KAROL
Un día más, parecía que la falta de sueño había alterado su puntualidad, antes habitual en ella. Sin embargo, a pesar del apuro, llegó a tiempo a la parada. Siempre tan exagerada pensó. Habría tenido tiempo a preparar un café de los de cápsulas. Últimamente no conseguía librarse de las prisas que causaba tanta responsabilidad en la familia. Quien cuidaría de su padre, quien se encargaría de la ropa, quien prepararía los tuppers para la comida recalentada en microondas de Ander, que estaba de becario en la radio local, y Amaia, todavía en la universidad.
Las meditaciones fueron causándole sopor. Los minutos del cartel de la marquesina, casi molestos por el contraste con la oscuridad a esas horas de la mañana, le parecieron cada vez más difusos, hasta que notó que sus piernas cedían ante el peso de todo su cuerpo.
Cuando recuperó la conciencia, estaba rodeada de desconocidos que no dejaban de hacerle preguntas. “¿Estás bien? ¿Nos escuchas?”, “Hay que llamar al 112, esta chica no puede ir a trabajar así”, “Será una bajada de tensión, ¿has desayunado algo?”. No era capaz de responder, todavía sentía un mareo que le impedía levantarse. Se fijó en que había un bolso en el suelo. Distinguió las letras cruzadas de una conocida marca francesa, lo había visto en el escaparate de una tienda de la Avenida. No solía comprar, pero le encantaba pasearse y ver las nuevas colecciones que las boutiques de Donosti se encargaban de mostrar al público cada temporada.
Se sobresaltó. Ya había pedido las tardes en la casa donde limpiaba, y el siguiente autobús pasaba una hora más tarde. Se recompuso y sacó fuerzas para levantarse.
-Estoy bien- acertó a decir mientras se incorporaba.
-No estás bien, te acabas de desmayar, hemos llamado a una ambulancia
Hacia dos semanas que había visto salir a la ambulancia de su casa, para llevar a su padre al hospital por un infarto. No podía faltar hoy, su hermana estaba de guardia y no habría quien le acompañara.
-Estoy bien de verdad, no se preocupe.
Intentó mirar para otro lado y sacó el móvil del bolsillo. Justo entonces el autobús dobló la esquina. Agradeció el momento por no tener que dar más explicaciones, todavía se sentía algo mareada.
-Esta chica está mal, acaba de darle un desmayo. Pero quiere ir a trabajar igualmente. Hemos llamado a la ambulancia pero insiste en que está recuperada. Yo solo informo – era la manera de saludar de la mujer del bolso al conductor. ¿No podría la gente dedicarse a sus asuntos?
Karol acercó la txartela al lector, e intentó sonreír.
-Egun on – contestó al tímido saludo que le dedicó el conductor levantando la mirada.
Continuó hacia su sitio habitual, reservado para embarazadas y discapacitados. Podría escoger otro sitio, el autobús iba prácticamente vacío a esas horas de la mañana, pero le gustaba sentarse en esos asientos, eran los únicos individuales.
La señora se sentó en el asiento de enfrente.
-Si te mareas en algún momento me dices. Yo creo que no deberías ir a trabajar, un aviso así no puedes tomártelo a la ligera.
-Estoy bien, gracias.
Miró hacia el interior del autobús. Con el agobio no se había parado a pensar en los demás pasajeros que le acompañaban en la parada. Levantó la vista y vio en los asientos de al lado a la chica que solía llegar siempre a la carrera. Cruzaron las miradas, y le sonrió, en un gesto amable que comprendió como una señal de apoyo incondicional. Esbozó una tímida sonrisa y cambió la vista hacia la ventana. Qué vergüenza, toda la parada pendiente de ella. Al menos se encontraba mejor, debía haber sido una bajada de azúcar. Tomaría un café mientras preparaba el desayuno de los niños de la casa en la que limpiaba.
-Yo me bajo aquí. Cuídate, que tengas buen día – dijo la señora que se había autoasignado como su tutora moral.
