Vino expresamente para ayudarla a ducharse. Para ducharla, en realidad. Nada de ayuda. Esa loseta, aquel maldito trozo de calle más levantado de la cuenta (la madre que la parió), había convertido a su madre, mi abuela, en un bulto torpe. Con lo que ella había sido. Y aquí se ve, sin ser capaz de enjuagarse a sí misma y teniendo que dejar que sea su propio hijo quien la lave, su Román, su mayor; Dios mío de mi vida, todavía si fuese su nuera, o su nieta… Qué vergüenza, Dios.
Román cerró la puerta del cuarto de baño. Y no sabe por qué, porque no había nadie más en la casa. Quizá fue por esa intimidad que se presupone a la liturgia de la ducha, más si es ajena, más si es a su madre. ¿Estás bien si te sientas aquí? Y Dulce, mi abuela Dulce, se dejó posar sobre la tapadera cerrada del váter mientras se agarraba con la poca fuerza que tenía a la cerámica del lavabo. Yo creo que, despacito, si me siento en una silla o aquí mismo, puedo irme lavando yo sola, por partes. Qué vergüenza llegar a esto. Qué vieja chocha… Ese era el discurso. Una vez, y otra, y otra, y otra, como si no perdiese la fe, como si pensase que, de un momento a otro, su hijo le fuese a decir que es verdad, que estás estupenda, que no hace falta que yo esté aquí y que puedes ducharte tú sola sin problema. Pero la perdió. Vaya si la perdió. Y la retahíla que comenzó siendo firme y hasta convincente, se fue apagando poco a poco y acabó convirtiéndose casi en un rezo, en una plegaria. Qué vergüenza: el mejor remate para la súplica. Esto puedo hacerlo yo. Me tienen que matar para no hacerlo. Se agarró la tela de algodón del pijama con la mano buena. La buena, dice. La buena, piensa. Si no contamos la artrosis, la osteoporosis, los dedos que no son capaces de estirarse y viven en un continuo agarrotamiento, como rizados, entonces sí, es la mano buena. Con la otra, recubierta de escayola a partir de los nudillos (y así hasta el hombro, que no es poco), intenta desabrochar un botón. Intento fallido. Duele. Pero tú cállate y dale, que puedes. Vamos que si puedes… Que me tienen que matar para no hacerlo, vaya. Pero nada. Y agachó la cabeza derrotada, vencida. Ni súplicas, ni rezos, ni plegarias ya. Para qué. Definitivamente, había perdido. Y fue ahí, cuando Román se agachó para quitarle las zapatillas azul marino de paño, que se dio cuenta de que su madre no estaba tan bien como todos pensaban y que era verdad, que ya tenía una edad. El pie ancho, la uña encarnada del pulgar, casi amarilla, casi gris, casi ámbar, y el tobillo, ¿qué tobillo?, ¿dónde lo tiene? si todo sube recto, vasto, dilatado y sin forma hasta más allá de la rodilla, le dieron de bruces una torta de realidad. ¿Cuándo ha sido, mamá? ¿Cuándo ha pasado esto? Y entonces pensó que cómo saberlo, si su madre cumplía los años como ella quería. ¿Cómo? Sí, como ella quería.
La primera vez que mi abuela Dulce no cumplió la edad que tenía que cumplir fue el día en que murió su madre. Esa noche, cuando pensó en sus tres hermanos pequeños repartidos a prisa y corriendo: dos, los niños, Justito y Nicolás, en casa de una vecina; la otra, Isabelita, en la casa donde su abuela aún servía, para que no viesen lo que no tenían que ver; cuando pensó en ellos, en ella, en su propio miedo, en la incertidumbre y mamá, mamaíta, por qué; esa noche, digo, la vida decidió que aunque ese abril mi abuela Dulce tendría que haber cumplido nueve años, iba a cumplir veinte. Porque sí, porque te ha tocado y es lo que hay y vas a ser una mujer de sopetón porque yo te lo digo. Así que ahí fue donde todo empezó. ¿Cómo vamos a saber nosotros, entonces, la edad de mi abuela Dulce? El dni dice que tiene ochenta y ocho. Pero no sé qué decirte, esos dos ochos van y vienen. Desaparecen, unas veces el primero, otras, el segundo; aumentan, disminuyen… Pero hoy, en esta ducha, parece que se hayan multiplicado por sí mismos.
Mirando a su madre plantar un pie primero (firmemente a ojos de ella, con miedo a ojos de mi tío Román), el otro después, en la placa de ducha, siguió pensando en la edad de su madre. Es mi hijo, pero es un hombre. Con su desnudez se asió a la barra metálica de la ducha y le dio la espalda a su niño, ingenua y convencida de que si ella no le veía, la ceguera sería recíproca y él tampoco vería las carnes blandas, colgantes y blancas de su madre. Que se creía ella que no se percataría de las varices, las venas lilas, malvas y verdes abriéndose paso por las corvas hasta los muslos. Como si no fuese a darse cuenta de ese moratón amarillo (es antiguo), que no fue nada, sólo el pomo de la puerta; porque cualquier roce ahora es una herida casi insalvable, un cardenal, una costra que dura meses. Es que mi abuela pensaba de verdad, que si miraba de cara a la pared, su hijo no vería las espaldas cargadas (estas sí que son viejas, estas sí que tienen años) ni la joroba que poco a poco la iba encogiendo. Y no le hace falta ver lo demás, porque se lo imagina. Ella cierra los ojos, levanta el brazo escayolado, tiembla y resopla. Él, tomando la temperatura con la mano abierta, dejándose caer el agua por entre los dedos, no deja de darle vueltas a la edad de mi abuela. Yo creo que así está buena, ¿no? Sí, está muy buena. Y en el silencio sepulcral de voces, sólo con el ruido de la ducha abierta, no pudo evitar contenerse una risa. Por respeto, porque la conozco y pensará que me río de ella. Porque buscando y buscando, cayó en el día en el que vio cómo su madre cumplía cinco años, que no fue hace mucho.
Mi abuela Dulce cumplió cinco años (y todos lo vimos) el día que, por una pantalla, por Skype, pudo tomarse las uvas con mi prima Lorena aun estando en Copenhague. No sabemos qué pasó, pero aquella noche, mi abuela, que soportó cómo todos los vecinos le pedían llamar por teléfono cuando era urgente (porque aquel aparato era para cosas importantes solamente) porque su casa era la única en todo el edificio que lo tenía, que recibió por carta la noticia de que sería tía por primera vez, que tocó con sus manos ese artilugio donde se marcaba con una ruedita, pudo plantar (como el que planta la semilla que dará el mejor y más robusto de los árboles) un beso en un rectángulo que le permitió felicitar el dos mil diecisiete a su nieta la practicante (enfermera, abuela, que soy enfermera; bueno, Lorenita, tú me entiendes) y eso, esa máquina, la volcó en una infancia momentánea que acabó con mi abuela Dulce (verás la abuela mañana) bailando (tú verás, tú veras…) el Escándalo de Raphael que se escuchaba en Televisión Española con su palomita en la mano porque un día es un día, coñe.
Así ha sido siempre, pensó Román. Año arriba, año abajo. La espuma caía lenta por el hombro bueno. Tampoco soy de cristal, que si frotas no va a pasar nada. Pero dame, aquí me lavo yo. Y la manopla, los ojos aún cerrados y el azulejo crema le dieron un paréntesis de intimidad para consigo misma. Pero ni en ese minuto dejaron de gritarle las voces por dentro que mírate, que son las madres las que bañan a sus hijos, que vieja chocha, que de aquí, sólo podemos ir a peor, Dulce. Si antes solo se escuchaba caer el agua, ahora ya, con la ceremonia terminada, ni eso.
Envuelta en la toalla de rizo celeste, porque dame, que tampoco estoy impedida, esto lo puedo hacer yo, sentada de nuevo, untándose las manos con crema blanca y espesa que cogió de una lata, sintió el alivio del calvario terminado. Aun así, el consuelo de la ducha acabada sirvió de poco. Su cabeza agachada, los ojos clavados en el suelo, sus vergüenzas, los pudores suyos, su recato, publicaron una esquela que le clavaron sin piedad en las entrañas. Aquella ducha, fue el último cumpleaños de mi abuela.
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