Miró hacia arriba. Los goterones de agua le golpeaban la cara y empapaban su pelo. Ante el, cientos y cientos de ladrillos se amontonaban hacia el cielo levantando lo que ahora era una chimenea abandonada. Allí debió de haber una fábrica hace tiempo pero él nunca la conoció, era demasiado joven para eso. Ahora mismo, al rededor de la torre solo había verde. Las colinas de césped se alargaban suavemente hacia arriba en todas direcciones, levantando laderas que, ya a lo lejos, terminaban en pobres casas de madera, que a su vez, crecían hacia ostentosos chalets ajardinados. Pero desde ahí solo se podía ver hierba y decadencia. Las casas hermosas que ocupaban la cima estaban ahogadas tras la noche y las nubes, como si la chimenea escupiera humo después de muerta para asfixiar todo lo que pudiera parecer bello. pero eso daba igual, él estaba mirando la torre.

Por unos segundos, la chimenea parpadeó. Eso no le asustó, sabia que era por la metanfetamina. Una arcada terrible le atacó el pecho, se doblo sobre su abdomen y empezó vomitar. Eso tampoco le asustó, sabía que era por el alcohol. Sacó un cigarro del bolsillo y lo encendió bajo el amparo de su cuerpo mientras miraba como la lluvia le limpiaba su propia bilis de los zapatos. La verdad, esperaba estar en mejores condiciones a esas alturas. Llevaba muchas horas caminando, la despedida de soltero de la que se había marchado quedaba ya realmente lejos y el agua caía a cantaros. Pero ni el frío en los huesos ni el dolor en los pies le había quitado el ciego.

Estaba cansado, pero daba igual, había caminado demasiado para darse la vuelta. Se quitó el cinturón y se lo intentó abrochar alrededor del pecho. Estiró de los extremos con toda su fuerza para cerrar la hebilla, pero el cinto era demasiado pequeño y la humedad termino por deslizar la tela sobre su palma, disparando la punta metálica contra su cara. Una oscura gota de sangre asomó por su mejilla. Pero eso también daba igual. Sacó una pequeña navaja de su bolsillo y la clavó en el cinturón intentando ganar todo el diámetro posible. Después repitió la operación anterior, esta vez con mejores resultados. Tras asegurarse que el cinturón no se movía en ninguna dirección, cogió su móvil, encendió la linterna y la engancho con la correa, apuntando con la luz hacia la pared de la chimenea. Intentó dar una última calada al cigarro pero la lluvia hacía tiempo que lo había ahogado. tiró la colilla al suelo y comenzó a escalar la torre.

Siempre había escalado muy bien, era buenísimo en eso. Hace algunos años competía a altísimo nivel y solía ganar casi siempre. Por aquel entonces Aurora le llamaba «ardillita» por eso mismo, y también porque le quería. Ganó muchísimas medallas que antes colgaban en su salón y pudo vivir holgadamente durante algunos años de aquello que amaba. Hasta que se cayó. Los médicos le dijeron que tuvo suerte, que podría haber muerto. Aún así él nunca se sintió afortunado. Todavía podía escalar, aunque la espalda le dolía horrores, pero ya no podía competir. Ahora las medallas gemían de soledad en un cajón, y el malvivía como profesor suplente de educación física algunas veces, y como parado otras muchas más. Mientras ascendía, la lluvia arrastraba la sangre de su herida hacia la punta de su barbilla, desde donde se precipitaba al vacío. Aunque superficial, el corte no dejaba de gotear, pero le daba igual.

Las numerosas muescas y espacios generados por el galope del viento, la lluvia y el minutero sobre el ladrillo le dieron la suerte necesaria para ver el final de su viaje antes de que el dolor superara a las drogas en la carrera por sus sentidos. El borde superior de la chimenea apenas parecía un hilo entre la lluvia y el cielo nocturno. Entonces su pecho vibró, alguien le estaba llamando. Sabía que era Ricardo, pero por un instante, se imaginó que era Aurora. Fue entonces cuando la muesca que sostenía sus pies se rompió. Su cuerpo quedo colgado solamente sobre el coraje de su mano izquierda y por otro instante, se imagino morir. Sonrió como un imbécil, aquello daba igual. Se balanceo levemente y estiro el brazo lo suficiente para cazar otro bordillo y recuperar el control.

