Cada mañana, aquel olor. Salir del embrollo de sábanas y respirar las rosas de su crema, el limón en su perfume y el coco de su champú.

Olía a ella, a primavera, a mañana de sol caliente y árboles verdes.

Se la oía cantar en cada esquina de la casa, al son de alguna música inventada, con el acompañamiento del agua cayendo de la ducha. Una melodía perfecta.

Cuando él acababa de preparar las tostadas, la música se acababa y ella salía del baño con el pelo mojado, su pijama corto y los buenos días en la boca.

Mientras desayunaban ella escuchaba jazz y él leía la sección cultural del periódico local.

A veces sucedía:

-Mira, mañana hay un concierto

-Genial, ¿vamos?

Y no hacía falta más para que ella estuviese todo el tiempo hasta el concierto radiante, cantando a media voz y bailoteando mientras escuchaba en su iPod canciones del grupo al que iban a ir a ver. Aunque tampoco era muy diferente de todos los otros días del año. Ella siempre cantaba, bailoteaba y escuchaba música. A todas horas escuchaba música. Sus cascos y su reproductor eran su complemento estrella; siempre los llevaba consigo.

De hecho, sólo aquellos que la conocían muy bien eran capaces de diferenciar un día normal de un día de concierto. Los días de concierto se recogía el pelo en una trenza de espiga que caía como una cascada sobre su hombro, se pintaba una fina línea de oro en los párpados y se calzaba sus viejas botas de ante desgastado color marrón y las combinaba con algún vestido corto con flores pintadas y hombros descubiertos. Él solía llamarlo » el disfraz bohemio», aunque ella siempre era algo parecido a una bohemia.

En realidad, con su pelo naranja atardecer, su piel pálida tatuada de pecas y sus ojos miel podrían haber creado un nuevo estilo diferente, personal e intransferible. Aunque ¿cómo iba ella a representar algo intransferible, si todo lo compartía? Ella siempre tenía las puertas de su plato abiertas a otros tenedores hambrientos, siempre tenía un hueco en su paraguas para incautos viandantes empapados de la cabeza a los pies y siempre le sobraba un poco de música para un corazón triste necesitado de melodía.

No podías decir que ella no daba lo que fuese, incluso si no recibía nada a cambio. Aunque nadie le ofreciese a ella ninguna cosa. Ella siempre lo repartía todo. No porque creyese en el karma o en las energías ni porque esperase algo a cambio o viviese temerosa de Dios; no, sino porque siempre esperaba poder alegrarle el día a alguien, hacerle la vida más fácil o más feliz y, de paso, contagiarle su fe en la gente.

La fe, esa nunca la perdía. Aunque ni siquiera una sola persona le devolviese una mísera sonrisa, ella seguía ayudando a la gente, confiando y esperando el próximo concierto.

En las épocas en las que no había ni conciertos ni sonrisas, se refugiaba en su música, su manta y sus excusas.

Aquella tarde hacía mucho que no había conciertos, y mucho más que no había sonrisas.

-¿Será que ya no hay más conciertos en la ciudad?- le preguntó a él mientras pasaban el rato tumbados en el sofá.

-No creo- contestó sin pensarlo mucho.

– ¿Y sonrisas?- dijo ella mirándole fijamente- ¿Quedarán sonrisas?

Ésta la contestó mucho mas rápido:

-Seguro. Mira.- y sonrió como sólo él sabía. Abrió los labios de una oreja a otra, enseñando todos sus dientes y se coló en el corazón de la chica como en tantas otras ocasiones, aunque esta vez le costó un poco más llegar que las anteriores.

Sin otras novedades que les entretuvieran, pasaron los días, las semanas y, a lo tonto, incluso un par de meses se soltaron del calendario con disimulo; pero ni las sonrisas ni los conciertos se dejaban ver por el horizonte de la ciudad.

Hasta no hacía mucho, las sonrisas de él solían ser suficiente pero, aunque se volvieron más frecuentes, cada vez llegaban con mayor dificultad a las entrañas de la chica. Además, cada vez que lo hacían lo encontraban más vacío, más oscuro y con más grietas.

Como ya casi nunca se chocaba con ninguna sonrisa por ahí, casi se le acaban las suyas propias, e incluso un día dejó de cantar en la ducha. Al parecer, su canto se alimentaba de sonrisas.

Una vez, cuando él se levantó para preparar las tostadas del desayuno, ella aún estaba durmiendo a su lado en la cama, y ya no olía a coco su cabello. su cuello ya no recordaba a un limonero, y sus manos ya no parecían un rosal aterciopelado. Ya no llevaba su pijama corto, porque el sol ya no calentaba los árboles verdes de la primavera, cuyas hojas habían llovido al suelo y emigrado a sitios mejores poco a poco. No se habían dado cuenta, pero el invierno se había colado por un resquicio de la puerta y los había desbordado; lo había inundado todo completamente, invadiendo cada aspecto de sus vidas.

El dichoso invierno se los llevó por delante.

Ya no hubo más conciertos al día siguiente, se acabaron las tostadas y los vecinos dejaron de quejarse del jazz a todo volumen a la hora del desayuno.

Al final, ella se fue a otra ciudad huyendo del invierno, en busca de nuevas sonrisas y músicas diferentes.

Él se tuvo que quedar, porque no publicaban su periódico de las mañanas en la otra ciudad, y al final perdieron el contacto.

En su nuevo hogar, ella encontró muchas sonrisas, aunque ninguna como la de él; y otro le preparó las tostadas del desayuno durante el resto de su vida, aunque usaba otro pan y prefería el rock al jazz.

Después de un par de años, una foto le asaltó a él mientras leía el periódico por la mañana con unas tostadas frente a él que al final no se comería. En ella se veía una mujer prácticamente igual a esa vieja conocida, sólo que no llevaba unas antiguas botas gastadas, ni el pelo recogido en una trenza; y eso que estaba en un concierto. Durante una época, la escena de verla en las revistas se hizo corriente, aunque nunca llego a estar con ella en persona. Sin embargo, su pelo aun huele a coco, y él ya no va a conciertos porque no quiere ir solo.

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