-Será mejor así. –Con esas terribles palabras, que nunca anuncian un final satisfactorio, dio por terminada la conversación Alicia, la madre de Marina, antes de salir de la habitación dejando allí a una niña deshecha en llanto. A sus diez años, le resultaba incomprensible la negativa de su madre a lo que hasta aquel momento había supuesto la mejor y más celebrada costumbre familiar para Marina: los veranos en San Sebastián, en casa de la abuela.

Desde antes de que ella pudiera recordarlo, cada mes de agosto, cuando el sol parecía incendiar las calles y derretir hasta el asfalto en Madrid, Marina hacía la maleta y se trasladaba al fresco norte, donde la abuela y la tía Marga la recibían con abrazos, regalos, y un buen puñado de fantásticos planes estivales. Nada más despedirse de su madre, Marina corría hasta el balcón de barandillas verdes de la casa de la abuela y divisaba la bahía de la Concha a sus pies, tranquila y majestuosa, con la hermosa isla de Santa Clara al frente, y la siempre concurrida playa sobrevolada por cientos de gaviotas que, cual centinelas, observaban desde su privilegiada posición a los bañistas. La brisa fresca cargada de aromas era la primera de las maravillosas sensaciones que envolvían a Marina en aquella ciudad a la que amaba profundamente y añoraba durante once meses al año.

Los veranos en San Sebastián no eran nunca iguales, pero afortunadamente, siempre se parecían. Las mañanas eran tranquilas y apacibles. Su abuela la despertaba con un cariñoso beso y le preparaba un copioso desayuno en el que no faltaban los pasteles de chocolate o nata. Después, ambas se ponían el traje de baño y descendían la colina hasta la playa, donde se esforzaban por encontrar un hueco en el que extender sus toallas y clavar la sombrilla, nunca demasiado lejos del quiosco de los helados, que visitaban regularmente. Marina apenas salía del agua en toda la mañana. Saltaba las olas, nadaba, se sumergía para observar el fondo arenoso… Su abuela solía decirle que su nombre le iba como anillo al dedo, pues el medio acuático era aquel que mejor dominaba.

La abuela rara vez se dejaba acariciar por las olas. Siempre vigilante, esperaba a su nieta en la orilla y, cuando ésta se decidía a volver, juntas construían un castillo en la arena o paseaban desde una punta a la otra de la Concha. Aquellas caminatas eran un momento muy íntimo de las dos. La abuela solía relatar historias de su infancia, y lo hacía con tal detalle y fidelidad, que Marina podía cerrar los ojos e imaginar el mundo 60 años atrás. En aquella época, la abuela, que contaba con los mismos años que Marina tenía entonces, acudía cada tarde a la playa a escudriñar el mar intentando divisar en la lejanía el barco pesquero de su padre. Durante las largas temporadas en las que la faena lo tenía apartado de casa, la joven Lucía trataba de mitigar su añoranza escribiendo notas para su aita e introduciéndolas en botellas de cristal que luego arrojaba al mar con la esperanza de que terminaran enredadas entre la pesca del barco.

Marina adoraba escuchar las historias de su abuela. Algunas, la mayoría, las había oído más de cien veces, pero no por ello se cansaba de ellas. A veces, juntas se acercaban a las rocas e intentabandivisar entre la espuma el vidrio de una botella que trajera la respuesta a alguna de las misivas que la abuela escribió en su niñez. “Nada me haría más feliz que encontrar una”, había dicho una vez, pero la búsqueda había sido siempre infructuosa.

