Las primeras gotas cayeron espaciadas sobre la luna delantera del taxi. Su repiqueteo era arrítmico, el de una orquesta huérfana de un director que supiera esgrimir la batuta. Tomás veía cómo descansaban unos segundos sobre el cristal para luego trazar un recorrido colmado de pausas y quiebros. Un titubeo que las condenaba a la extinción al finalizar su ineludible descenso; la gravedad no iba a hacer excepciones. Siempre monótona. Entregada a un destino exento de variaciones. Tan inmutable como las noches de sus últimos años encajado en el asiento del conductor, resguardado en los silencios agradecidos de los diálogos forzados. Comprendía la liturgia de su profesión y había memorizado sus letanías: los gruñidos al tráfico y los monosílabos para el cliente. Se complacía ante la cadencia uniforme de sus jornadas; cualquier relieve en la planicie de su itinerario le desconcertaba.

El humo le escoció en los ojos en el preciso instante en que cambió de emisora. Se frotó los párpados. Maldijo para sus adentros sin poder reprimir alguna lindeza y arrojó el pitillo por el hueco de la ventanilla. Le había prometido a su mujer no volver a las andadas; se había jurado a sí mismo no fumar en el coche. Empezó a abofetear el aire mientras hurgaba en la guantera. Extrajo un ambientador en forma de pino que colgó del retrovisor para que acompañara en su balanceo a la medalla de una virgen, que con la expresión de quien refleja una pena interminable, parecía lamentar la que estaba por caer. Pronto la lluvia arreció para inundar la ciudad y así contentar las modestas apetencias de Tomás, que veía en los aguaceros el remedio para adecentar el mundo. Sonrió a la virgen.

  • – No pongas esa cara, bonita – rozó la medalla con la yema de unos dedos velludos. – Por mí ya puede diluviar hasta mañana.

Alguien abrió de golpe la puerta trasera del vehículo y se deslizó en su interior. Tomás dio un respingo en el asiento. Se volvió con brusquedad hacia la oscuridad del taxi para observar cómo un joven barbilampiño se ajustaba el cinturón con cierta prisa. Sus ojos ensombrecidos por la visera de una gorra calzada hasta las orejas; los hombros de su chaqueta empapados por un chaparrón que, según el pronóstico, no tenía pinta de amainar. Tomás se llevó la mano al pecho y suspiró.

  • – Debes pedir permiso antes de entrar.
  • – ¿Puede poner el coche en marcha? – la mirada huidiza, concentrada en algún punto más allá de la ventanilla.

Tomás regaló uno de sus rezongos ininteligibles al muchacho. Giró la llave de contacto y el taxi pareció responderle con un bufido largo. Hombre y máquina se lanzaban mensajes cargados de complicidad: les habían jodido el final de una jornada plácida. Los faros alumbraron la quietud de una calle sumida en la penumbra. Era noche cerrada, y el sonido de la lluvia ofrecía la tregua necesaria que requería el trasiego de la urbe.

  • – ¿Adónde vamos? – Tomás trató de escrutar al chico a través del retrovisor. Cuando se dirigía a los clientes su voz se tornaba más cavernosa, procedente de lo más hondo de su pronunciado vientre.
  • – De momento conduzca – el chico seguía pendiente de la acera.
  • – ¿Cómo dices?

La luz de las farolas iluminaba el rostro del chaval de forma intermitente. Apoyaba el codo en el reposabrazos y su mentón en el puño; no dejaba de observar la calle.

  • – Me tienes que decir adónde te llevo – señaló con su mano el contador en un gesto aclaratorio. Su alianza centelleó en las sombras. – Esto es una carrera.
  • – Y se la voy a pagar. No se preocupe y conduzca. – el muchacho esquivaba su mirada; parecía descifrar algún enigma grabado en los muros que custodiaban la calle.
  • – Ni hablar. Esto no funciona así. Dime un sitio o bájate de mi taxi.
  • – No puedo bajarme.

