Se oye de fondo un sonido débil de un despertador digital, un suspiro y una tos ronca posiblemente del vecino de arriba. Javier lo oye desde la cama y maldice no vivir en un chalet. Hoy ha dormido muy poco, cada día duerme menos y con intervalos…»Será la edad, piensa». Se levanta torpemente de la cama y pisa el suelo frío de madera de la habitación, nota un crujido y dolor agudo en la zona baja de la espalda, «Ya no somos nadie. El cuerpo no va a la par con mi mente joven». Arrastra los pies hacia el pasillo en penumbra, enciende la luz de la campana de la cocina para no despertar el débil sueño de su mujer que murmura agitada. Se toma un buen café humeante y se prepara a vestirse en silencio en el baño, casi a oscuras se palpa sus músculos agarrotados y su piel flácida y curtida por el paso de los años. Pasa por delante de la habitación su hijo, que hace años se casó y ya tiene mujer e hijos, y rememora la época en la que él era el que besaba a su hijo antes de ir a trabajar. Mira el reloj y no puede creer la hora que es… 5:20 de la mañana. ¿Ya? O corre o no llega al autobús para ir a trabajar. Mira en el espejo del baño sus descoloridos ojos marrones que todavía tienen esa chispita de vida y se anima a forzar una sonrisa para afrontar el nuevo día. “Solo te quedan 9 meses para jubilarte y poder ir al pueblo largas temporadas”.
La calle desierta en penumbra está, gélido frio del invierno despunta todavía estos días. Las farolas de las fachadas están presentes con su tenue luz.
Acelera el paso rumbo hacia la parada del autobús, por un camino que sería capaz de hacerlo con los ojos cerrados. Sus pies deslizándose por las rendijas de las baldosas rotas, rompen el silencio de la calle que parece que nunca llega a su fin. Las fachadas parecen saludar con colores y formas diversas al nuevo día mientras las farolas tímidamente se van apagando como si su tiempo se hubiera acabado. Saluda entre la neblina de la mañana al barrendero que retira las hojas caídas de los árboles. Llega a la parada y se dispone a respirar con más calma entre toses y carraspeos. En poco menos de dos minutos rompe el silencio de la aurora la llegada del autobús que le llevará a su destino.
Se abren las puertas y al subir saluda casi sin mirar al conductor con un rutinario y apático “buenos días” mientras abona su viaje. Dirige sus pasos hacia su asiento de costumbre, atrás del todo, cerca de la ventana, donde se sienta recostado para poder estirarse con comodidad. En el autobús viene ya montado un joven, vestido como casi siempre de negro, con los cascos de música puestos sin levantar los ojos del suelo. No dice ni una palabra ni hace ningún movimiento en todo el trayecto. A Javier le resulta algo siniestro y sombrío.
Cuatro paradas más allá sube con dificultad una señora robusta, de mediana edad y vestida con un traje desgastado de una empresa de limpieza. Carga con un enorme bolso de tela a punto de reventar, se sienta cerca de él y se dispone a hacer su ganchillo de tonos pastel que no parece terminar nunca. Javier la saluda sacudiendo la cabeza y ella le responde con una sonrisa franca. No han intercambiado muchas palabras. Apenas conocen sus nombres. Se dispone a mirar por la ventana mientras se sumerge en sus pensamientos luchando con un sueño que se resiste acompasando su movimiento de cabeza al del autobús en marcha.
De repente un calor sofocante casi como el de una sauna le hace despertar, y mira alrededor con pánico e incertidumbre pero no nota en los demás pasajeros ningún atisbo de novedad, ya que cada uno está centrado en sus quehaceres y pensamientos individuales. Unos segundos después escucha un fuerte golpe, como si el autobús hubiera chocado con algo. Se levanta y se lo comenta agitado al conductor, pero éste no parece haber notado nada fuera de lo normal y le mira como si estuviese loco.»¿Me estaré volviendo paranoico?» Se vuelve a sentar angustiado y totalmente sudado y los pasajeros le miran con estupor y desconcierto, se alejan todo lo que pueden de él e intentan no mantenerle la vista, como si ya no fuera el hombre tranquilo de todas mañanas.