-Gracias, igualmente.
La señora bajó de la parada y con ella la tensión de no saber dónde posar la mirada. Volvió a mirar hacia el interior del autobús. La chica joven escribía a dos manos en su teléfono móvil. ¡Qué velocidad! Envidiaba a las nuevas generaciones. Libres, decididas, con todo un mundo de oportunidades. Ojalá ella hubiese vivido una juventud así. Siempre había soñado con montar su propio negocio, una confitería de éxito donde poder dedicarse a la repostería que tanto alababan en su casa. Pero en su época no tenían las facilidades que tienen ahora. Además, quien se hubiera ocupado de los niños; Juanjo trabajaba a turnos en la papelera, y habría sido imposible pagar a alguien para que los cuidara.
Vio levantarse a la chica tocar el botón para solicitar parada, debía de ser ya el momento de bajarse. Las dos terminaban siempre el trayecto en la parada anterior al polígono. Se encontraron en las puertas de salida esperando a que el autobús se detuviera.
-¿Estás mejor?
-Si, ya me encuentro bien, gracias
Agradeció la preocupación de la chica. Salió del autobús y cada una tomó su dirección. Todavía no se sentía del todo bien, pero se prepararía algo antes de que se despertaran los niños, y lucharía por levantar el día.
NAGORE
El piano que introduce Canción de vuelta la despertó esa mañana. No era la canción más alegre para un día de semana, pero le recordaba a su época en la universidad. Bloqueó el teléfono y pensó en darse unos minutos. Solo un rato más, cinco minutos para planificar el día. Pero un destello de lucidez le recordó lo peligroso de esos pensamientos, y dio un salto hacia fuera de la cama. El cerebro, más perezoso que nuestra llamada por el deber, es como un mal consejero los primeros minutos tras el sueño, dictándonos promesas que sabemos temporales y traicioneras. Puso la cafetera a fuego lento y se metió en la ducha.
No desayunaba más que un café mientras consultaba el Twitter, pero siempre se le hacía tarde sin ser consciente de por donde se le escapaban los minutos. Llegó la última a la parada, como siempre, y vio a varias personas en torno al suelo en la marquesina. Cuando se acercó vio como se incorporaba la mujer del residencial. Siempre la veía bajarse en su parada, pero se dirigía a los adosados que se encuentran al lado del parque tecnológico donde ella trabajaba.
La vio levantarse con la cara pálida, parecía mareada. Escuchó al jubilado que siempre se sentaba en la parte de atrás del autobús hablando por el móvil con los servicios de urgencias, mientras la señora del asiento de atrás del conductor, que habituaba a vestir como si fuera a la ópera, sujetaba a la chica y le acribillaba a preguntas que quedaba sin respuestas. “Estoy bien” le escuchó responder con un tímido tono de voz.
Entró al autobús, y vio a la señora ocupar el asiento de enfrente de la chica del chándal, repitiendo a la chica que no estaba en condiciones de ir a trabajar. ¡Qué agobio, no dejaban a uno respirar! No entendía a la gente que se entrometía en la vida de los demás. Nagore vivía sola, había encontrado trabajo nada más acabar la carrera, y por suerte había encontrado un apartamento en el centro que podía permitirse con el sueldo que estaba cobrando. No podía quejarse, pocos compañeros de clase habían encontrado una oportunidad así. Los que querían conseguir un trabajo estable estaban fuera, muchos en Madrid o Barcelona, pero también en Londres o Berlín.
Miró a la chica que se había desmayado. Siempre le pareció una chica taciturna, con su chándal y sus deportivas, no solía saludar ni entablar conversación. De repente sus miradas se cruzaron, y Nagore intentó esbozar su mejor sonrisa para animarla.
Apartó la mirada y volvió a sus pensamientos. ¡Qué día le esperaba! Cada día sentía más presión en el trabajo. En un mes se acababa su contrato, y todavía nadie le había hablado de la renovación. No quería volver a casa de sus padres, así que ya tenía alertas en varios buscadores de empleo que se habían hecho populares desde la crisis.