Tomás pisó el freno ante un semáforo en rojo. Esta vez prefirió ladear la cabeza para contemplar al chico de hito en hito, alumbrado su rostro por un fulgor bermejo. En medio de la negrura, pudo adivinar las facciones afiladas de alguien con los ojos rasgados, hundidos. Demasiado tímidos para asomarse a sus cuencas y así observar de frente a quien los buscara. Tomás le inquirió con la mirada mientras la tromba seguía a lo suyo: derramándose sobre la ciudad sin piedad alguna para que la orquesta, por fin, pudiera sonar con todo su esplendor. El chirrido del parabrisas era el único que desafinaba en medio del estruendo.

  • – ¿Qué quieres decir con que no puedes bajarte?
  • – Que si me encuentra me va a matar.

Una lágrima surcó la mejilla del chaval, que no tardó un segundo en borrarla para dejar un rastro brillante en su pómulo. Sus pupilas barrieron el paisaje urbano que se extendía al otro lado del coche; unas pesquisas que no dejaron zona sin peinar. Tomás se impacientaba: no había mantenido un diálogo tan dilatado en meses con ningún cliente. Veía al crío revolverse en el asiento como un canario asustado en una jaula.

  • – Oye, no quiero líos – hizo ademán de abrir la puerta trasera – Sal de aquí.
  • – ¡No! – el chico detuvo su gesto agarrándolo de la manga. Su expresión era una súplica – Por favor, no quiero que me dé otra paliza.
  • – ¿Pero qué haces? ¿De quién hablas?

Ambos clavaron sus ojos en la ventanilla del copiloto cuando escucharon los golpes en el cristal: una figura ataviada con un abrigo largo, negro, usaba el dorso de su puño para llamar la atención de Tomás. Una capucha protegía su cabeza de una cortina plateada que caía con furia.

– ¡No le abra! ¡Acelere! – el chico se arrinconó en su asiento, con su cuerpo pegado al respaldo. – ¡Vámonos de aquí!

La lluvia que resbalaba por el cristal hacía que el encapuchado se viera brumoso, salpicado por una miríada de esquirlas relucientes. Torció el rostro hacia el muchacho al oír sus gritos, y Tomás llegó a apreciar un perfil de nariz prominente emergiendo de la capucha. El chico siguió gritando. La figura oscura posó su mano en la manilla de la puerta y un relámpago iluminó su rostro. Un lance fugaz; un destello efímero en mitad de la noche que descubrió unos ojos encharcados que descansaban sobre unas bolsas grisáceas. Una barba rala enmarcaba el óvalo de su cara. El chico saltó de su asiento y se agarró al reposacabezas de Tomás, que pudo sentir su respiración agitada erizándole el vello de la nuca. El semáforo cambió a verde.

– ¡Corra! – el aliento del chaval olía a miedo.

El coche emitió un quejido lastimero para salir rodando a toda velocidad por la calzada. Tomás clavó la vista en el retrovisor para ver cómo la silueta del desconocido se llevaba una botella a los labios. Un fantasma errante que vagaba perdido en el mundo de los vivos. Pronto su figura se empequeñeció hasta que lo engulló la noche. La virgen pendía del espejo con los brazos extendidos; tal vez creía haber obrado un milagro.

El chaval permaneció largo rato absorto en la luna trasera. Viéndose alejado de todo peligro, abandonó su vigilancia y lanzó una exhalación de alivio. Se recogió en sus cavilaciones, con su mente en algún lugar entre lo que acababa de ocurrir y lo que estaba por llegar. Si es que lo sabía. Y Tomás, que amaba los mutismos incluso más que la monotonía de sus horas, se vio obligado a romper el silencio que en ese momento ocupada el interior del taxi. Lo estaba ahogando.

– Te dije que no quería líos – lo miró a través del retrovisor. – ¿Se puede saber qué quería ese?

