John Junior Mcarthur era un niño en 1975 que vivía, junto con su familia, en los suburbios del populoso barrio de Brooklyn, en Nueva York, si es que por suburbio se puede entender vivir debajo del puente de Brooklyn entre cartones y chatarra. Su familia estaba compuesta por tres miembros: sus padres, John y Ann, los cuales se dedicaban a la recogida ambulante de chatarra para su posterior venta y al Paco, se entiende que no a su venta dada su situación.

El verdadero lazo familiar existía con su hermana pequeña Elisabeth, quien le seguía allá donde iba, sin cuestionar ninguna de sus decisiones debido, tal vez, a la admiración que éste provocaba en ella por los cuidados y la protección que le proporcionaba.

Su padre intentó enseñarles “lo básico”, como el mismo decía, pero la única que consiguió aprender fue Elisabeth. John J. ni a base de tortazos por error, ya que lo único que recibió fueron palizas por su supuesta falta de esfuerzo. En realidad el problema era que John no podía distinguir una letra de un número, debido seguramente a un problema de vista agudo.

Éste le pedía a su hermana que le leyese los libros que iban encontrando y mientras ella leía atentamente para no equivocarse en ninguna palabra, John miraba hacia el horizonte, meditando y disfrutando del espectáculo. Desde pequeño había demostrado una pasión por todo aquello que le rodeaba, pero sobretodo por lo que se podría denominar como macabro, donde el “típico” espectáculo era ver el salto del ángel que algunas personas hacían desde lo alto del puente para, arrastrados por el agua, llegar a la orilla donde él se encontraba. Esto le permitía verificar qué tipo de fractura o malformación había causado la caída.

Ambos hermanos demostraban una carencia absoluta de códigos éticos, por lo que esto no les parecía más que un gran espectáculo digno de disfrutar en su tiempo libre, cuando no tenían que buscarse la vida en la calle y encontrar comida. En una de estas exhibiciones vio como una persona se acercaba al límite lentamente, como si estuviese inseguro de saltar antes de haber llegado al abismo. Por lo que John, extrañado ante esta conducta, pidió a su hermana, presintiendo que ella vería con más claridad lo que ocurría, que observase también al hombre y… Al momento siguiente una luz apareció delante del hombre, seguido de un ensordecedor estruendo, haciendo que el hombre se precipitase desbocadamente hacia el agua, provocando un ruido seco al chocar contra la superficie. Tras él, un objeto metálico pareció ser lanzado, llegando tanto el cuerpo, muy deformado, como el objeto metálico, hasta la orilla donde se encontraban ambos. Perplejos miraban la cabeza del hombre, observando una perforación con forma cilíndrica que empezaba en la parte frontal del cráneo y llegaba hasta la parietal. Después, John dirigió su mirada hacia el objeto metálico, atraído por su aspecto y lo agarro firmemente, provocándole una sensación de fuerza y poder que no había sentido hasta el momento. “¡Es algo mágico!” exclamó. Tras esto y bañados en inquietud, pactaron no contar nada a sus padres, por miedo a perder el poder mágico que se les había otorgado.

Al día siguiente fueron como cada día en busca de comida por la urbe. John guardaba su objeto mágico en un pequeño bolso de cuero gastado, al que había atado una cuerda como asa, acolchada por una fina capa de goma espuma que había arrancado de un colchón para evitar raspones.

Mientras caminaban, Elisabeth estaba teniendo un éxito increíble, ya que no había quien resistiese la mirada de una niña mugrienta y maloliente con una mirada tan inocente, que podría atravesar el “alma” según comentó una de las solidarias personas.