Abrió el Instagram para volar de los pensamientos de futuro, hasta que llegó su parada. Al bajar se cruzó con la mujer del chándal. Le preguntó por educación cómo estaba, y al bajar puso rumbo a la oficina, de donde su cuerpo había salido la tarde anterior, pero no sus pensamientos.
VIRGINIA
Otro día más que tenía que madrugar para ir a cuidar a su nieto. Como en la ikastola tenían vacaciones, toda la temporada de verano subía a Aiete a cuidar de los niños mientras sus amigas preparaban el hamaiketako para llevar a la playa. Su hija le dijo muchas veces que podían contratar a una chica joven que les cuidara, pero no iban a quedarse con una desconocida mientras su abuela viviera.
Se pintó la raya del ojo y escogió un vestido a juego con el bolso que le había regalado su marido por su aniversario. No le gustaba salir a la calle de cualquier manera. Al contrario que la tendencia actual pensó, se habían perdido las buenas costumbres. Sobre todo en la gente mayor, ¡pierden todo el respeto cuando visten esa ropa holgada y deportiva! La elegancia no tiene por qué estar reñida con la comodidad, pero ante el dilema de escoger entre ellas, Virginia tenía claro que la apuesta segura era por la primera.
Llegó a la parada la primera, como siempre. Vio acercarse a la chica de la mirada cansada. Siempre sintió curiosidad por saber dónde trabajaría. Virginia se bajaba en la tercera parada. No era mucho recorrido, pero se ahorraba subir la cuesta de Aldapeta, sus huesos ya no respondían como antes.
Llegó más gente a la parada, y mientras consultaba los minutos restantes para la llegada del autobús, sintió por el rabillo del ojo algo que se deslizaba a su lado. Giró la cabeza y vio a la chica en el suelo. Soltó todo lo que llevaba y se agachó a ayudarla.
-¿Estás bien?¿Nos escuchas?
No respondía, debía de haberle dado una bajada de tensión. Le pidió a uno de los allí presentes que llamara al 112. Poco a poco a chica pareció recobrar la consciencia e intentaba levantarse.
-No deberías levantarte, descansa sentada o puedes volver a marearte.
Pero la chica no pareció escuchar, y Virginia la ayudó a incorporarse. Recuperó su bolso para buscar caramelos de toffee, pero se acordó de que se los había terminado Aimar el día anterior. Intentó convencer a la chica de que no podía ir a trabajar, pero parecía rehuir sus propuestas. Vio como sacaba el móvil, igual se lo estaba pensado y quería llamar alguien del trabajo.
En esos momentos llegó el autobús, y Virginia vio como la chica seguía con la intención de subir. Le comunicó al conductor su estado, en un último intento por convencerla con otra opinión. Pero el conductor se limitó a encogerse de hombros.
¡Qué poca voluntad! Si uno se encuentra así debería quedar en casa. Tantos años peleando por los derechos para terminar forzando la salud por el trabajo. Se sentó en su sitio habitual, detrás del conductor, pero cambió de idea y se acercó a la chica por si necesitaba ayuda. Le tocaba sentarse en un asiento de miran hacia atrás. Solía marearse, pero solo serían tres paradas.
Virginia echó una mirada a sus compañeros de autobús. ¡Cuánto tiempo juntos y sin embargo tan desconocidos! No tenía referencias de la vida de ninguno de ellos. El tiempo se le pasó rápido hasta su parada. No quedaba conforme dejando a la chica en ese estado, pero se despidió deseándole un buen día. Bajó del autobús, dejando un poso de preocupación que no desapareció hasta que, ya en el calor del hogar de su hija, se acercó a la cuna del pequeño Aimar. Todavía dormía, ajeno a todas las preocupaciones de la jornada que empezaba a despertar para el mundo de los adultos.
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