El muchacho continuaba con la cabeza gacha. La visera de la gorra ocultaba su expresión. Los dedos de Tomás oprimían el volante con fuerza; los nervios que nunca perdía se escapaban de sus manos para subirle por el pecho. Suspiró por la nariz.

  • – O me contestas o te dejo tirado en medio de la calle. Tú verás – sujetaba el volante con la mano izquierda mientras amenazaba con la otra. Un trueno retumbó en el cielo. – Me da igual que caiga esta tormenta, de verdad te lo digo. Te he pedido que me dijeras un sitio al que llevarte y me has venido con películas. Te he dicho que no quería complicaciones y me has traído a un borracho que igual nos mata. Si tienes problemas con los drogatas no es cosa mía. No puedes entrar en un taxi y poner en peligro al conductor, chaval – la vista de Tomás se debatía entre la carretera y el espejo. – Y ahora, ¿qué pasa? Te quedas más mudo que en la Procesión del Silencio. ¿O es que tú también vas drogado?
  • – Era mi padre.

La frase saltó de su lengua como una rana. Una oración de tres palabras cuyo eco quedó atrapado en la carrocería del coche. Tomás sorbió el significado de la aclaración y le supo peor que el último trago de una cerveza desbravada. Detuvo el taxi ante un paso de peatones a pesar de que no cruzara un alma; tampoco nadie le seguía. La tempestad había vaciado la ciudad. Se volteó para ver al chico, que había alzado el mentón en busca de una pizca de dignidad. Bajo la luz fría de una farola, su labio ofrecía un corte en el que Tomás no había reparado. Justo en la comisura izquierda.

Chasqueó la lengua y desvió la vista al frente, exasperado. Meneó la cabeza y tamborileó los dedos en el volante. Contó hasta diez para que la calma hiciese acto de presencia, pero el vaivén del parabrisas lo hipnotizó, llevándolo muy lejos de allí. Hasta algún lugar de su cabeza donde los pensamientos se atropellan, donde la costumbre colisiona con lo que se acaba de aprender en una ruta accidentada. Aquellas que detestaba Tomás. Echó mano al paquete de tabaco y posó un cigarrillo en sus labios. Giró la rosca del mechero justo cuando sonó la melodía del móvil.

En la pantalla apareció el nombre de su mujer.

Lanzó el teléfono de mala gana en la tapicería del copiloto. Sujetó el pitillo tras la oreja y empujó el cambió de marchas hacia delante.

– Tengo que echar gasolina – dijo mientras ponía el intermitente.

Empezó a despuntar el alba. El techo de la ciudad se tiñó de una luz mortecina que atestiguaba los intentos vanos del sol, que no conseguía colarse entre un ejército de nubarrones plomizos; la batalla de protagonismos que se libraba en los días encapotados. La estación de servicio procuraba una iluminación que no casaba con una jornada tan gris, tan abocada al fracaso. Tomás paró el vehículo junto al surtidor y salió. El olor a carburante que despedía la gasolinera lo recibió como a un viejo conocido. Las puertas automáticas se abrieron a su paso y se alineó en la escasa cola de la caja. Contempló al chico a través de la cristalera: el taxi le ofrecía una burbuja al abrigo de la lluvia.

Sintió una vibración en el pantalón.

Su mujer.

– Dime – contestó al tiempo que se frotaba los ojos en un gesto de cansancio. – Lo sé. Lo siento. Se ha complicado la cosa esta noche – agarró distraídamente una revista. Leyó la portada sin mucho interés y volvió a dejarla en su sitio. – Qué va. Voy ya para casa. Pero escúchame una cosa – hizo una pausa para coger aire. – ¿Podrías preparar el sofá cama? – avanzó hacia la caja y dejó un billete sobre el mostrador. Enseñó cuatro dedos a la dependienta y señaló su taxi. – Luego te lo cuento, no te preocupes – la cajera le dio el tique y se lo metió en el bolsillo. – Te veo en un rato.

Colgó la llamada y dirigió sus ojos hacia el coche.

El chaval ya no estaba.

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