De pronto un hombre de mediana edad, trajeado, la apartó de su camino, como si de una caja de cartón se tratase, empujándola con la pierna hacía un lateral de la acera. En ese mismo instante John saltó sobre el hombre, preguntándole el porqué de susodicha acción a todas luces innecesaria y de una agresividad desproporcionada. El hombre le miró de reojo, como menospreciando hasta su mera presencia en esa acera, y le balbuceó en forma casi imperceptible al oído, “cada día parece haber más escoria en las calles” dando así a entender que John no era digno ni de escuchar la claridad de sus palabras. Inmediatamente la ira se adueñó de John, que sacó el objeto mágico metálico y maldijo a aquel hombre con todas las palabras desconocidas que recordaba de los textos que le había leído su hermana: “¡mal nacido, ricachón, honorable señor!”

Inmediatamente el trajeado hombre subió las manos al cielo, se arrodilló ante él y comenzó a soltar todas sus pertenencias hasta que se dio la vuelta y comenzó a correr “como un poseído” según John. La hermana se acercó, miraron a su alrededor y vieron cómo la gente se había dispersado en todas las direcciones posibles.

Esto les produjo tal sensación de asombro, que se abrazaron alegremente y comenzaron a gritar como si de un milagro se tratase. Cogieron los regalos de aquel amable hombre ,que poco les duró en sus manos: se los arrebataron sus padres al llegar a casa. Sin embargo, nada les quitaría la inmensa felicidad producida por su «objeto mágico».

Al día siguiente, al despertar y aún emocionados por la dicha del día anterior, hallaron a sus padres yaciendo inmóviles sobre el terreno con un tono de piel blanquecino y una sonrisa en sus rostros nunca antes vista. Elisabeth se lanzó hacia su madre y le agarró la mano en una búsqueda desesperada de encontrar un calor materno nunca existente, pero en este caso ni tan siquiera había calor corporal. Lo único que pudo encontrar fue una serie de frascos pequeños que contenían un polvo blanco, del cual, después se percataron, había rastros en las narices de ambos progenitores. Cogieron todas sus pertenencias, entre las cuales se encontraban un anillo de metal de la madre, seguramente de compromiso, y un reloj del padre que aún funcionaba milagrosamente.

Huyeron hasta que encontraron una casa abandonada, en la cual parecía no residir nadie aunque sí que estaba llena de libros cubiertos de polvo. Elisabeth comenzó , a petición de su hermano, a desempolvarlos uno por uno y a leerlos; así pasaron día tras día, con intervalos de tiempo en los cuales utilizaban el poder de su objeto “mágico” para conseguir aquello que necesitaban para subsistir. Como única decoración propia, habían decidido poner un recipiente de cristal que habían encontrado con el fondo quemado y con restos de una toxina con un olor inaguantable, en lo alto de una estantería, algo endeble. Lo llenaron de agua para que les marcase la presencia de movimientos sísmicos.

Comenzaron con la sección amorosa… Estos libros les proporcionaron una felicidad incalculable y comenzaron a desearla tan fervientemente, que llegaron a imitar inclusive entre ellos aquello que se narraba en los libros. Consiguieron así el estado de ánimo de los protagonistas que tanto ansiaban, simulando inclusive encontrarse enamorados.

Tras esta increíble experiencia Elisabeth decidió elegir la sección de los dramas. Leyeron penurias tales que tenían que pasar cada frase agarrados de la mano, ya que comenzaban a entender lo trágico que resultaba cada suceso. Empezaron a tener ciertos códigos sociales y éticos de los cuales sacaron juicios de valor sobre sus acciones y las de los demás.

En un momento dado uno de los autores comenzó a describir detalladamente el arma de un crimen, algo desconocido para ambos y John empezó a percibir ciertas similitudes con su objeto mágico. Al cabo de un tiempo, ambos pudieron deducir que la analogía resultaba ser en verdad errónea, dado que ambos objetos era idénticos.

Entonces se preguntaron: “¿Si son idénticos, cumplirán la misma función y de ahí la reacción de la gente?” Después de una discusión, donde Elisabeth quería mantener el efecto fantasioso y mágico del objeto, John la hizo entrar en razón y llegaron a la conclusión de que todo cuanto habían hecho se podría definir como vandalismo o robo con intimidación. La hermana asintió asumiendo su parte de culpa.

