-Tómate un botellín que te va a sentar de maravillas. Ese bar se llama El Perola, -me dijo Germán, el trabajador del ayuntamiento que me levantó cuando me vio haciendo dedo en la ruta que une San Pedro con Agaete.
Eran las dos de la tarde; me sangraba una rodilla, estaba transpirada después de haber caminado 25 kilómetros por un sendero donde sólo cabían mis pies a mil metros de altura bordeando la montaña; hacía dos días que no me lavaba los dientes, tenía olor a humo y tierra, los lentes puestos y un buzo enredado en la cabeza a modo de gorro.
El pinar de Tamadaba está a 1200 metros sobre el nivel del mar en la isla donde vivo hace un mes con Kertu, de Eslovenia. El sábado a la mañana decidimos subir. Durante las cinco horas de caminata bajo de sol canario casi África, jugamos a hablar en español: Una cerveza por favor, ¿Cuál es tu nombre?, ¿Cuál es tu número de teléfono? Cosas importantes. Al día siguiente, bajé por un camino mucho más corto pero jodidamente más empinado en dos horas y media. Ahí fue cuando, queriendo frenar el envión del tobogán de ceniza volcánica, me arrastré unos varios metros en cuatro patas y mochila de 40 litros.
Como Kertu es médica, tenía unas mantas térmicas que se había robado de la ambulancia y nos vinieron bien para sumar a las bolsas de dormir. Como también es decoradora de interiores a veces usa las mantas térmicas para tapizar paredes. Pero por ahora pinta; viaja y pinta. Y cada tanto, escala montañas. Durante la subida hablamos de los corazones rotos de los viajeros solitarios; de las copas menstruales; de la cola de tsunami que hace más de diez años ahogó una fogata en Monte Hermoso y de cómo salí corriendo atrás de una cerveza mientras perdía mochila y cámara de fotos; de que los eslovenos son eslovenos y no rusos, y de lo bueno que está vivir en un edificio que es una fábrica de bolsas de boxeo porque se puede jugar a la escondida entre los rellenos.
Llegamos al pinar entrada la tarde. Una familia tocaba la guitarra de sobremesa: “Sentir que es un soplo la vida, que veinte años no es nada, que febril la mirada…”, cantaban. Me emocioné con Volver, les dije que era argentina y nos sumamos a su ronda; tomamos vino toda la tarde.
La noche del sábado armamos la carpa en un lugar hermoso pero donde, obviamente, no se podía acampar. Caminamos entre el bosque para encontrar dónde hacer fuego.
En las parrillas vecinas había más gente, pero cerca de las doce de la noche nos quedamos solas. Juntamos agua y apagamos los fuegos ajenos. En un Parque Nacional de ceniza volcánica y pinocha, estornudar fuerte es sinónimo de incendio. Le conté a Kertu de los incendios en La Pampa y Sierra de la Ventana de este año -y de todos los años- y ella me contó de unos parecidos en Transilvania. Empezó a llover. Estábamos a mil metros de altura y ahí, cuando las nubes bajan, parece que llueve. Y hay neblina. Y no se ve nada. En unos minutos, dejamos de ver la parrilla siguiente, la que hasta hacía poco estaba al lado nuestro.
-Vamos a la cama, que tengo frío-, dijo alguna de las dos. La carpa había desaparecido. ¿Hacia dónde vamos? Buscamos la linterna. Teníamos las manos duras del frío y una carpa perdida en algún lugar hermoso pero desconocido. Empezamos a caminar. La carpa no estaba.
Por eso inventan las zonas de acampe, pensé, para que la extrañes cuando te querés hacer la exploradora y elegir un lugar más fashion pero que con la nube alrededor no sabés donde mierda está. Para llegar a las parrillas habíamos subido una loma alta, de varios metros. Ahora había que bajar. Bajamos. Perdimos la orientación. Le dábamos vueltas a los árboles sin saber dónde estábamos, una junto a la otra, y con una linterna que ojalá-tuviera-muchas-pilas. Nos dio miedo.
-Ok, volvamos arriba y empezamos de nuevo.
Tener miedo en inglés no es lo mismo que tener miedo en español. Ya había hablado de algo parecido con Ila, mi amiga italiana que es economista, pero de las buenas. Nos llamaba la atención la cantidad de maneras que los idiomas tienen para decir una cosa u otra.
-No puede ser que cuando algo está bueno los gringos sólo digan Cool. Nosotros tenemos un montón de palabras para decir que algo es hermoso, -le dije una tarde.
-Y es increíble cómo las palabras te limitan el pensamiento. Si no lo podés decir, no existe, -respondió y quise que sea mi amiga para siempre.
El sábado a la noche tuve miedo en inglés con una eslovena. Así que me moría de terror por dentro, me acordaba de todas las películas que nunca termino de ver porque antes me escondo abajo de la sábana y de todas las noticias horribles que leí desde que abrí un diario por primera vez. Pero sólo dije ok, volvamos para arriba y empezamos de nuevo.
Llegamos a dónde empezamos.
Kertu trataba de acordarse de los lugares: -Allá está nuestra parrilla, ésta es la mesa donde estuvimos chill with this family, nosotras caminamos unos metros, después bajamos la colina.
-Ok, te sigo-, dije yo. Ella sostenía la linterna. Intentamos bajar la colina, nos patinamos con las piedras y nos chocamos un árbol. Creo que vio mi cara en la oscuridad.
-¡Pero yo tengo el celular! Si vos te quedás acá a mitad de camino y yo sigo bajando, es más fácil. Vos me ves y sabés dónde es arriba.
-Dale. Pensé en que eran las doce de la noche y qué frío, ya se me está yendo el calorcito del fuego, ¿los del auto no se habrán olvidado algo y tendrán que volver?, por ahí nos ayuda un poco de luz, ¿dónde está el superhérox que me va a sacar de este quilombo?, subimos la carpa al pedo, qué buena que se veía esa bolsa de dormir que no voy a poder usar.
Seguía a Kertu con la linterna, hasta que de repente, se me perdió atrás de un árbol. Pasaron cinco minutos eternos. Qué hago acá. Achiné los ojos y ví el reflejo tenue de la luz de su celular. Y escuché su voz. Ella, con sus trenzas hermosas mitad rubias mitad blancas, hechas en sudáfrica alumbraba la jodida carpa que ¿por qué no tiene las cintas plateadas que brillan con la luz? Sí, ahora puteaba en español, pero qué bien, voy a dormir abrigadita.
El domingo amanecimos duras pero espléndidas. Seguíamos entre las nubes. Hicimos un fuego. Desayunamos hummus con frutillas, mate, té, galletitas, bananas y naranjas. Nos despedimos.
Cuando me bajé de la camioneta de Germán, dejé la mochila en la entrada del bar y le pedí un botellín a Perola, que existe, y su cara es igual a su apodo. Entre las cáscaras de maní y el picoteo, un viejo cantaba Hasta siempre Comandante.
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