El bramido de los cuernos de caza se repitió de eco en eco entre los montes. Los cascos de una docena de caballos retumbaron contra la tierra húmeda impregnada del rocío matutino. Los perros ladraron detrás de su presa, cuyas pezuñas apenas raspaban las piedras, mientras avanzaba hacia el refugio del bosque. Con todo aquel estruendo, nadie escuchó el siseo de una serpiente. Ningún caballero oyó el chillido angustiado del corcel, ni vio al joven conde de Irún caer de su montura, hasta que fue demasiado tarde.
Sin embargo, fue así como el conde la vislumbró por primera vez: Un atisbo de ojos verdes esmeralda, un roce de piel de seda, una promesa de labios amapola y cabellos de oro. Le acompañó mientras yacía en cama, afiebrado, entre la vida y la muerte. Le cogió de la mano mientras los médicos buscaban sin éxito una cura. Y aun antes de abrir los ojos la vio sonriendo una última vez. La escuchó llamarle por su nombre y rogarle ser salvada.
Cuando despertó, nadie pudo persuadirle de que aquella dama no le había rescatado de la muerte y que debía corresponderla. Viendo la resolución de su hijo, el conde padre llamó a los sabios del condado y mandó mensajeros por todo el reino en busca de aquella mujer de indescriptible belleza. La voz corrió como el polvo en un día de viento, llegando a todas las casas y los rincones más recónditos. Se ofrecieron recompensas y muchas candidatas aparecieron, todas hermosas, aunque ninguna igual a la ansiada dama.
Sucedió entonces que uno de los emisarios, un escudero llamado Jorge, encontró a un mercader, que aseguraba saber la verdad sobre el paradero de la misteriosa dama. Pues había viajado por reinos lejanos y escuchado toda clase de leyendas. Le habló de una princesa, encerrada por una bruja en un castillo lejano más allá de las montañas, cuya belleza igualaba a la de la mismísima Helena de Troya. El escudero no entendió la referencia. Era hijo de campesinos y se había ganado su puesto defendiendo la ciudad contra bandidos y moriscos. No obstante, de haber comprendido, habría indicado que una mujer cuya belleza engendraba guerras era poco aconsejable para el matrimonio. Y aunque las palabras del comerciante le parecieron cuentos sin fundamento, retornó al castillo para informar a sus señores del descubrimiento. En cuanto el joven conde de Irún escuchó la noticia, se preparó para embarcar en un viaje de rescate. De nuevo, nadie logró convencerle de lo contrario. De modo que el padre, temiendo por la cordura y seguridad de su hijo, ordenó que el escudero Jorge le acompañara.
Así, noble y escudero emprendieron un viaje que duraría veintitrés días y les enfrentaría a tres retos distintos. El primero sucedió al séptimo día, tras cruzar campos de trigo dorados y bosques de verdes copas bajo el pabellón de cuyas ramas descansaron. Una docena de hombres les emboscó y lucharon largo y tendido para salvar sus vidas. Cuando quisieron continuar, una gran loba se apareció ante ellos, sus ojos negros como la noche y su pelaje blanquecino, cubierto de barro y suciedad.
—Sois grandes guerreros —habló la bestia—. Habéis demostrado vuestra fuerza y valentía. Pero eso no os salvará. Debéis detener vuestra búsqueda ahora.
El conde, furioso, arremetió contra la loba y le dio muerte con una estocada. Después, siguieron hasta el pueblo más cercano. Allí fueron recibidos como reyes, tras la noticia de que habían ahuyentado a los cuatreros. La hija del alcalde se postró a sus pies aquella noche, su cabello brillando cual fuego, sus ojos pasión pura. Sin embargo, el noble no pudo aceptarla. Se sentía enfermo sin su amada dama, cualquier otra palidecía en comparación. Furioso y frustrado, le ordenó a su escudero que no le acompañara por más tiempo, pues ansiaba ser el único que rescatara a la princesa. El escudero Jorge no se negó, acudió al consuelo de la joven hija del alcalde y pasó una noche y un día procurando aliviar sus penas por el rechazo recibido.
