosas y comenzó a despreocuparse, como le habían dicho: razona menos, siente más. Ese pequeño consejo, dado con toda la buena intención, provocó esta situación. Quizás si se fuese limitado a entender lo que siente, no estaría derrumbándose con cada paso que daba. ¿O ese había sido su mayor error?”

La pregunta emergió de la nada, trayéndome del trance de su recuerdo.

—¿Alguna pregunta que el público quiera hacer? —la voz, monótona y fría, proclama desde algún lugar desconocido su sentencia.

  • ¿Cree usted en el amor?

La pregunta emerge de la nada, revelando el interés de algún lector anónimo, experimento un escalofrío.

Mis palabras, adentrándose más en su recuerdo, son lo único mío que siempre le pertenecerán:

— Pretender que se conocen o se puedan controlar las dimensiones de los sentimientos no es cuestión de hombres, sino de dioses, porque han de ser ellos los que amen sin razón, sin arrepentimiento, sin mortalidad, pero, en su condición efímera, el hombre, ha de presenciar el deceso de lo bueno, lo perdurable y lo hermoso, y ha de estar su amor limitado a los confines de su historia.

Guardo silencio. Pensando que, ahora, ella esta tan ausente como lo estuvo ese día. Y que, a final de cuentas, este momento no es nuevo, es el mismo, con los mismos espectadores extraños, los mismos sentimientos, el mismo abandono por su parte, la misma sensación de que todo se desmorona. Han sido diez años los que siguieron tras esa parpadeante ruptura y, en estos momentos, con mi novela en manos, un éxito creciente y una familia esperando en casa, sigo sumergido en ese temor ocasionado por un hecho tan simple, humano, que, estando ausente en su despedida, me resultó monstruoso.

— En la medida en que cada persona crece y va adquiriendo y conservando recuerdos, son los melancólicos (aquellos que nos revelan nuestra condición más íntima), los que perduran en su mayor intensidad. La felicidad es fácil de olvidar, por lo tanto, siempre se está en su búsqueda, pero el dolor, la agonía creadora de un momento, no varía con el paso del tiempo; aunque se olvide por qué dolía, la sensación permanece. Y por mucho que estemos indagando en nuevas formas de satisfacernos, distraernos o formalizar una vida idealista sobre el amor, anhelamos el desgarro de la tristeza. Al darnos cuenta que lo creado por nuestras manos para mantenernos felices va perdiendo significado y a medida que percibimos la ilusión de la vida perfecta o correcta, nos conducimos, inconscientemente, hacia el abismo. El terror del vacío que surge al no saber lo que existe, lo real o lo verdadero.

Alguien se levanta y, fugaz, la reconozco, camina (flota) hasta la puerta de salida y bajo la luz roja, envuelta en sombras, permanece de espaldas, luchando, cual espectro que emerge del olvido para reclamar otra parte de mí. Mi terror crece, tentándome a correr tras ella, abandonar mi carrera y familia, si tan solo se girara y me hiciera caer en sus ojos.

No miró atrás cuando desapareció tras la puerta.

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