Tras este terrible descubrimiento quedaron en reflexión silenciosa hasta que ambos acordaron escribir su historia para que la gente conociese el porqué de sus fechorías. Elisabeth daba sentido a todo lo que su hermano decía, ya que él se expresaba con coherencia nula; pero ella era capaz de interpretar el sentimiento e intención de su hermano y plasmarlo de una manera talentosa y plausible.

Mientras John meditaba la manera de pronunciar las palabras que él consideraba correctas, su hermana miraba con atención el anillo de su madre, que ahora simbolizaba para ella el inicio de la toma de decisiones por su mano, aceptando en cierta medida los actos malévolos que habían cometido y actuando en consecuencia.

En cambio su hermano mientras meditaba, ya no se dedicaba a mirar por la ventana, si no que había encontrado unas gafas en uno de los cajones de un viejo mueble de la casa que le permitieron distinguir los números que aparecían en el reloj de su padre, comenzando así su obsesión por el tiempo. También le había encontrado un significado a ese recipiente de cristal con agua hasta el borde que habían colocado en la estantería: comenzó a hacer una analogía entre su vida y aquello que había hecho. Era así como ahora veía su modo de vivir la vida, siempre al límite y a punto de desbordar o caer estrepitosamente al suelo para quebrantarse en infinitos pedazos.

Cuando ambos terminaron de escribir la historia, Elisabeth esperaba un hijo. Su capacidad de moverse era reducida y lo que conseguía John sin utilizar el arma era más bien poco. Así la histeria de ambos llegaba a un punto en el cual John quiso deshacerse del arma para olvidar todo lo que ahora les abrumaba. Aunque contrariamente, les tentaba usarla y conseguir más dinero para comida dado el embarazo de su hermana. La discusión y la tensión llegó a encolerizar a John hasta que aferró el arma firmemente y gritó: “Esto es lo que ocurre” refiriéndose a la capacidad de disparo del arma según lo leído en el libro.

En ese mismo instante sucedió algo inesperado y terrible. Tras gritar disparó involuntariamente el arma apuntando hacia la pared que se situaba justo encima de la cabeza de Elisabeth. Como consecuencia del retroceso, el desuso del arma y la falta de cuidados, se produjo una desviación tal que la bala acabó en el pulmón de Elisabeth.

John enmudeció al ver el rostro de su hermana, corrió hacia ella y esta cayó en sus brazos ensangrentada e intentando decir algo que jamás se había atrevido a decir hasta el momento, pero que la sangre no le dejaba vocalizar con claridad. Hasta que finalmente consiguió decir: “Fui feliz a tu lado, pero es el momento de pagar por nuestros actos de maldad” y murió junto con su hijo.

Inmediatamente John corrió entre lágrimas hacia un sitio donde sus padres siempre le habían advertido que nunca se acercase: la comisaría. Ahora sabía la función de ese edificio y sabía que era lo correcto. Se entregó y admitió haber asesinado a su hermana y a su hijo además de haber robado a punta de pistola a un centenar de personas. El juicio fue rápido y fue condenado a pena de muerte por el estado de Nueva York. Durante su estancia su único deseo fue que le enseñasen a leer y escribir, en vez de pedir una comida digna antes de morir o cualquier tipo de lujo. Consiguió leer cada palabra del texto escrito por, como ahora el la llamaba: “mi amada y mi hermana”, maravillándose del talento de su prosa hasta el punto de conseguir emocionarse leyendo, se podría decir, su propia biografía.

Antes de ser llevado a la silla eléctrica, John Junior Mcarthur arrepentido de todas las acciones a lo largo de su existencia, consiguió escribir la única palabra de su vida en el texto de su “amada y hermana”: “Fin”.

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