-Ay…ay…ay…ay…
Los sonidos lastimeros se escuchaban desde la distancia. Incuso en la sala de espera, el lamento era audible cual molesta letanía que no se detiene.
-Ay…ay…ay…
Y su pauta era siempre la misma: cuatro, tres, dos y silencio. Cuatro, tres, dos y silencio. Un silencio profundo que parecía casi definitivo, pero que tras escasos cinco segundos volvía a comenzar, sin descanso alguno.
-Ay…ay…
Unos quejidos continuados que se extendían desde la mañana hasta la tarde y, en ocasiones, ni tan siquiera se mitigaban durante la noche. No respetaban horarios. Todos en la planta del hospital estaban hartos.
SILENCIO.
Y por fin la paz se hacía, aunque todos sabían que no iba a durar mucho. Aquel descanso era sin duda pasajero. Luego del silencio siempre volvía el desastre.
-Ay…ay…ay…ay…
Y así resultó ser. El ciclo de quejidos se volvió a repetir. Parecía que, al igual que el resto de la semana, aquel día tampoco iba a detenerse.
Los movimientos de aquel paciente, aquejado de serios problemas intestinales y casi recién operado de la rotura de cuatro costillas, eran espasmódicos. Gritaba y se lamentaba sin descanso. Sacudía con fuerza las barras protectoras que rodeaban la cama, instaladas allí para evitar que se cayese. Las agitaba como si quisiese arrancarlas de sus enganches y, a pesar de estar firmemente atornilladas, se bamboleaban con violencia, casi como si fuesen a salir definitivamente de su sitio.
Ya habían intentado calmarlo de todas las maneras posibles: medicación, televisión palabras e incluso poniéndole música, pero nada hacía efecto. Habían intentado atarlo también, pero su revolvía tanto que acababa haciéndose graves heridas en muñecas y tobillos.
No callaba ni durmiendo. Incluso en sueños sus lamentos eran perceptibles. Incluso a altas horas de la madrugara descansar en aquella planta era prácticamente imposible. Los demás pacientes se sentían acongojados casi todo el día. Muchos de ellos incluso pedían el alta voluntaria mucho antes de tiempo, solo por librarse de aquel tormento. Unos chillidos que los perseguirían como pesadillas hasta mucho después de haber abandonado el hospital.
Las enfermeras, auxiliares y la doctora ya no sabían qué más hacer. Las pruebas médicas no indicaban problema alguno a parte de los ya diagnosticados y tratados. Por lo que, al final, ya ni le prestaban atención. Al principio acudían siempre solícitas a sus llamadas, que siempre resultaban ser en vano. Actualmente incluso habían desactivado el llamador, que hasta el momento no dejaba nunca de sonar en la centralita. Hacían sus turnos y lo atendían con profesionalidad, pero no le daban ningún capricho ni trato preferencial, que era lo único que quería. Requería de atención continuada.
Era una persona solitaria, casi nunca recibía visitas y tan solo quería llamar la atención. Aún así, no parecía darse cuenta que con sus berridos la posibilidad de tener compañía disminuía drásticamente. Sus chillidos, a veces casi agonizantes, tenían desesperado a todo el personal.
Tres compañeros de habitación habían pedido el traslado, pues no soportaban aquel martirio. Por ello, finalmente, las enfermeras habían decidido moverlo a una habitación individual. Con ello intentaban dar un poco de paz a los demás pacientes, en cambio aquello no hizo sino agravar más la situación. Cuando se vio solo y apartado, sus quejidos aumentaron de volumen. Aún así nadie quiso volver a dormir a su lado.
Sus quejas y lamentaciones se habían convertido en un perpetuo mantra que dominaba ya no toda la planta, sino todo el edificio. Todos conocían el caso del paciente de la 212. Desde familiares de enfermos a celadores y administrativos. Nadie era ajeno al drama que allí se desarrollaba. Un drama ficticio al que ya nadie prestaba atención, pero que siempre estaba en boca de todos. Es por ello que lo que ocurrió apenas dos semanas después de haber sido ingresado, nadie se lo esperaba.
Una noche, sin más, tras interminables días sintiendo aquella letanía ya como algo propio de la planta de traumatología, se hizo el silencio. Un silencio denso en el que tan solo se escuchaba el tintineo de las parpadeantes luces del pasillo principal. Esa quietud generalizada se extendió como una brisa fresca. Una calma que relajó el ambiente y a todos los allí congregados.
Al principio parecía la tranquilidad propia del ciclo de los perpetuos quejidos, por ello todo el mundo mantuvo el aliento, expectantes. Sin embargo, cuando el mutismo se extendió más allá de los diez segundos, todos respiraron en paz. El paciente parecía haberse dado por vencido. Nadie podía creerlo. Aquella quietud se esparció como algo muy preciado. Todos querían guardar aquel momento en su memoria, para cuando los gritos volviesen a aparecer. Pero aquello no sucedió. Nadie podía creerlo. Aquella noche, por fin, todos pudieron dormir a pierna suelta. Y, como si de un revuelo sigiloso se tratase, la noticia corrió lenta pero incesantemente por todo el hospital: por fin se hacía el silencio.
A pocos se les ocurrió pensar qué era lo que aquello significaba. A muy pocos se les ocurrió atar cabos y deducir qué era lo que había ocurrido en la habitación 212. Y a los que lo hicieron poco pareció importarles. Ahora que respiraban tranquilos, descansaban en paz y tenían un momento de relax, por fin eran felices. Y estaban seguros de que el ruidoso paciente también lo era al fin.
La muerte se cernió sobre la planta de traumatología como una sombra que lo envuelve todo. Con aquel silencio, tan sugerente y adorado, venía también asociada una inequívoca y funesta señal. La huella de algo inevitable, pero que todos estaban esperando con ansiedad. Por fin había terminado el suplicio de todos.
A la mañana siguiente las enfermeras no quisieron perturbar la calma. Caminaban despacio, arrastrando los carritos con medicamentos de forma cuidadosa. Temían que, al más mínimo tropiezo se volviese a producir el desastre. No imaginaban lo que más adelante se iban a encontrar.
Un escalofriante grito rasgó el silencio y se extendió por todo el pasillo. Habían abierto la 212 y lo que encontraron dentro las horrorizó.
Esta vez no era el paciente, sino una de las auxiliares de enfermería que empezaba su ronda matinal. Al abrir la puerta y sentir un olor acre había encendido la luz alarmada. Cuando vio la escena apenas tuvo tiempo de emitir aquel berrido antes de caer desmayada al suelo.
Cuando acudieron en su ayuda la mayoría tuvieron que contener las ganas de vomitar el desayuno, tal era la imagen que había allí dentro. Desparramado en el suelo, empapado en su propia sangre y heces, yacía en el suelo, inerte, el paciente de la 212. Los aullidos de dolor que había estado emitiendo toda la noche, pasaron desapercibidos ante el delirio de los días anteriores. Nadie prestó atención a su agonía.
Había empezado a sangrar debido a una úlcera intestinal. Intentó parar el sangrado con sus propias manos y, al ver que no funcionaba había intentado bajar de la cama. Aún a pesar de que lo hizo, no consiguió alcanzar la puerta. El gotero con los calmantes y su propia sangre le jugaron una mala pasada. Se resbaló, dejando la pared manchada de sangre. Cayó de bruces sobre el suelo y allí terminó, exhánime, con la cabeza abierta y cubierto de sus propias evacuaciones.
Se había pasado la semana gritando en balde. El lobo lo persiguió solo en sus últimos momentos y los corderos, ya cansados, habían desoído sus súplicas. El lobo, al fin, acabó comiéndoselo.
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