Así el conde de Irún ascendió una montaña en soledad, y cuando al cuarto día se le unió su escudero, no le echó, pues ansiaba la compañía. Tres días más se sucedieron cuando, de nuevo, se encontraron con un contratiempo. Una tormenta de nieve caía sobre ellos y el frío congelaba hasta los huesos. Se toparon con una caravana que se había quedado atascada. Un carromato había volcado, obstruyendo el paso, y su cargamento, telas de seda y joyas de oro, yacía perdido entre los mantos blancos. Ayudaron a recuperar las valiosas pertenencias, y cuando volvieron a levantar el vehículo, se encontraron otra vez con un animal parlante: Un lince blanco que, de no ser por sus manchas grisáceas, habría sido imposible de distinguir entre la blanca nieve. Sus ojos relucieron como el ónix cuando habló:
—Habéis probado vuestra falta de avaricia hoy. Podríais haberos apropiado de parte del cargamento, haber demandado pago por vuestro trabajo. Mas habéis actuado con honradez y buena voluntad. Sin embargo, eso no os salvará. Debéis detener vuestra búsqueda ahora.
De nuevo, la espada del conde cayó sobre la criatura. Pasaron la noche en la mansión del comerciante cuyo carromato habían rescatado. La hija de este les sirvió, y sus labios hablaron de placeres desconocidos y promesas de amor. No obstante, el joven conde no quiso escuchar ninguna de sus palabras. La furia seguía en su corazón tras el encuentro con el lince. Sus ojos solo veían a su amada, a la que salvaría en solitario. Otra vez despidió a su escudero y, otra vez, este pasó una noche y un día consolando a la dama desolada. En esta ocasión, no obstante, solo tardó tres días en alcanzar a su señor. Se unió a él en silencio y continuaron juntos.
Cuatro días más pasaron antes de que un grito aterrado los llevara hasta a una preciosa doncella sollozante. Vestía ropajes nobles, el escudo familiar tejido con hilos de oro sobre su falda. Pertenecía a la casa de Orleans, enemiga acérrima del condado de Irún. Al verlos, rogó que la ayudaran. Su hermana menor había caído en una cueva subterránea y desconocía de su estado. El noble decidió pues rescatarla. Dejó que su escudero le atara una cuerda alrededor del cuerpo y bajó por la tenebrosa garganta de piedra. Encontró en su fondo encharcado a una niña herida y logró sacarla de la cueva justo antes de que la tierra colapsase sobre sus cabezas. Entonces se les apareció una serpiente blanca, cubierta de mugre, cuyos ojos negros brillaron como dagas al hablar:
—Hoy habéis probado vuestro buen corazón y compañerismo, ayudando a la casa de vuestro enemigo. Eso tal vez os salvé. Sin embargo, deberíais detener vuestra búsqueda ahora.
El conde cortó la cabeza de la víbora y el escudero guardó el cuerpo en sus bolsas, dispuesto a cocinarla cuando la carne se acabase. Aquella noche festejaron en el castillo de Orleans, y el duque les ofreció oro, tierras, incluso la mano de su hija mayor. Siguiendo su repetido ritual, el conde de Irún rechazó la oferta, despidió al escudero Jorge, y continuó su viaje al amanecer. Viajó por un bosque espeso y oscuro, cuyos árboles parecían alzarse hasta las estrellas. Durmió y soñó con su deseada princesa, despertó y siguió viéndola ante él mientras avanzaba. Al atardecer del segundo día cruzó el linde del bosque y se encontró ante un majestuoso palacio. La fachada estaba desgastada y los muros que lo circundaban derruidos. Era evidente que había sido abandonado, si bien su belleza se mantenía. Se adentró en sus jardines con el corazón rugiendo de alegría y la espada en la mano. Se sorprendió inmensamente cuando una pequeña joven mugrienta corrió a su encuentro.
—Tres veces os he avisado y no me habéis escuchado —le dijo—. Por favor, hacedlo ahora. Detened vuestra búsqueda mientras estáis a tiempo.
