Tenían razón, y eso me repugnaba. De los cuatro que quedábamos solo yo recordaba el significado de la esperanza, de la verdadera esperanza. Tampoco podía odiarlos, era decisión suya, pero eso desmoralizaba. Les decía que la situación cambiaría, que la República se mantendría erguida sobre todos nuestros esfuerzos.
José era el peor de todos, su convicción en la caída le hacía situarse al mismo nivel que los fascistas. La cosa estaba chunga, no podía mentirme, pero de situaciones peores se había salido. Se repetía “María, María, María… ¿cómo cojones estará María?”. Roberto, uno de los más mayores, maduro por su experiencia en el campo de batalla no se pudo reprimir más; la centinela se repetía día y noche, hasta que esa fue la última para José.
—¡Muerta, José! ¡Cómo cojones crees que estará! El barco se hunde, ¿no lo ves?, y si no lo está, lo estará, tenlo por seguro
Nos quedamos todos fríos, y no por la humedad que caía, sino por cómo resonaban esas palabras en nuestros cuerpos, era la cruda realidad. José ni se inmutó, simplemente bajó la mirada, y observando sus botas rasgadas vio por una de ellas que sobresalían dos dedos ensangrentados en los que posiblemente ya no sentía nada, al igual que todos ellos ya no sentían la República bajo sus pies, como si estuviésemos en terreno incierto, de nadie… De repente, viendo cómo de agujereadas estaban, dijo:
—La madre España cae, de esta no se sale, no salimos
Nos quedaba una cantimplora y media de agua, o todo lo que puede parecérsele al agua, estaba sucia, casi verde, pero en estos días de guerra lo que no te mata te alimenta. De comida solo guardábamos tres trozos de pan duro, más hábil para matar a los enemigos que las municiones armamentísticas que nos quedaban. Las noches son como caben esperar en pleno centro de la Península, frías y húmedas, y abril caía sobre nosotros con peso. La ropa estaba mojada, y José no paraba de tiritar.
—Me voy—dijo—, sin María mi vida no tiene sentido, y si está muerta, ¿de qué me vale la vida, no, Roberto?
Roberto quiso arreglar lo que había dicho antes:
—Lo siento zagal, no quería decir eso…—a lo que José le contestó sin dejarle terminar.
—No, Roberto… sí querías decir eso, al igual que tú también piensas en tu hija y no lo quieres decir en alto porque quizás suena demasiado real el que pueda estar muerta, o no. Pero eso nunca lo sabrás, porque te vas a pudrir aquí, y cada noche recaerás en la incertidumbre de si a tu pobre niñita la han violado los fascistas que posiblemente han entrado en tu busca en la casa que vive tu niñta. Y otra cosa, ¿sabes por qué te pudrirás aquí? porque para hablar eres muy valiente, sí, pero ahora piensa por un segundo en la tuya y dime si ahora tendrías cojones de volver, si es o no posible que le haya pasado eso a tu niñita.
De nuevo se formó un núcleo tenso entre los cuatro; José había dejado de tiritar, y posiblemente había hecho esta noche el acto más valiente desde que le conozco, decir la verdad, sin tapujos. Roberto, en cambio, sucumbió a la desgracia y dejó entrever una pequeña lágrima que pronto se secó, el duro de Roberto no llora, no se compadece.
—Mira chaval, a ti la vida aún no te ha dado las bofetadas que a mí sí; que piense o no en mi hija es cosa mía, no sabes nada de mi vida, pero yo si sé de la tuya, porque cuando uno decide ser algo en estos tiempos tiene que atenderse a las consecuencias que no sufrirás tú, sino tu familia, y eso la mía lo sabía, dejé muchos cabos atados. Tú, en cambio, saliste por la puerta envalentonado, un joven republicano que se iba a comer la gran España… y resulta que la gran España te comió a ti.
—Lo siento compatriotas, Roberto tiene algo de razón y yo ya no soy digno de nuestra querida “gran” España— sentencia con ironía.
