En tierras desoladas de un joven continente situado temporalmente en lo que fué el albor del medievo, convulso por guerras y guerrillas intestinas entre clanes pujantes, se encontraba Tana, una quinceañera trashumante y solitaria con una historia personal que podría catalogarse como dramática.

Nuestra adolescente no contaba más de diez primaveras cuando su poblado fué funesta y cruelmente atacado por un clan barbárico que destruyó todo cuanto hasta el momento conocía. Ninguna adivina ni tarotista de la época que la tocó vivir podría haberla pronosticado que en aquella primaveral mañana de su niñez, después de irse a recrearse dando de comer a los peces y patos de una laguna cercana a su hogar, encontraría éste reducido a calcinadas ruinas entre las que se encontraban los así reducidos cuerpos de sus padres. Ni siquiera habían respetado la vida de ancianos ni de niños como ella; a partir de ese día las crísis epilépticas que, en un entorno sereno y casi bucólico en el que vivía, pasaban casi inadvertidas se volvieron más crónicas y grotescas, tanto era así que, allá donde iba a buscarse la vida con cualquier trabajillo que pudiera garantizarla dudosos techos y comida caliente (que no eran las más de las veces), después de que uno de sus ataques la sorprendiera públicamente, era expulsada del lugar entre temerosas presignaciones que contrarrestaran y protegieran del «maléfico» influjo de la que, a partir de esos instantes era tomada por una endemoniada.

Las gastadas suelas de sus devencijadas sandalias eran mudas testigas de las tribulaciones de una muchacha forzada a ser adulta antes de tiempo, siempre vagando sin fin sin un destino fijo, sin más esperanza que la de salir adelante un día más, sin otras futuribles expectativas. No había noche en la que no reviviera el dantesco espectáculo de lo que tuvo que observar siendo una inocente niña, de tantas víctimas caídas a fuego y espada y a una más, sola y desamparada superviviente que en tantos momentos hubiera deseado no serlo cayendo junto a sus seres queridos; pero, un día más, Tana tenía que ponerse en camino, preparando sus pobres pertenencias que justo cabían en un nada voluminoso atillo en el que, por no entrar, ni siquiera se encontraba la mermada esperanza. Entonces, en un cruce de un polvoriento camino, encontró a un hombre cuyas trazas no eran mejores ni más atildadas que las suyas. Tana se dirigió a él para saber qué era lo que la esperaba de ahí en adelante. No había cruzado más que unas primeras palabras con él cuando advirtió que era ciego y que, según la dijo, se dirigía hacia una recóndita y afamada cueva en donde vivía un sabio ermitaño que tenía la reputación de milagrero. De tal manera que el hombre buscaba acabar con su perpétua noche; entonces, Tana pensó: «Un milagro es justamente lo que yo preciso, ¿y si… y si pudiera curarme?» Nada tenía que perder así que acompañó al ciego hasta el lugar en concreto donde, advirtieron, se congregaban muchísimas personas porque, al parecer, el anciano ermitaño estaba muy enfermo, tanto que hasta se temía por su vida.

La gente que allí se encontraba se arremolinaba justo a la entrada de la cueva visiblemente contrariados por la situación del viejo Elmar (que así se llamaba el ermitaño), todos habían peregrinado desde indistintos lugares, algunos muy lejanos, y estaban tan o más contrariados que nuestra protagonista que, poco a poco, fué abriéndose paso hasta llegar a un lugar preferente frente a la cueva en la que se encontraban unos fieles y, de entre ellos una mujer alta y desgarbada que parecía ser la portavoz de unas noticias que eran acogidas con pena, tristeza y decepción por la multitud congregada. Sin embargo Tana no se resignó a su suerte, como la mayoría de los que allí estaban, y tremendamente resuelta y determinada, se dirigió a aquella mujer que parecía tener la voz cantante.

– Mi buena señora- la dijo-, tengo experiencia en el cuidado de ancianos y gente imposibilitada, si usted quisiera, por techo y algo de comida, podría ponerme al servicio de quien tanto ha debido hacer por el prójimo en su dilatada vida. Por favor, les prometo que no se arrepentirán, estoy dispuesta a realizar las tareas que a ustedes les resulten más pesadas e ingratas, soy joven, fuerte y no me arredro ante nada.

La mujer, sorprendida por tan voluntariosa predisposición de la muchacha no dijo una sola palabra, no obstante la tomó de la mano y juntas se adentraron al fondo de la cueva en la que Tana pudo observar que su interior era tan austero como la personalidad de quien adentro reposaba, en un estado comatoso, rodeado de sus más próximos, fué entonces cuando la mujer la habló con una voz dulce y musitadora.

– Puede que pronto no tengas a nadie a quien servir, como puedes observar por ti misma, te ofreceremos comida para el camino pero poco más podemos facilitarte, sin embargo, si quieres rezar una plegarias por su alma seremos nosotras las que quedaremos agradecidas.

Tana se acercó lenta y decididamente hasta la cabecera de la humilde cama de paja acercando su boca al oído del anciano susurrándole, muy al escucho, su traumática experiencia vital, su secreto, su sentir y su falta de esperanza al respecto de lo confesado. Entonces, para admiración y perplejo de los que allí estaban, el ermitaño abrió los ojos fijando una gris mirada en los de la muchacha diciéndola:

– Sólo tú, querida niña, no me has pedido un milagro, ni una sanación, sólo tú me has hablado con el corazón sin esperar tan siquiera alguna palabra de alivio llegando al mío como una fresca brisa del amanecer, y tal cosa era la que este pobre viejo necesitaba para reverdecerse superando esta larga aflición que ya duraba demasiado. Soñabas con curarte, bella niña, y has sido, finalmente, la que has curado a quien ya se daba por desahuciado. Interpreto ésto como una firme señal de que aún he de vivir lo suficiente como para tratarte y enseñarte mis secretos curativos que habrán de hacer mucho por ti y por mucha gente durante una generación más; el sentido que has dado a lo que me resta de vida es, a partir de ahora, el que tú encontrarás en la tuya, si así lo aceptas.

Tana no pudo reprimir su emoción, ni sus abundantes lágrimas, aceptando agradecidamente y sabiendo que, posiblemente, se habría encontrado con el comienzo de algo que podría asemejarse muy mucho a la tan anhelada y buscada prosperidad.

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