Claro que recuerdo la última vez que le vi. ¿Está loco? Recuerdo hasta el más mínimo detalle de cada una de las veces que la he tenido en mi vida. Por nimio que fuera, puedo enumerar una a una las diferentes tipologías que presenta su sonrisa. La ruborizada y la eterna bromista, esa que pone cuando ironiza y que a mí tanto me gusta, la de sorprendida y la surrealista, o aquella que se enfunda al tocar el colmo para esconder que la locura se está apoderando de ella.

Pero supongo que esto no le importa un carajo, que usted sólo quiere que le cuente todo lo que recuerde de aquella última vez que para mí fue como la primera. Porque cada vez que la veo es como la primera vez que me encontré con ella ese día cualquiera de juegos en el barrio.

Para mí nunca fue un juego, ¿Comprende? Aunque su expresión divertida me invitase a jugar, yo siempre me lo tomé muy en serio. Cada uno de sus gestos y todo lo que ellos parecían decirme a gritos y en silencio. La observaba, maldita sea, no sé cuánto tiempo he invertido en contemplar hasta el último resquicio de lo que ella es para hacer lo que yo quería que fuera. Para encontrar la manera de que ella sintiera lo que yo estaba sintiendo, y así bajara del cielo para encontrarse conmigo en lo más profundo de mis infiernos. La observaba y algo me decía que ella sólo sabía ganar, a pesar de tener tanto que perder, yo le enseñaría a vencerse entre mis brazos si así podía acercarse a saborear el matiz dulce de mi continua derrota.

A lo que vamos, que por su cara intuyo que se está impacientando.

Era sábado por la noche y llovía ligeramente. Sonreía, aunque nunca le gustó la lluvia, ¿sabe? Decía que le rizaba el pelo o yo que sé qué historia, la cosa es que aun así estaba preciosa. Me saludó desde la rampa y yo sólo pude devolverle el saludo, hipnotizado por la sonrisa que lucía.

Pensará que estoy loco, o peor, pensará que estoy enamorado y que lo que siento me está nublando por completo y no me deja ver con claridad. Y no me creerá, por supuesto que no me creerá si le digo que fue en el instante en el que ella entró en mi vida cuando pude verme mucho más claro, más a bocajarro, más yo y menos ellos, más ello y menos superyó.

Ese es el efecto que ella provoca en mí, qué quiere que yo le haga. El estado en el que deja mi mente desbaratada, hasta dominar mi cuerpo por completo. Con los instintos tan disparados que sólo se contienen por la delicada barrera que presenta mi piel y mis fisuras, cuando estoy frente a ella buscando desesperadamente la herida abierta o alguna comisura por la que verterme por todo su contorno. Con el único deseo de que algo tan erróneo como yo pudiera ser río, masa o sustancia para tomarla como cauce, molde o cubeta y construirme a partir de su figura.

Y así ser lo suficientemente bueno para ella, o quizá un poco menos imperfecto. Dentro de toda imperfección que tiene lo bello, su conjunto parecía estar deliberadamente premeditado. Esculpido con una pasión y alevosía que sería delito no querer que ella fuera el mayor de mis pecados, y así vivir juntos esta condena que tanto tiempo llevo enfrentando solo.

Al final siempre es cuestión de tiempo y es el minutero el encargado de poner a cada uno en su lugar. Y así ella tenía que responsabilizarse algún día de sus no actos y corresponder lo que no se había atrevido a verbalizar. Porque conmigo nunca le hizo falta hablar para que yo la entendiera.

Supongo que después de todo esto que le estoy diciendo es normal que piense que estoy enamorado. Y no le culpo, es lo que solemos creer cuando alguien se muestra tal y como es, sin artificio ni engaño. Cuando todo lo que se quiere se encuentra justo enfrente y se debe reaccionar; antes de que fallen los cálculos y todas las cuentas salten por los aires. Entonces se llega a ese punto de máxima inflexión en el que debes replantearte quién eres tú y quién pudiste ser alguna vez, si de pronto todo lo que eres se convulsiona por la simple onda de su pelo rizado por la lluvia, o la vibración de sus cuerdas vocales al romperse contra el aire con esa voz tan deliciosa.

Así que me pregunto hasta qué momento debo seguir actuando o si ya estoy preparado para salirme del papel. Como ahora, ¿se da cuenta? El teatro está vacío porque ya sólo importa el sentido de la obra. Y ella es mi protagonista.

Sea entonces consciente de lo absurdo que resulta que sólo pretenda que le responda una sencilla pregunta, y que yo no haga otra cosa que dar vueltas y vueltas sobre mí mismo para ver si así consigo marearle. Yo, que sólo quiero captar su atención, con el único fin de que entienda qué es lo que estoy tratando de decirle. Porque lo que me pregunta no tiene importancia si tenemos en cuenta que yo he sido el último en verla con vida.

Aunque ya le he dicho que para mí siempre fue como la primera vez.

Hacía mucho tiempo que no le veía sonreír así, de oreja a oreja, con esa luz en los ojos que no brillaba desde que éramos un par de adolescentes atontados que regresaban juntos a la salida del instituto. Esa que había estado apagada durante los siguientes años que nos vimos, alguno de esos días en los que ella regresaba de la ciudad y me la cruzaba por el mismo barrio en el que jugábamos cuando éramos críos. La echaba de menos. Mucho. Y no sólo por las largas estancias que pasaba fuera, después de todo, eso era lo de menos. Me refiero a ella, a quién era ella de verdad, la última vez que le vi fui plenamente consciente de que no era la misma.