Comprendiendo que se trataba de la infame bruja, el conde de Irún empujó a la muchacha contra el suelo. Al caer, su cabeza golpeó una roca y la impregnó con su sangre, pero eso no detuvo al noble. Se adentró en el palacio, cruzó pasillos eternos y ascendió escaleras interminables, siguiendo el susurro de suaves pasos y el sonido de una dulce melodía murmurada. Así se adentró en la sala del trono, donde su premio le esperaba. Cuando la vio, quedó cegado por tanto esplendor. Jamás existieron palabras para describir semejante belleza. La princesa era pura como la nieve recién caída, y sus ojos esmeralda hablaban de dolores incontables y de esperanzas renovadas. El conde de Irún corrió a sus brazos, jurándole que estaba a salvo y que jamás volvería a sufrir. De este modo, no notó el cuchillo que la dama levantaba. No se percató de su equívoco, hasta que la hoja plateada se hundió en su espalda y los labios amapola de la princesa se curvaron en una sonrisa de despedida.
La joven Laila se despertó a tiempo para lavarse la sangre y vendar su cabeza, antes de que su ama la llamara. Siguiendo órdenes, llevó el cadáver hasta la cocina, lo colgó del techo, cortó su garganta y dejó que la sangre cayera en un barreño a sus pies. La princesa se bañaba en sangre y comía la carne de sus enamorados. Era un ritual que le había permitido mantenerse joven a lo largo de los siglos. Descuartizó al conde y cocinó varios de sus miembros, guardando el resto. Solo salvó su corazón, el cual enterró en el patio, como había hecho con tantos otros. De cada alma perdida había nacido una hermosa planta, y ahora un inmenso jardín ocultaba los horrores del interior.
Fue a través de ese jardín, que el escudero Jorge llegó al hogar de la princesa. La encontró en su habitación, a punto de desvestirse para hundirse en su ansiado baño. La dama se sorprendió, no esperaba más visitas, pero de inmediato se lanzó a los brazos de su nuevo héroe. Le susurró palabras de amor y agradecimiento, sabiéndolo enamorado de su belleza. Luego, desenfundó de nuevo su daga para hundirla en su desprotegida espalda. Jamás esperó ser atravesada por otro puñal, ni imaginó que su muerte llegaría a manos de un hijo de labriegos. Cayó al suelo con un suave ruido de seda y de su boca salió un pequeño hilo de sangre que impregnó sus labios. En muerte, llegó a ser aún más cautivadora que en vida.
Jorge se contempló en el espejo dorado en el que había visto reflejado el arma de la princesa. Después escuchó ruido bajó sus pies y corrió en busca del nuevo peligro. Encontró a una joven de piel clara, cabellos rubios blanquecinos y ojos negros, guardando la cabeza de su señor en un tarro de conserva. Estaba cubierta de barro y suciedad, ojerosa y agotada. Y en sus ojos ónix, el escudero encontró a la loba, el lince y la serpiente.
—Habéis venido —se sorprendió Laila. Jorge asintió, aun pensando que había llegado tarde para salvar a su señor y ya no podría retornar a su hogar. Sería ejecutado por no haber permanecido junto al conde, sin importar que hubiese cumplido órdenes. No, no podría regresar. En cambio, vio en la sonrisa de la doncella una nueva oportunidad, un nuevo comienzo. Se arrodilló a sus pies y se ofreció a ella en matrimonio.
— ¿Sabéis trabajar la tierra? —fue la única pregunta que tuvo antes de aceptar.
Así un escudero y una sirvienta se convirtieron en soberanos de todo un reino. Pronto, los súbditos regresaron, al comprender que el mandato de terror había llegado a su fin. Fueron conocidos por su sabiduría y magnanimidad.
Su jardín permanece en pie a día de hoy. Posee un rosal, cuyas rosas rojas florecen en el más frío de los inviernos y una planta de ricino, a su lado, con las flores más hermosas jamás vistas. Mas, no toquéis esta planta. Quedad advertidos: en sus pétalos solo hallaréis la muerte.
OPINIONES Y COMENTARIOS