Se despidió de nosotros uno por uno, deseándonos suerte. Se esfumó entre la niebla, y tanto él como nosotros sabíamos que sería su última noche, al menos sus aires eran de última noche, no se escondía.
—Roberto, quillo, te has pasao’ un poco.
El joven andaluz era un bonachón, aunque de tan bueno también era temeroso, estaba aquí por pura convicción republicana, no quería coger una pistola a no ser que estuviese entre la vida y la muerte, y en dicho caso habría que verle. Roberto no hizo caso y se acostó encima de un matojo de hojas apoyando la cabeza en la raíz del árbol que sobresalía de la tierra.
—El juego de la guerra nos volverá locos—dijo en voz alta, pensando que dormíamos.
—No te creas, Roberto, locos ya estamos—rematé yo.
Nos despertamos más solos que la noche anterior, no nos creíamos que José se hubiese ido, aunque en el fondo también sabíamos que era lo mejor, para él y para nosotros. Sus frases sobre la República nos emocionaban, sus poemas nos envalentonaban, pero eso no era suficiente, necesitamos combatientes armados, aunque si nos ponemos en esas, el pobre Ricardo está en las mismas. Ya no éramos los de antes.
¿Y yo? yo también hecho en falta a mi hijo, espero que el cabrón de su abuelo se haya dignado a protegerlo, hay cosas en la vida que no se pueden dejar en manos de ideología, rojos y azules… es su nieto, qué cojones da qué sea o hijo de quién sea.
—¿A que no caeremos?—me preguntaron a mi espalda.
—Ricardo… lo que sé es que podemos estar orgullosos por nuestra contribución en la causa. Has sido valiente, y lo sigues siendo ahora cuando escoges la miseria en una sierra helada en vez de esconderte como las ratas.
—No lo entiendes, yo no puedo volver a mi casa así como así, yo tengo que haber ganado esta guerra, no quiero ser una deshonra, todos mis hermanos han muerto ahí fuera, con el fusil en mano. Yo… yo no tengo huevos ni pa’ coger una pistola—no sabía qué contestarle, no podía animarle porque no me sale decir más mentiras.
—Andando—ordenó Roberto.
No teníamos tampoco valor para encararnos a él de buena mañana, acatábamos las órdenes, ya que parados tampoco hacíamos nada de provecho.
—¿Hacia dónde vamos, Roberto?
No perdía el entusiasmo, cada día me levantaba pensando en que algo cambiaría, en que encontraríamos unos pocos aliados, solos ya no íbamos a ningún lado. La tuberculosis había acabado con Juan y con Pedro, y los otros habían desertado.
Por fin llegamos a Riobajo, un pequeño pueblo que hacía frontera con Ávila, o al menos según las coordenadas deberíamos estar en él, pero claro, la brújula esta no iba ni a cañazos. Ahora quedaba lo más importante, la seguridad. Roberto tenía familia allí, así que solo nos quedaba encontrarlos.
—No he vuelto desde que tenía quince años, probaremos suerte.
La incertidumbre bañaba el día, el qué pasará era una pregunta que rondaba nuestras cabezas, incluso nuestras pesadillas, pero nos la íbamos a jugar. Bajamos por unas sendas y nos adentramos por la zona norte del pueblo, quedaba más cerca de la casa. El pueblo era bastante pequeño, aunque nos daba igual, solo teníamos previsto aprovisionarnos de comida y bebida para seguir nuestro camino hacia Madrid.
Llegamos exaltados frente a la casa que nos acogería y, apresurado, Roberto llamó a la puerta. Nos abrió una anciana menuda que apenas podía abrir los ojos.
—¿Quiénes sois?, no escondo a nadie, os lo juro, podéis mirar dentro. Solo soy una pobre anciana que…— Roberto no dejó que terminase.
—Tranquila tía, soy Roberto, el hijo de la Paqui, tu hermana menor.
La anciana se tomó su tiempo para pensar, en ella estaba el reflejo del proverbio “la edad no perdona” pero al final, algo aliviada, lo abrazó hechando alguna que otra lagrimilla por la melancolía que su rostro le tornaba.