Por las tardes, mientras la abuela descansaba en el sofá escuchando entre sueños la telenovela, Marina leía o, en ocasiones, hacía deberes para el colegio hasta que la tía Marga se presentaba en la casa. Ambas se adoraban y disfrutaban mucho de la compañía mutua. Marga solía llevar a Marina cada año al monte Igueldo, en cuya cima hay un viejo pero encantador parque de atracciones al que se accede mediante un funicular. Otras veces se iban a merendar a la zona del puerto, y Marga terminaba por comprarle a Marina algún capricho en las acogedoras tiendas de la parte antigua. Los fines de semana, cuando disponían de más tiempo, las tres hacían pequeñas excursiones. Alguna vez fueron a Francia, en lo que supuso la primera vez que Marina salía al extranjero, aunque para su decepción encontró muy pocas diferencias en los pueblos pesqueros del otro lado de la frontera.

El mejor momento del verano era sin duda cuando llegaba la Semana Grande. Las calles de la ciudad se colmaban de alegres paseantes a todas horas del día. Los mimos y vendedores ambulantes se instalaban en el bulevar ofreciendo sus enseres y enseñando sus trucos a los viandantes. La abuela le compraba algodón de azúcar, y aunque al principio siempre se mostraba reticente a probarlo, acababa devorándolo prácticamente todo ella, ante la mirada divertida de Marina. Por la noche, acudían de nuevo a la playa para ver los fuegos artificiales. Era precioso observar los cohetes reflejados en el agua, tiñendo de color la negra bahía.

Después de tantas emociones, la despedida era inevitablemente dura. Su madre solía pasar con ellas el último fin de semana de agosto. Aunque se esforzaban en disfrutar de esos días, la evidencia del adiós era tan patente que, tanto a Marina como a su abuela, les costaba mucho disimular su tristeza.

Durante el resto del año, Marina apenas veía a su abuela. Algún año habían pasado las navidades en San Sebastián. Otras veces habían sido Marga y la abuela las que habían acudido a la capital. Pero normalmente Marina celebraba las fiestas con la familia de su padre, especialmente desde el divorcio. A ellos también les quería mucho, y lo comprendía, pero añoraba a su abuela enormemente y sólo la certeza de que el próximo agosto le devolvería a sus brazos le calmaba.

Era precisamente por ello que Marina no lograba entender a su madre. ¿Por qué aquel verano no? ¿Qué había hecho ella para que la castigara de esa manera? Marina repasaba una y otra vez su comportamiento de los últimos días, pero no había nada que le trajera una respuesta clara. Tal vez su madre se había enterado de que la abuela y la tía la malcriaban un poco, comprándole tantos regalos y dulces. O igual se trataba de las notas, debía admitir que había bajado un poco las calificaciones en matemáticas e inglés…Por más vueltas que le daba, no conseguía comprender, y su madre no estaba dispuesta a explicárselo.

Lo cierto es que todo había comenzado dos días atrás, con la llamada de la tía Marga. Su madre se encerró en la cocina para hablar, por lo que Marina, apostada detrás de la puerta, apenas pudo distinguir el tono quedo de su voz. Tras colgar, lo único que le había dicho es que la abuela estaba malita. ¿Pero acaso era eso impedimento para su visita? ¡Ella podría cuidarla hasta que se recuperara! Así se lo había planteado a su madre, pero, incomprensiblemente, ésta ni siquiera había querido escucharla. Tan sólo le había dicho que aquel verano lo pasaría en Madrid, y aquello para Marina eran las peores noticias.

Tanto insistió e insistió, que Alicia terminó por sentarla en el sofá una noche y contarle toda la verdad. Después de todo, Marina tenía ya diez años, y era suficientemente mayor como para entender ciertas cosas, por muy duras que resultaran. Despacio, y con delicadeza, Alicia trató de explicarle a Marina que en la memoria de su abuela poco a poco se había formado un agujero. Allí, en aquel oscuro pozo, primero fueron cayendo pequeños detalles sin demasiada importancia, como la cita con el médico de cabecera o el número de teléfono de su amiga Rosita. Después, los olvidos de la abuela habían cobrado una mayor dimensión, puesto que se había dejado la comida en el fuego en algunas ocasiones, o se había perdido al volver a casa del supermercado. Finalmente, la situación se había complicado más, ya que la abuela apenas podía valerse por sí misma, y necesitaba la ayuda y el cuidado constante de Marga, razón por la que habían decidido trasladarla a un centro donde pudiera estar permanentemente atendida por personas expertas en su enfermedad y médicos muy buenos.