Ya no era aquella niña, eso estaba claro, se había convertido en toda una mujer, con todo lo que ello significa. Si ella estuviera aquí, bueno, sabría de lo que hablo.

Y podemos invertir cientos de horas en debatir sobre eso, pero no creo que ese sea su interés ahora.

Sé lo que quiere, agente, pero no se lo voy a dar. Precisamente por eso necesito que me escuche. Pero que lo haga de verdad, no como todos esos majaras del psiquiátrico; si llega a entenderme puede, y sólo puede, que toda mi obra haya tenido sentido.

Era tremenda, en serio. Ella sí que era una obra de arte. Tan perfecta que, para alcanzar su cota más alta de belleza, era preciso dotarle de imperfección. Como la que presenta la muerte sobre un cuerpo que antes se aparecía con vida. Es importante que preste atención a este punto, y que no se distraiga buscando la manera de encontrarla, porque no lo va a conseguir. Ya se lo digo yo.

Lo que más le preocupaba y que era algo que defendía con todo el peso de su dialéctica, y esa fuerza que le salía hasta de las tripas, eran las cuestiones de género y todo lo que implican para las mujeres. Si la hubiera escuchado hablar… hasta el maestro se quedaba sin palabras. No había manera de rebatirle, al final acababa encontrando la manera y la metáfora de salirse con la suya. Controlaba las palabras hasta tal punto, y hasta tal coma, que tan pronto te decía aquello que estuvieras pensando, como te rompía los esquemas por completo. Haciéndolos mil pedazos. Tenía ese poder; el de descubrirte formas de pensar que ni siquiera sabías que poseías. Y así llegaba ella con sus atajos mentales -como solía llamarlos- y te demostraba que siempre había una salida.

Atajos mentales, vaya cosa, supongo que eligió ese nombre porque todos buscamos atajos cuando el dolor se hace insoportable; cuando el tiempo y el espacio pesan demasiado y sólo tienes ganas de huir.

Pero lo que ella no sabía, todavía, es que mi mente es un puñetero laberinto del que no se puede escapar. Y ella tampoco lo haría.

Durante mucho tiempo la vi sufrir por esta causa. ¡La de vejaciones y humillaciones que se le pueden hacer a una muchacha en un simple instituto! O cuando caminaba por la calle y se enfurecía cada vez que recibía algún comentario lascivo. Se giraba y gritaba, se sentaba en su cuarto y escribía. Aunque luego nunca nadie hiciera nada, ella creía en el poder de la palabra y así se dejaba la tinta, y hasta las ganas, por conseguir algún cambio que fuera real.

Ni siquiera usted hizo nada, agente, las veces en las que se quejaba de que le habían estado observando fijamente en el autobús, o le preguntaba que qué era lo que llevaba puesto aquella vez que le persiguieron por el parque.

Y créame que le entiendo, la culpa la tenía ella por ser tan perfecta y no protegerse, como si no supiera que el arte debe exhibirse con precaución y seguridad. Caminaba por las calles sin entender que me pertenecía, a mí y a todos los que quisieran poseerla, porque estaba allí, al alcance de nuestros dedos, y no había mayor éxtasis que la sola idea de tocarla.

No me mire así, estoy loco por ella. En el sentido más literal y lateral. Y así lo ha creído usted cuando he empezado a contarle este cuento, convencido de que se trataba de una bonita historia de amor, aunque en ninguna parte de mi relato haya dado una sola evidencia de que ella me correspondiera. Jamás intercambiamos ninguna palabra más allá de los saludos y las conversaciones de regreso a casa. Nada. Pero yo me creía con el derecho de tenerla, y vuestro silencio, y vuestra inacción, no han hecho otra cosa que reafirmar cada una de las premisas de mi mente enferma.

Me saludó desde lo alto de la rampa y entonces me di cuenta de que debía bajarla hasta mis infiernos si así quería arder con ella.

Le maté porque tenía el derecho de hacerlo y porque así podría darle esa imperfección, esa quietud, esa palidez, esa expresión en los ojos sin vida, que lograran que mi obra estuviera terminada. Que pudiera salvarle del cielo en el que vivía y en el que nadie parecía escucharle. Yo sólo quería hacerla mía y protegerla como se protege el arte. Y así congelar eternamente la sonrisa suya que a mí más me gustaba.

Le matamos, tú y yo, y todos los que nunca hicieron nada. El maestro, la policía, incluso los transeúntes que no sabían de qué demonios iba la historia, aunque si lo supieran y prefirieran ignorarla.

¿Cómo pudo pensar que estaba enamorado de ella? El único amor que yo siento es hacia el egoísmo que alimenta mis ganas de tenerla.

Porque esa es la gran diferencia, agente, el sentido de mi obra.

Mostrar cómo la injusticia se maquilla con nuestras leyes y así la vemos tan hermosa. Cómo la violencia se disfraza de amor para proyectarse sobre la víctima, y así ganarse el aplauso y la ovación de todos aquellos que la ignoran. Demostrarle que, aun siendo la inocente, ella no hizo otra cosa que defenderse.

Y que yo, siendo tan culpable, sólo debo dar explicaciones cuando ya es demasiado tarde.

Cuando mi obra está terminada y ya no queda nada por hacer.

Así que no pongas esa cara, que yo sólo terminé lo que todos empezamos.

Yo sólo la maté porque todos le dejasteis morir.

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