Si hay alguna cosa que tengo clara es que me gusta el café malo. Y eso es algo que comparto con Sara. Allí va, directa a la máquina de café de la facultad. Hoy ha venido con el pelo mal recogido con un moño y como de luto, vestida de negro de arriba abajo. Camina muy despacio y no me ha visto todavía. Anoche estuve en su casa hasta muy tarde grabando un corto para una práctica de Audiovisuales. Ella está recostada sobre unas sábanas exageradamente arrugadas y la cámara graba un plano corto de sus ojos cerrados. Lo único que yo soy capaz de ver son sus pestañas, unas largas y oscuras pestañas, larguísimas y oscurísimas. Unas pestañas increíbles. De repente, empieza a sufrir una pesadilla. Un alud de ropa sucia le cae encima. La cámara se aleja. No queda nada de Sara en el plano general, todo es ropa, suciedad y desorden. Aún no tenemos claro qué queremos expresar, parece que el corto se está haciendo solo, sin nuestra participación. El tema del proyecto es “La familia”, así en general, y con eso podemos hacer lo que queramos. Creo que fue Tolstói el que dijo aquello de que “Todas las familias felices se parecen entre sí; las infelices son desgraciadas en su propia manera”. Ahí queda eso. Yo creo que la familia de Sara es de las felices.

Ya me ha visto y viene hacia mí. Creo que un simple aleteo de sus pestañas aquí y ahora podría desencadenar un huracán al otro lado del mundo mañana mismo. A veces siento el impulso de hacerle daño, de hacerle llorar, me gusta cuando llora porque se le humedecen las pestañas.

—Creo que el corto debería tener algo de Sartre, algo de náusea —me dice.

—Estoy de acuerdo. Además, creo que no debería tener diálogos —añado. Me mira y sonríe como si estuviera leyéndome la mente.

—¿Quieres un café? Venga que te invito.

La miro alejarse y recuerdo, no sé a cuento de qué, que el otro día me confesó que a veces tenía pensamientos muy extraños cuando estaba esperando el metro. Se imaginaba a sí misma empujando a la gente, haciendo zancadillas o escupiendo a diestro y siniestro. No me explicó más detalles y yo no quise profundizar. Sí, por lo poco que sé, yo creo que su familia es de las felices. No los conozco, pero tengo la sensación de que son la típica familia mamá, papá, niño y niña que salen en el dorso de las postales que se reparten en las iglesias, todos vestidos en tonos pastel y con una puesta de sol al fondo. Y todos, además, con sus selváticas pestañas ondeando al viento.

Yo creo que si Sara fuera un animal, sería una lagartija; si fuera un objeto, sería un tenedor; si fuera un color, sería el gris; si fuera un olor, sería el del café recién hecho cuando se ha quemado un poco.

—Toma. Se me ha olvidado que lo tomas sin azúcar y he dejado que la máquina echara el azúcar asignado por defecto. Perdona.

—No pasa nada, tomaré el azúcar que me ha sido asignado por defecto con mucho gusto —Sara suelta una estrepitosa carcajada. Solemos jugar a menudo a este juego en el que ella dice algo rebuscado o repipi y yo me burlo. Nos sale muy natural y siempre parece espontáneo. No entiendo cómo puede pestañear a esa velocidad, esas pestañas deben de pesar bastante.

—A ver, lo que te estaba comentando esta mañana. Digo que quizá podríamos mostrar, al principio del corto, varios primeros planos de las cosas que el personaje tiene en la habitación. Pero tienen que ser planos muy cerrados, casi de detalles concretos pero reconocibles. Un plano estático de las letras e, r, t, s, d, f de una máquina de escribir, otro plano de una taza de café consumida y reseca de varios días, otro plano de una bola de papel arrugado con palabras escritas en bolígrafo azul…

—Sí, pero todo tiene que conservar un aire de suciedad y abandono. La máquina de escribir, por ejemplo, debe ser antigua de verdad y tener mucho polvo —decido seguir su juego de siempre y actuar como si anoche no hubiera pasado nada—. Pero, ¿cómo reflejar el automatismo de la vida familiar rutinaria? —le pregunto. Sara asiente pensativa. Recuerdo a la perfección las tres veces que he estado en su casa, en su habitación. El orden y la limpieza que imperaban en cada rincón del hogar eran abrumadores, te provocaban la necesidad de quitarte las zapatillas y ponerte calcetines nuevos para pisar esos suelos sin sentir que los estabas vulnerando. Su habitación parecía salida de un catálogo de muebles nórdicos, minimalista e impersonal al máximo. Aséptica, incluso. Un bote de lápices sobre el escritorio con dos bolígrafos, uno azul y uno negro. Una mesita de noche con una lámpara blanca y una pequeñísima maceta blanca con un cactus de plástico verde oscuro. Un osito de peluche blanco, sin estrenar, sobre una colcha gris plata. El típico peluche que conservas desde la infancia con un especial cariño. Sin embargo, ese osito no había vivido nunca, yo lo sabía. A ese osito solo lo han tocado para trasladarlo de la silla a la cama y de la cama a la silla cuando Sara se va a dormir.

—Yo creo que la secuencia en la que el personaje recoge la ropa y pone la lavadora debería ser entrecortada, tipo montaje jump-cut. Como si diéramos a entender que no existe nada más en la vida. Todo es vacío. Y, además, se tiene que mover como un autómata, pero sin llegar a ser exagerado, tiene que ser sutil; más que un robot, tiene que parecer un recipiente vacío —me dice, y yo sé que sospecha que a mí no me engaña, porque la miro y sé que sus pestañas están llenas de vida.

—Claro, no debe expresar ningún tipo de emoción, ni siquiera de desagrado. El rostro debe ser neutro —hago una pausa estratégica y la miro a los ojos—. Y cuando el otro personaje entre en escena y la bese, creo que los rayos que pensábamos introducir deberían superponerse en el mismo plano, no sustituirlo; que se vean ambas cosas, pero que quede extremadamente cutre, un poco al estilo del cine de serie B. El beso a cámara lenta y los rayos a velocidad normal. Cinco segundos como mucho. Y después, volvemos a la secuencia entrecortada, a la rutina, a la náusea —concluyo triunfante. Ella sonríe a medias. Sé que eso es lo que quería oír.

Un domingo por la noche pueden caer cien rayos. Pero después nada. Lunes, martes, miércoles, enero, febrero, marzo, el año entero si hace falta. Y todo será normal, rutinario, canónico.

—No me apetece nada ir a clase ahora.

—Nunca te apetece nada ir a clase —le apunto.

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