La bolsa de guisantes congelados había empezado a derretirse contra el calor de su mejilla, mojando el viejo trapo de cocina que cubría el envase. Ya casi no le dolía la nariz, pero seguía sangrando. Cruzó la entrada de urgencias y tocó al timbre de la ventanilla de admisión. Un rato después, una enfermera de turno de noche arrastraba los pies de manera escandalosa y le preguntaba con voz nasal:

  • – ¿Motivo de la consulta?

A través de la bolsa de guisantes, la chica logró articular:

  • – Me he pegado un golpe en la nariz.

Creía que era bastante evidente.

  • – DNI y tarjeta sanitaria, por favor.

La chica rebuscó en su bolso, nerviosa. Tendría unos veintiséis años y vestía sobriamente pantalón de raya y camisa. La camisa estaba recién planchada y apenas manchada de sangre, como si se la hubiera puesto después de empezar la hemorragia.

  • – Pase a la sala de espera y ya la llamaremos.

Eran las 9.09 de la noche. La sala de espera estaba vacía, pero en la sanidad pública eso no era garantía de una asistencia eficaz. Hacía frío. La chica se concienció para una larga espera, y arrastrando consigo los guisantes congelados, fue a buscar la máquina de café. Apenas estaba sacando el vaso caliente de la máquina cuando oyó que la llamaban en el pasillo:

  • – ¿Maya Álvarez?
  • – ¡Yo! – contestó rápidamente, acercándose al enfermero con bata blanca.- Disculpe, acabo de comprarme un café, no pensaba que serían tan rápidos.
  • – No hay problema. Pase por aquí.

Una de las puertas se abrió y la chica pasó a la consulta. Era un pequeño cubículo de atmósfera aséptica, y toda aquella sangre parecía estar fuera de lugar.

  • – Siéntese.

Dejó el bolso en el suelo y sobre la mesa, los guisantes y el café y el trapo de cocina, y esperó a que le tomaran la tensión y la temperatura.

  • – Será mejor que le hagamos una radiografía de esa nariz. ¿Cómo fue?
  • – ¿Cómo fue qué?
  • – El golpe, ¿qué va a ser?
  • – Me pegué un golpe, sin más.
  • – ¿Respira con normalidad?
  • – Pues, la verdad, no sé, tengo mucha sangre… ¿Cree usted que me la he roto?
  • – Verá, tenemos que comprobarlo. ¿Podría estar embarazada?
  • – No.
  • – Entonces sígame – contestó escuetamente el enfermero, entrando por una puerta lateral a la sala de radiografías.

¡Ni siquiera había podido dar un sorbo al café! De nuevo la chica se levantó, y con el café y los guisantes en la mano, siguió al enfermero a través de la sala hasta una camilla.

  • – Colóquese aquí.

La chica dejó el café encima de la camilla de radiografías. No era un buen lugar. Se levantó y lo dejó sobre una silla en un rincón. Bien. Era extraordinaria la eficacia del servicio sanitario aquella noche de lunes.

  • – Dígame, ¿podría estar embarazada? – le preguntó una vez más el enfermero mientras le colocaba un pesado chaleco.
  • – No. ¡Cuánto pesa! ¿De qué está hecho?
  • – Es de plomo, para evitar que le llegue la radiación al resto del cuerpo. Ahora tiene que ponerse de pie aquí, y apoyar la cara sobre la placa.

El enfermero salió, dejándola de pie, con el peso del cuerpo ligeramente adelantado y la nariz apoyada en el metal. Era una posición un tanto vulnerable. Al cabo de unos segundos, volvió a entrar.

  • -¡Qué alta es usted! – dijo. Era un chico joven, de unos veinticinco a lo sumo. Tenía el labio ligeramente torcido hacia el lado izquierdo y una peca en la mejilla que le daba un aire aniñado. “En otras circunstancias…” pensó ella. En otras circunstancias todo sería muy distinto.
  • – Tengo que regularle esto – dijo él. La placa emitió unos estridentes ruidos mientras subía unos centímetros sobre la nariz de la chica. – Escuche, tengo que preguntarle, ¿podría estar embarazada?
  • – No – contestó ella – y es la tercera vez que me lo pregunta.

Buscaba los guisantes con la mirada, pues comenzaba a notar el dolor punzante a medida que el efecto del frío se pasaba.

  • -¿Sí? Vaya. Para mí también ha sido un día largo. ¿Entonces no hay ninguna posibilidad?
  • – No.
  • – Ahora no se mueva. – El enfermero volvió a salir de la habitación.

Un segundo después, le quitaba el chaleco de plomo.

  • – Bien, esto ya está.

La chica recogió el chaleco y lo colocó encima de la camilla. Se cayó. Lo recogió de nuevo y lo puso al lado del café y los guisantes. Cogió de nuevo el café y los guisantes, y el bolso del suelo.

  • – Ahora pasará usted con el doctor.

El enfermero le acompañó de nuevo a la consulta. La chica dejó una vez más todo su arsenal encima de la mesa: bolso, guisantes, trapo, café. Se sentía como en un circo ambulante. Al cabo de unos pocos segundos, apareció un cubano de mediana edad, con la nariz llena de verrugas y un ligero problema de halitosis. Parecía cansado.

  • – Bien, señorita, parece que se dio usted un buen golpe.
  • – Así es.
  • – No tiene nada roto. Quizá alguna leve desviación en el cartílago, pero es pronto para saberlo. Tiene toda la zona inflamada.
  • – Sí.
  • – Debería hacerse una revisión en un par de semanas, cuando haya bajado la hinchazón. Por ahora le receto… paciencia. Y enantyum, cada ocho horas, para el dolor.

La chica vio cómo el doctor escribía “Paciencia” con letra apretada en la receta, al lado de las pastillas. Asintió con la cabeza una vez más mientras se colocaba los guisantes de nuevo en la nariz.

  • – Sí – dijo.
  • – De acuerdo.
  • – ¿Eso es todo?
  • – Sí. Ya se puede usted marchar. Aquí mismo hay una farmacia.
  • – Bien. Gracias, doctor.

La chica se levantó y cogió de nuevo el café sin probar, y el bolso del suelo, y los guisantes, y el abrigo. Mientras empujaba la puerta con dificultad para marcharse, oyó que el doctor decía:

  • – ¡Ah! ¡Señorita!
  • – ¿Sí? – contestó volviéndose.
  • – Y cambie usted de pareja.

La chica sonrió amargamente y dio un trago al café, que aún seguía caliente.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS