Aquella luz partió el cielo en dos.

Cuando abrí los ojos me llené de alegría al ver de nuevo aquel techo blanco con parches grises de dolor, aquellas esquinas con telarañas que atrapaban nuestros futuros. El colchón de muelles del pasado me empujó a saltar de la cama e ir a desayunar. El polvo que entraba de fuera hacía chirriar mis zapatillas por el pasillo, un sonido similar a cuando papá movía el sofá, como si no le dejase avanzar.

Mamá y la cocina olían a café, como cada mañana de los últimos años. Un olor peculiar, propio del café que no se hace con amor ni agua limpia, pues ya no quedan. Un olor agrio, ácido en último instante, que se adentraba por la nariz y mataba la sensibilidad que quedaba en mí. Me lavé la cara con un poco de agua tratando de disolver las legañas de nostalgia que mantenían mis ojos pegados.

Salí a la calle, y aunque de día, ya una niebla espesa y gris abrazaba el ambiente. A lo lejos de la calle encontré a Samir. Caminé hacia él escuchando el crujir del arrepentimiento bajo mis pies. A veces, con suerte, mis oídos se despertaban para dejarse acariciar por la voz de algún afortunado más que acababa de amanecer de nuevo en su cama. Samir se acercó también hacia mí, brillante, como si se alegrase de verme, como quien se reencuentra con un ancla del pasado que le mantuvo cuerdo. Pero si le vi ayer, pensé. Y me pregunté por qué se alegraría tanto.

Seguimos el ritual de cada mañana y buscamos 5 piedras de distintos tamaños. Con una rama quebradiza y frágil, como los lindos dedos de mi mamá, dibujamos nuestras cuadrículas sobre aquel barro seco y agrietado. Cada día que amanecía jugábamos a “Salvar la flota “. Cada uno de nosotros era capitán y había perdido 5 barcos en nuestras respectivas batallas. Así, la misión de Samir era encontrar mis barcos y sacarlos a flote, salvarlos, darles una nueva oportunidad a los soldados que murieron en una guerra en la que se vieron envueltos. Mientras él salvaba a mis hombres, yo luchaba por rescatar los suyos. Nos hacía felices devolver vidas.

Papá me llamó para comer y entré en casa por mi pasadizo, aunque él siempre se enfadaba. “No se entra a casa por la ventana” , me decía. “Las ventanas se abren hacia cosas bonitas, se abren para respirar aire fresco; los pasadizos, como este, conducen a mundos oscuros, como el de allá afuera”, respondí. Papá volvió a mirarme con aquella expresión que me causaba tanta confusión. Aquellos ojos cansados me pedían por favor que olvidase el horror de fuera, que no dejase morir mi inocencia. Sin embargo, aquellos labios y el movimiento hacia atrás de sus orejas se alegraban de que yo supiera que el otro extremo del pasadizo, nuestra casa, era nuestro fuerte.

Durante las tardes salía a pasear con mamá. Llevábamos una sábana azul y nos sentábamos en mitad del prado mientras ella me contaba historias. Desde hacía algún tiempo habíamos cambiado nuestra ruta pues me contó que un árbol había caído en mitad por culpa de una tormenta. Yo, aunque no se lo dije, no recordaba ninguna tormenta desde hacía varios años. Un día decidí ir con Samir a mi sendero de siempre. Todo seguía igual, cada árbol en su lugar. Sin embargo, el olor a calma verde de siempre había desaparecido dejando una hilera de hombres uniformados que flanqueaban el sendero. Era cierto mamá, un árbol caído de tristeza cortaba el paso.

Al caer la noche solía subir al tejado con mi hermano, era mayor y me sacaba cuatro años. Juntos, bajo mi manta verde de retales, y agarrándonos la cabeza a la par que los sueños, veíamos comenzar, cada anochecer, los fuegos artificiales. Aunque aquellos eran demasiado sonoros y tristes. Cuando explotaban, era como si lloviesen lágrimas que se encerraban dentro.

El último cohete, el que comenzaba azul y se tornaba ocre, era el que más me gustaba. Era extraño, como si cada noche viese a mi cohete alado más cercano y grande. Yo le contaba a mi hermano que aquella luz llevaba mi nombre, que estaba triste porque quería venir conmigo, que las lágrimas que estallaban buscaban mis brazos. Él me respondía que ojalá no me encontrase nunca y llorase para siempre. Pero para mí aquella luz que partía el cielo seguía queriendo alcanzarme. Y algún día lo lograría.

El ciclo prosiguió, aroma de café, sonrisas de quien volvía a verte un día nuevo, las escenas de luz en las noches. Continuó hasta aquella tarde en que el bucle se rompió. Anochecía en nuestro pueblo, yo había preparado mi manta verde para subir al tejado tras cenar. Olía áspero, una mezcla densa que no me permitía distinguir el principal componente. Una luz entró por la puerta. Me asomé a la ventana y vi el manto anaranjado que nos abrazaba, como si el cielo hubiese puesto el corazón sobre nosotros y nos quisiese proteger de algo.

Aquel día los fuegos artificiales comenzaron antes, antes y más grandes. Ahora las estrellas fugaces de cada noche caían más próximas a nuestro fuerte, ¡qué cerca las íbamos a ver!. Mi estrella, mi cohete alado, se reunió finalmente con nosotros. Fue tan grandioso y sonoro como había imaginado desde lejos. Tras su llegada, me di cuenta que aquellas lágrimas que yo creía en su interior ahora eran llamas que envolvían los hogares. Escuché los gritos desgarradores de las paredes de una vida que caían sin más, noté el tacto de los recuerdos que ahora quedaban cubiertos por el horror.

No volví a ver a Samir ni tampoco a mi familia, ni siquiera a mí misma. Desde entonces lo llamo el Día Fugaz. Fugaz como el cohete que yo había anhelado ver tan cerca. Fugaz como la niñez que perdí en aquél momento, la que me mantuvo viva y despierta durante esa guerra. Fugaz como la tormenta que salía de las pistolas de papel de los soldados. Fugaz como la paz. Fugaz como mi vida.

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