—Pero bueno, pasad, pasad, no os quedéis ahí muchachos, es algo peligroso que andéis fuera en estos tiempos de guerra.
La casa era oscura, poco vivaracha, y nos traía desesperanza.
—Sentaos, ahora mismo os pongo un aguardiente para que entréis en calor. Ah sí, Roberto, ¿cómo está tu madre? hace tiempo que no sé de ella, no me digas que me la han matado, ya sabía yo que esto no la llevaría a nada bueno, ¡ay mi Paqui!—a lo que Roberto contestó.
—Tranquila, mi madre está bien, pero nosotros necesitamos reponer, comida, bebida…— mientras hablaba, la anciana bajaba la mirada y empezó a llorar de nuevo.
—¿Pero tía, por qué lloras? ¿qué pasa?
Tardó un poco en contestar pero al fin desembuchó lo que parecía temer.
—Ay hijo, era tiempo lo que faltaba. Franco está en el poder, ayer escuché en la radio que había tomado Madrid. Se acabó, se acabó…
Nos quedamos petrificados, no habíamos tenido noticias de nada semejante, se había acabado y nosotros ni lo sabíamos, ignorantes. “¿Y ahora qué?”, preguntó Ricardo. No sabíamos tampoco qué decir, qué paso tomar, nuestra lucha había sido sin causa, nos sentíamos despojados de todo cuanto teníamos, por poco que tuviésemos. Roberto, con los ojos abiertos como platos salió de la casa.
—¡No, Roberto, no! No lo hagas te lo pido por favor, no te entregues, de nada serviría.
Solo lo vi lo intuí, sabía lo que iba a hacer. Hacía como si no me escuchara, pero a él sí le buscaban, lo tenían fichado desde el principio de la guerra, no podía entregarse, no duraría nada.
— Te he seguido, Roberto, lo dejé todo. Dejé a mi marido, a mi hijo, no hagas que me arrepienta. De aquí era yo la que más intentaba convencerse de que la guerra terminaría con la victoria republicana, pero abre los ojos, no ha sido así. Hemos sido lo suficientemente valientes al luchar por ella, pero ya está, se acabó la República, no nuestra vida.
Me miraba con ojos desolados, ese tipo de ojos que se ponen pocas veces en esta vida, tristes. Sin embargo, su rostro se tornó de repente en rabia incontenida, y entonces entendí que mi amor por él no era suficiente para pararle los pies, no se habría conformado nunca con una mujercilla de veinticinco años que lo deja todo por amor; y por su amor yo había hecho todo lo que me había pedido; “pero no, no es suficiente” me repetía.
Al final de la calle se divisaban tres hombres vestidos de verde con un broche de la bandera española y una pequeña águila en el centro; Roberto les chilló: “¡a mí, cogedme a mí, ha caído por mi culpa, la República…!” No le dio tiempo a pronunciar una sola palabra más, simplemente le callaron con una balazo en el entrecejo.
—¿Alguien le quiere seguir? Así es como pagan los rojos de mierda su deslealtad al excelentísimo. No quiero oír nada más.
No podía parpadear, todo se había enmudecido. De pronto noté dos brazos que me cogían por detrás con fuerza, y caminé. Sin esperanza, derrotada.
Nada importaba lo que dijésemos, ni que fuese comunista, ni republicana, ni siquiera fascista, sin dejarnos pronunciar palabra nos llevaron a mí y a Ricardo al cuartel de las afueras, donde nos tuvieron tres días encerrados en una celda junto a treinta personas sin razón alguna; ahora era su diversión, si no les gustaban el color de tus ojos, te cogían, si andabas cojeando, te cogían, si eras bajito, te cogían, si respirabas, te cogían.
Y lo sé, hijo, sé que esto no llegará a tus manos, y que me hayan dado dos papeles mojados para que te escriba una carta es un soplo de esperanza que luego me arrebatarán. Este es mi tercer y último intento. No sé cuándo voy a morir, pronto supongo. Lo que sé es que lo siento, debería estar contigo.
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