El viento soplaba con fuerza en lo alto de la chimenea. Sus piernas se mecían sobre el vacío mientras, jadeante, intentaba recobrar el aliento. Apagó la linterna de su móvil y lo guardó en el bolsillo al tiempo que sacaba un cigarro. Al quitarse el cinturón del pecho, el traidor de él volvió a fugarse de entre sus dedos y se precipitó a tierra, arrastrando por el viento y la gravedad. Le gustaba aquel cinturón, pero realmente, le daba igual. Fulminó el pitillo en cuatro tiros cargados de ansiedad. Su pecho le respondió con un ataque de tos y flemas que lanzó el filtro aun candente a la oscuridad. La lluvia apagó la luz del fuego mucho antes de que el descenso pudiera crear una escena nostálgica, de esas que ponen algo muy pequeño bailando entre lo imposible. Igual habría sido un símbolo necesario para torcer su sendero, pero eso no importaba, al fin y al cabo, el frío se había comido el fuego.

Notaba como, con el trascurrir de los astros sobre el cielo, los pálpitos de su corazón se aceleraban. Después de encender otro cigarro sacó el móvil. No tenia ni idea de a quién debería escribir, había mucha gente en aquella lista de contactos para los que guardaba algunas palabras, y no todas eran bonitas, pero no tenia tiempo para todos. Tendría que seleccionar, y aquello le sulfuraba, sabía de ojos que se harían vidrio sin algo para leer mañana. Guardo el móvil y se llevó las manos a la cara. El ruido del viento acallaba el sonido de sus pensamientos y hacía pitar sus oídos.

– ¿Pero que coño hago aquí? Se pregunto a sí mismo.

Trepando había sudado la mayoría del alcohol y cada vez distaba mas de cuando se comió el éxtasis. Se puso de pie, y al hacerlo, se dio cuenta de que necesitaba mear urgentemente. Entonces tuvo una idea. Una sonrisa socarrona le atrapó la cara. Saco la cartera y extrajo de ella un papel hecho un puño. Era una multa por conducir fumado, la broma salía a mil euros. Podría haber hecho servicios comunitarios o pagado en los veinte primeros días para ahorrarse la mitad, claro, pero para aquellas alturas, a él eso ya le daba igual. Se desabrochó la bragueta y empezó a orinar. Del frío que hacia apenas se la podía ver. Se meo en el papel hasta que solo fue jirones amarillentos para después dejarla caer. También tiró la cartera. Con la vejiga vacía y la mente mas despejada, su corazón volvió a apretarse. Se sentó de nuevo y saco el móvil. Hacerlo le ensombreció el rostro.

A Ricardo le tenia que escribir, eso seguro. Al fin y al cabo, se casaba mañana. Tenía un montón de mensajes suyos en el whatsapp. Se notaba que le había escrito borracho. Al leerlos quiso llorar, pero no lo hizo.

Tio, donde estas?

eyyymrcodondandaas??

no te abrs ido a casa nooo? marcoocabrn que te pierdes la farra!!

contextatuu q m qdo sinb ateria!!!!

Lo siento Ritxi, mañana no podré ir a tu boda

Me perdonarás con el tiempo

te quiero tío

No sabía que mas decirle. Haber elegido ese día para aquello le convertía en una persona miserable, lo sabía, pero no podía hacer otra cosa. Solo imaginar el crepitar de las campanas le mataba por dentro. Ricardo era el primero de sus amigos en casarse, ademas del mejor amigo que tenía. Hace años el mismo iba a ser el primero en pisar el altar. Pero entrenar sin arnés una sola vez cambio la dirección de su sino.