El autobús acelera su marcha mientras a nadie parece importarle. Javier empieza a pensar que necesita un médico. Afortunadamente su parada habitual está cerca y se apresura a tocar el timbre. Se baja nervioso del bus y solo desea encontrar su fábrica que se encuentra tras recorrer un camino mal asfaltado entre polígonos desordenados. En cambio solo encuentra una explanada desierta y deshabitada.»¿Me habré confundido de parada?»
Sigue un poco más adelante, no parece haber nada. Intenta llamar por teléfono al trabajo muy nervioso y su aparato está sin cobertura. Se lleva las manos a la cabeza angustiado y entonces cae el teléfono de sus sudorosas manos.
Al agacharse a recogerlo, encuentra un pequeño llavero, casi imperceptible, con unas llaves diminutas, como para una casita de juguete.
Lo coge y lo mira extrañado mientras busca hacia los lados a alguien que se le pudiera haber perdido. Al encontrarse totalmente solo, se guarda las llaves en el bolsillo derecho delantero del pantalón, sigue caminando por si encuentra a alguien que pueda ayudarle.
Camina durante media hora y no ve más que hierbajos y plantas moribundas en una senda de arena y polvo que le lleva a un pequeño grupo de encinas frondosas. A lo lejos se vislumbra una casa. Apresura el paso. Al llegar a ella comprueba que es más pequeña de lo que se intuía. La casa es de madera oscura, estropeada por el tiempo, roída y astillada. No parece que nadie la cuide o esté viviendo en ella, aun así no se fía. Demasiadas cosas fuera de lo común le están pasando hoy, “Hubiera sido mejor no levantarse de cama»
La puerta de la casita tiene una cerradura metálica con una forma que le resulta familiar. Recuerda las llaves que tenia metidas en el bolsillo y se decide a probar si alguna abre esa puerta. Prueba la primera de las llaves y casi sin esfuerzo consigue abrir la diminuta puerta. Al empujar ve lo que hay en el interior. Casi rompiendo el arco de la puerta consigue entrar. El sitio le resulta familiar. El olor y los colores le hacen sentir que ha estado antes allí. Misteriosamente las paredes han dado paso a una callejuela sombría y polvorienta, posiblemente de algún pueblo del Sur. Está poco transitada a esas horas. Se oye a lo lejos el redoblar de unas campanas llamando a misa. A lo lejos siente el ruido de unos pasos corriendo hacia donde esta él. Es un niño bien vestido, arreglado y con su pelo bien peinado, con ropa que parece usada en ocasiones especiales. Tiene los ojos marrones brillantes y una cara de pilló que parece que ha roto casi toda la vajilla. Juega arrastrando un palito por las fachadas de las casas y el suelo de gravilla y arena levantando sobre sí mismo de repente una gran humareda. El niño se para delante de él y le dice con voz curiosa:
-¿Es usted forastero? Porque no recuerdo haberle visto por aquí.
-Estoy algo desorientado. ¿Me podrías decir en qué pueblo estoy?- dice el hombre
-Este pueblo es Arroyo de la luz y soy Javier para servirle.
El hombre se da cuenta de repente que es el pueblo en el que nació y que ese niño que tiene delante es su vivo reflejo. Sorprendido, no para de mirar al niño que le regala una sonrisa. A lo lejos, rompe el silencio una mujer gritando desde la calle de abajo. -¡Javieerrrr! ¡Que vayas a misa ahora mismo! El chiquillo como alma que lleva el diablo se marcha corriendo calle arriba hacia donde sonaban las campanas.
Una voz diciendo su nombre repetidas veces retumba en su interior. ¡Javieerrrr!. Sobresaltado se despierta, y reconoce a la señora de la limpieza llamándole. Tocando a su alrededor comprueba que aún sigue en el autobús. Parece que el trayecto al trabajo le ha dado para un mal sueño. La señora le pregunta si no es esta su parada. El autobús está detenido, con las puertas abiertas esperando a que Javier baje, mientras todos le acompañan con su mirada. Javier se dispone a bajar del autobús. Detrás de él las puertas se cierran. Comprueba que todo sigue igual. Un nuevo día de trabajo espera. Sonriendo y animado recorre el camino hacia la fábrica.
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