Podéis imaginar cientos de veces como reaccionaríais en un caso así, y probablemente ninguna se acercará a la realidad. Quizá sois de los que pensáis que saldría vuestro héroe interior, o tal vez de los que se creen más realistas por pensar que el miedo les paralizaría. Podéis incluir una pequeña variación cada vez que reproduzcáis mentalmente la misma situación, pero la realidad siempre os sorprenderá con algo inesperado.
Creedme, lo he vivido.
En mi caso, no es solo que haya imaginado más de mil veces como actuaría ante un evento de estas características. A los que ocupamos esta posición se nos entrena, se nos adiestra con sumo cuidado para que sepamos hacer frente a accidentes como este. Y en caso que no podamos salvar la situación por completo, que al menos minimicemos el daño todo lo posible.
No creo que ninguno de vosotros ponga en duda mi profesionalidad. He seguido el reglamento al pie de la letra. Nos encontrábamos demasiado lejos como para recibir cualquier tipo de ayuda a tiempo. He intentado y, si se me permite exhibir algo de mi pasado orgullo en estos momentos, he conseguido que no cundiera el pánico entre la tripulación. Pero evitar que cundiera el pánico entre los alrededor de dos mil pasajeros es harina de otro costal. De sobra se sabía que no habría sitio para todos en las barcas de salvamento. En la cubierta principal un hombre y una mujer cayeron por la borda cuando el hombre intentó ocupar el lugar de la dama en uno de los botes. Afortunadamente pudimos rescatarlos y reubicarlos a ambos. Varias fueron las personas que se lanzaron por la borda en pleno ataque de histeria. A algunas de ellas las vimos nadar, intentando en vano llegar a una tierra firme de la cual nos separaban cientos de millas. Hubo un único oficial que perdió los nervios y que la emprendió a tiros con los que lo rodeaban, pero conseguimos reducirle antes de que causara un daño inevitable. Tan solo una persona resulto herida y no de gravedad. Aún así, nadie pudo evitar que, por la zona de babor de la cubierta media, un pasajero de primera clase que no encontró sitio para ser salvado perdiera los nervios. Nadie pudo imaginar que cogería una de las hachas antiincendios, ni que en un arco brutal se la hundiría hasta la mitad del cráneo a uno de los marineros que intentaba calmarle. En la pared quedó dibujado, en rojo de sangre moteado del gris de su masa encefálica, un cuadro que podría haber salido de la imaginación de algún pintor vanguardista. Tuvimos que abatirle a tiros.
Aún así, creo que he sabido manejar la situación de forma notable. Las mujeres y los niños han sido los primeros en ocupar los botes. Un oficial y dos marinos por barca, lo justo para poder manejar la embarcación. Y en los sitios restantes hombres, escogidos por sorteo, sin discernir entre tripulación o pasaje, ni entre primera, segunda o tercera clase. Algunos de los escogidos, en un gesto que les hará ganarse el cielo si es que existe, cedieron su puesto. Dejé sus nombres consignados en el cuaderno de bitácora, con la esperanza de que, si alguien alguna vez lo encuentra, su gesto sea recordado el máximo tiempo posible. La orquesta no ha dejado de tocar hasta el último momento, intentando así amansar a las fieras en la medida de lo posible. Por supuesto nada alegre que volviera grotesca una situación de por si poco dada a la comedia. Piezas lentas, quizá ligeramente melancólicas o tristes, como el Para Elise de Beethoven, o el tango Por una cabeza de Gardel. Y finalmente, yo mismo he cedido también el lugar que me correspondía para salvar a una persona más. No me considero ningún héroe, pero tampoco creo que pueda reprochárseme nada. Solo he hecho lo que debía hacerse.
Y sin embargo, mi conciencia no está limpia.
Porque una vez llega el instante final, esperas que tus últimos pensamientos te hagan flotar lejos de allí. Que te lleven a salvo. Que te lleven a tu hogar. Que te lleven con tus seres queridos. Como me hubiera gustado que mi último pensamiento en este mundo hubiera sido para mi mujer, para transmitirle telepáticamente que me ha hecho el hombre más feliz del mundo. Decirle, que me hubiera gustado que el momento en que la muerte nos separa hubiera llegado mucho más adelante. Decirle que nunca la olvidaré.
O podría haber dedicado ese último pensamiento a mis padres. A contarles lo orgulloso que estoy de ellos, y que espero que ellos hayan estado orgullosos de mi. Que lo he hecho lo mejor que he podido y sabido, y que si eso ha valido la pena ha sido gracias ellos. Ojalá poder darles las gracias en ese último momento.
O mi último pensamiento podía haber sido para mi hijo. Para recordar lo orgulloso que estoy de él, y de cómo algún día llegará a ser mucho mejor de lo que fue su padre. Ojalá pudiera hacer volar hacia él esos pensamientos, como si de un mensaje llevado por una paloma se tratara. Y contarle como debe afeitarse cuando ya la pelusilla que ahora tiene en el bigote se haya extendido a sus mejillas. Hablar de chicas cuando supere la vergüenza de tener que pedir consejo sobre el sexo opuesto a su padre. Decirle que a veces los chicos también lloran. Decirle, que aunque él no se dé cuenta, yo le estaré viendo crecer, desde allá donde vaya.
Pero no. La verdad es otra. No niego que esos pensamientos no pasaran por mi mente, pero no fueron los últimos. En los últimos pensamientos de alguien que va a morir antes de tiempo no hay poesía. Ni amor, ni pena. Ni siquiera hay miedo. En los últimos pensamientos del que se enfrenta a una muerte prematura solo hay negación. Una negación irracional a lo que está sucediendo. Tu mente se niega a aceptar que la hora de hundirse en el sueño eterno haya llegado ya. Y solo puedes pensar: “Es una pesadilla. Una pesadilla hiperrealista. Pero en el último momento despertaré. Seguro que me despierto. Ojalá me despertara ya.” Pero nunca te despiertas. Notas como cada segundo que pasa pesas un poco más que el anterior, y no es solo por tu ropa mojada. Notas como tu estomago se hincha de agua salada hasta que está a punto de reventar. Te das cuenta de lo realmente grandes que son tus pulmones cuando estos se llenan de agua porque ya no puedes aguantar más la respiración. Notas como tu estomago se hincha de agua salada hasta que está a punto de reventar. Notas como cada segundo que pasa pesas un poco más que el anterior. Y te hundes. Te hundes cada vez un poco más. El océano te reclama. La luz se apaga lentamente, por la profundidad y porque estás perdiendo la consciencia. Ya ni siquiera sueñas con despertar. Ni siquiera niegas. Sencillamente, no puedes pensar. Lo último que tus sentidos son capaces de percibir, es la inmensidad del océano.
Agua.
Solo agua.
Todo agua.
Agua.
Y nada más.
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