Aurora le pedía todos los días que se lo pusiera, pero nunca le echó nada en cara por ello, ella no era así. En vez de eso le regaló un amor que no merecía, pero el ya no podía sentirlo, se había convertido en un fantasma. No la culpaba por marcharse, es un castigo demasiado grande para cualquiera estar con alguien que ya no se respeta ni a sí mismo.

Abrió el chat de Aurora. Al nombre le seguía un emoticono de un corazón. Lo había puesto ella. Nunca tuvo estomago para borrarlo. No porque aún la quisiera, el ya no sabía querer, sino porque la añoraba. Guardaba aquel corazón porque le recordaba un tiempo mejor en el que el sonido del despertador le tiraba de la cama y no le hundía entre las sabanas. Un tiempo en el que después del trabajo quería ir a besarla y no a apañar porros. Un tiempo en el que era un hombre y no solo carne y huesos. Por eso mismo no podía ir a la boda, el recuerdo de lo perdido sería demasiado real, y el dolor, demasiado grande. Pero eso ya daba igual. A Aurora solo le escribió un mensaje.

Yo habría hecho lo mismo, pero eso y todo lo demás, ya da igual.

No había en él texto ni rencor ni desesperación, pues no escribía el amor sino la nostalgia. Al principio eran cosas que confundía, pero muchos mensajes a horas intempestivas y la anomia de la rutina le habían vuelto sabio en discernir entre esos meandros. De repente, sus pupilas se dilataron y un sudor frío, mas frío que aquella noche y toda su lluvia, le recorrió la espalda. Aurora le estaba escribiendo… Se encargó rápidamente de quitar la vista de la pantalla. Su corazón bombeaba como si quisiera inundar le los pulmones de sangre y sentía los latidos hasta en sus muñecas. Las cosas no tenían que salir así. aquello iba de últimas palabras, no de últimas conversaciones.

Sacó otro cigarro con dedos temblorosos y lo prendió. Mientras lo hacía, notaba como el móvil vibraba en su palma, avisando apremiante de que alguien tenía algo que decir. Clavó durante unos minutos sus pupilas en la maraña de nubes, abandonándose un poco a la imaginación. Al otro lado de todo ese vapor, en lo alto de la colina, con un florido y colorido jardín frente a la fachada, estaba la casa en la que creció. Debajo de aquella, muy por debajo de aquella, se sostenía su actual hogar, tras unas paredes carcomidas y sin lustre. Medía sonrisa triste le garabateó la cara. El móvil vibró una ultima vez, insistente, pero ya daba igual. Se incorporó con el celular aún en la mano. Tocaba terminar con aquello.

Miró al infinito. El cielo seguía oscuro y encapotado, pero el sol se dejaba intuir ya en lo alto de las colinas. Las piernas dejaron de temblar le por el frío y empezaron a temblar le por el miedo, mientras imaginaba el sonido de su cuerpo reventándose contra el suelo. Pero el miedo ya daba igual. Solo tenía que dejarse caer. Una lágrima rodó por su mejilla. Sacó un pequeño papel y lo estrechó en su mano libre. Era una foto suya. De cuando era apenas un crío, sonriendo desdentadamente a la cámara, con la barbilla muy alta y los ojos brillantes.

Un pitido familiar sonó desde su móvil. Era el avisó de la batería. Fue la pura costumbre lo que arrastró su rostro hacia la pantalla como se arrastra un hombre en el desierto a por agua. «la batería es del 5%». El aviso tapaba todos los mensajes que le había enviado Aurora. Todos, menos el último.

Claro que da igual, tonto, si aún importara algo de aquello ¿Como íbamos a empezar de cero? Acuéstate ya imbécil.

Sin dejar de llorar, empezó a reírse. Sus carcajadas eran mudas ante el quedo bramar del viento, pero inmensas en su silencio. Y eso era bueno, porque le daba igual.

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