Los cinco del acosador

Los cinco del acosador

natalia Rubio

04/04/2018

Retrocedí y me di un tiempo para pensar muy bien lo que estaba dispuesto a hacer. Reflexioné. En la esquina de ese restaurante lleno de individuos inconscientes, esperé. En esa esquina sola y abrumadora, plantee mis más sinceros deseos. Esperé que te dieras la vuelta, que me miraras por última vez. Buscaba esa mirada tan misteriosa y peculiar, a esos ojos negros, a medio vivir. El minutero llamo al número cinco, yo perdía mi paciencia. Te quise dar otra oportunidad, llamé al minutero y le pedí cinco más.

Decidí aprovechar esos cinco minutos, ya que podrían ser los últimos, haciendo lo que más disfrutaba hacer. Me volteé, y con mi mente capté la esencia del momento. Un balcón alto, una noche ventosa, un cielo despejado. A la izquierda, Buganvillas en la paredes. Al frente mesas blancas llenas de velas falsas y parejas, probablemente tambien falsas. A la derecha, la vista hacia el abismo, la ciudad iluminada, pero sobre todo, tú. Allí te encontrabas tú en el balcón hablando con tus amigas. Como te veías de dulce, como irradiabas de luz, con que gracia fingías la sonrisa.

Cuatro minutos. Volví mi consciencia al presente vivir. Miré hacia abajo, mocasines limpios, dobleces estirados. Seguía atrapado en esa esquina, tan cerca de la puerta de salida. Mi pantalón estaba recién lavado, sentía sus dobleces acariciando mis rodillas, la pistola en el bolsillo derecho, y los chicles en el bolsillo izquierdo. Se acercaba el momento, el minutero empezaba a susurrar. Entonces pasé mi mano por el bolsillo derecho y suspirando sostuve el arma delicadamente.

Esperando me pregunté a qué sabría el cielo. Cuestionaba lo que podría pasar si ambos cruzábamos la raya. En ese momento, con la pistola en la mano, nada más era cierto. Éramos tú, yo, y el momento.

Tres minutos. Inhalé aire como lo dictaba la pancarta vieja de meditación que encontré tirada en uno de mis paseos vespertinos. Decía que debía sostener el aire en mi esófago, el cual dentro de poco se inflaría dándole a mi cuerpo un sentimiento de parsimonia total. Después tenía que exhalar, dejando salir hasta el último soplo. Lo practique y milagrosamente funcionó, sentía los nervios lentamente disiparse. Crují mi cuello hacia la izquierda. Crují mi cuello hacia la derecha.

Te seguía viendo, esta vez con cuerpo y mente dirigidos hacia ti. No pretendía quitar mi vista de esa hermosa silueta. Veía como el viento acariciaba tus delicados flequillos. Eres todo lo que quiero, eres todo lo que deseo. Y más. Yo soy solo un mundo, tú un universo.

Dos minutos. Con mi mano derecha seguía sosteniendo el arma en mi bolsillo. Esta vez el tic del reloj coordinaba con los latidos de mi corazón, juntos se unían en danza de suspenso. Estabas recostada contra la baranda del balcón, viendo hacia abajo. Pasa una persona, ¿Qué será de su vida? Pasa un perro, ¿Qué será de su amo?

Pensar que hace poco estábamos hablando, que casualmente nos encontramos en esta lejana azotea para disfrutar del cielo estrellado. Me acerqué en el momento que tus amigas se marcharon juntas al baño para decirte lo mucho que admiro tu presencia. –Tienes una energía que arrasa- te dije.

–Gracias- me respondiste sonrojada. Me diste una sonrisa pícara, como esas que da un niño cuando su madre le ofrece su helado favorito.

-Me llamo Lina.

–Lina, que nombre tan hermoso- te dije yo pretendiendo como si no te conociera.- Yo soy Andrés, encantado de conocerte.

-¿Que te trae por aquí Andrés?

-Escuche que había luna llena y pensé que no había mejor lugar que esta azotea para disfrutar de ella.

-Qué curioso, ¡eso mismo hago yo aquí!

Eso lo sabía.

-¿De dónde eres? , Te pregunté, sabiendo que la respuesta era: “Santiago, Chile”.

-De Santiago, pero vivo aquí desde hace dos años. ¿Tú de dónde eres?

-De Barranquilla, en Colombia. ¿Alguna vez has ido? – te pregunté, sabiendo que estuviste visitando los carnavales tres años atrás.

-Sí, es una ciudad muy hermosa, la gente irradia mucha felicidad.

A un costado veía a tus amigas con ganas de acercase a hablarte de nuevo. Sentía impotencia, quería estar solo contigo y escuchar como narras esa historia que tanto conozco dentro de mi cabeza. Me despedí, dejándote saber que podías acercarte en cualquier momento. Volví a esa esquina fría que tanto se quejaba.

Un minuto. Coloque el dedo índice sobre el gatillo y moví el arma rápidamente hacia el interior de mi blazer, al frente del pecho. Allí donde yace el palpitar del corazón coloqué la pistola. Sentía el calor del metal traspasar la camisa de lino. Ya en cualquier momento debía voltear la dirección del arma, dirigirlo hacia tu pecho, hacia tu corazón. Y darte el tiro que tú tantas noches me has dado a mí con tan solo respirar.

Ver como delicadamente te hacías una trenza, luchando contra el viento zumbado, me recordó lo mucho que te quiero. Por un segundo quise voltear atrás, abandonarte para siempre y dejar que tu belleza traspasara fronteras. Pero me sentí débil, me sentí egoísta. Sabía que éramos perfectos el uno al otro y si no estabas dispuesta a ver eso entonces me iría contigo a un sitio donde nos viésemos obligados a pasar el resto de la eternidad en vela.

Treinta segundos, se te acaba el tiempo chiquilla. Con tan solo mirarme por una última vez puedes evitar una desgracia; me das ilusión y abandono mi plan. Miré hacia el cielo, sabiendo que podía ser la última vez que lo hacía. Unas estrellas titilaban más que las otras, parecían gritar de la impaciencia. En tan solo unos segundos podría saber que me deparaba el futuro, si el día de mañana me encontraría acostado sobre mi hamaca viendo las estrellas, o si me encontraría en medio de ellas, titilando.

Miré el reloj de la pared a tu costado, es momento. Apreté el gatillo y segundos después lo dirigí hacia mi cabeza y lo volví a apretar. Tuve pocos segundos antes de quedar inconsciente para ver cómo te resbalaste y caíste por el balcón. Lo siento amor pero no alcancé a escuchar como sonaba tu caída.

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