Marina apretaba cada vez más intensamente la mano de su madre conforme ésta hablaba, intentando que con el esfuerzo las lágrimas que pugnaban por derramarse a raudales de sus ojos volvieran a ser absorbidas. Fue en vano. Con el fin del relato de Alicia, la niña se dejó ir en un llanto sin consuelo, que contagió finalmente a su madre. Entre sollozos, Marina le miró y, suplicando, sólo pudo preguntar:

-¿Y a mí? ¿Me ha olvidado también?

Alicia y Marina pasaron muchas horas abrazadas. Alicia acariciaba el pelo oscuro de su hija, intentando tranquilizarla. Finalmente, terminó por prometerle que irían a San Sebastián a visitar a su abuela. Sentía que no podía privar a su pequeña del que tal vez sería su último abrazo, y que era importante para ella dar respuesta a la pregunta que le había formulado, y que la estaba atormentando.

Aquella mañana de verano se parecía muy poco a cualquier otra de las que Marina había vivido en San Sebastián. Desde la clínica, situada en una de las montañas que rodeaban la ciudad, podía distinguirse el mar pese a la bruma, pero hasta allí no llegaba el olor de la sal ni los graznidos de las gaviotas alborotadas. Marina estaba muy nerviosa. Su tía la había abrazado muy fuerte y le había gastado unas cuantas bromas para intentar calmarla, pero no había funcionado. Cuando entró en la habitación, apenas pudo reconocer a su abuela. Solo un año atrás, aquella anciana que ahora aparecía ante sus ojos postrada en una cama con la mirada perdida en la ventana era una jovial mujer capaz de todo. Marina se acercó a ella y la llamó, pero la abuela no se inmutó. Entonces, la niña tomó entre sus manos la de ella y la acercó hasta sus labios para besarla. La abuela Lucía, entonces, giró la cabeza y al ver a la niña sonrió. Despacio, sus labios se abrieron y musitó:

-Alicia, ¿ya has vuelto del colegio? Anda, ve y llévale a la señora María Ángeles unos higos.

Horrorizada, Marina soltó la mano de su abuela y salió corriendo de la habitación, con los ojos cuajados en lágrimas. Marga salió tras ella, pero no pudo alcanzarla. Marina se encerró tras la puerta de uno de los baños que había al fondo del pasillo sin poder parar de llorar, sintiendo que había perdido para siempre a la persona que más quería en el mundo.

En aquel instante, una fugaz idea cruzó sus pensamientos. Rápidamente, Marina enjuagó sus lágrimas y salió corriendo del servicio en dirección de la cafetería del hospital. Unos minutos después, volvía a cruzar la puerta de la habitación de su abuela, con la respiración agitada fruto de la carrera. Su madre y la tía la observaron entrar con preocupación, temerosas de que la niña volviera a llevarse un disgusto. Pero Marina se acercó decidida a la cama, y esta vez, sin decir nada, colocó en las manos de su abuela su pequeño tesoro, el último regalo que podía hacerle.

La abuela notó el frío tacto del cristal y acercó el objeto a sus ojos para ver mejor de qué se trataba. En sus manos tenía una pequeña botella de refresco de cuyo cuello asomaba el extremo de una nota enrollada e introducida en su interior. Las arrugadas manos trabajaron cuidadosamente para extraer el pedazo de papel, que procedió a extender y leer. Apenas una docena de palabras consiguió hacer brotar lágrimas en sus ancianos ojos. A continuación, se giró hacia la niña, que miraba expectante a su lado, como esperando que sucediera un milagro maravilloso.

-Marina… -Murmuró la anciana. –Marina, mi nieta.

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