Los invitados habían comenzado a ocupar sus asientos.

Carla no se atrevía a entrar aún.

Ni siquiera había encontrado un buen motivo para estar allí.

No es que se sintiera precisamente a gusto con la situación, pero ahí estaba igualmente. A pesar de que se había dicho una y otra vez que no iría, que no tenía por qué ir, que no había nada por lo que ella debiera estar allí, rodeada de desconocidos con trajes tan extravagantes y pomposos.

¡Y pensar que esas eran sus mejores galas!

Carla tiro hacia arriba exasperada, del escote del vestido de palabra de honor de color lavanda que vestía.

Sí, estaba completamente harta.

Harta de llevar ese vestido cuyo color le provocaban náuseas, de las ampollas que le habían salido en los talones por los malditos tacones que llevaba puestos. Harta por lo pegajoso y sofocante que se encontraba el día, a pesar que estuvieran a finales de marzo.

Pero el único motivo por el que se encontraba tan agotada y con ese humor de perros era porque se odiaba a sí misma.

Se odiaba por no tener el suficiente amor propio para marcharse de allí, sabiendo que lo que iba a ocurrir esa mañana, en ese lugar, le iba a romper el corazón.

Sus amigas habían intentado convencerla de que no tenía por qué ir, pero ella se había negado a escucharlas, pretendiendo demostrar que ya no le importaba.

Pretendiendo demostrárselo a sí misma.

Sabía que no sería fácil de llevar desde el momento en que aceptó asistir. Pero nunca se imaginó que se sentiría así.

Una fuerte opresión se había instalado en su pecho y no la dejaba respirar.

Se decía a si misma que era porque se había apretado demasiado el corsé del vestido, pero sabía que no era cierto.

Y a pesar de todas las reticencias que había tenido para salir de casa esa mañana, ahí se encontraba. Comiéndose las uñas, histérica, frente a la iglesia en la que se iba a casar su mejor amigo, su primer amor, el primer hombre que fue capaz de hacerse paso entre los obstáculos, hasta alcanzar su alma.

Para luego destrozarla en mil pedazos.

Carla soltó una carcajada amargamente ante ese pensamiento.

No, no había sido el primero.

Había sido el único.

Y eso dolía aún más.

Sabía que ese día no solo Alberto se iba a arruinar la vida casándose con una mujer que no amaba, sino que también se llevaría su alegría con él.

Una mano tocó su hombro desde atrás y un escalofrío recorrió todo su cuerpo.

Se giró hacia su acompañante, un amigo de la facultad que llevaba todo el cuatrimestre intentando invitarla a salir, aparentemente ignorante del torbellino de emociones que estaban estallando en su interior.

—Entremos, ¿no querrás quedarte sin sitio?

Ella no contestó, pero le hubiese gustado.

Le hubiera gustado decirle que no era necesario buscar un buen sitio, porque no deseaba estar allí.

Notó que los dedos de su acompañante se entrelazaban entre los suyos, y aunque en cualquier otra circunstancia hubiese retirado la mano, no lo hizo.

Era agradable sentir el contacto de otra persona en esos momentos, hacía que su mente se mantuviera en tierra. Y por primera vez en toda la mañana, le miro a los ojos con gesto agradecido.

Él, sin decirle nada, la condujo por el pasillo central de la iglesia hasta el quinto banco, donde se detuvo y le hizo un gesto con la mano para que pasase ella primero.

Así lo hizo.

No fue hasta que estuvo sentada en el incómodo banco, que miro a su alrededor.

Contemplo el sagrado templo, donde instantes después perdería su alma.

Rió amargamente al pensar en lo irónico que era el hecho de que estuviese a punto de romperse en mil pedazos precisamente en el lugar donde la gente iba para sentirse a salvo.

Habían elegido una iglesia sencilla, a pocos kilómetros de las afueras de la ciudad. Era de estilo románico, como a ella tanto le gustaban, con su bóveda de cañón y sus arcos de medio punto.

Era sencilla sí, pero muy hermosa.

Los encargados de organizar la boda habían llenado el interior con adornos florales de gardenias, adornos que ella misma había tenido que ayudar a elegir.

Los primeros acordes de la marcha nupcial comenzaron a sonar y toda la iglesia se quedó en silencio.

Los invitados se giraron para ver caminar a la novia hacia el altar.

Carla en cambio, miró a Alberto que al igual que todos los presentes miraban a la novia embobados.

Él estaba peleándose con la corbata, tratando inútilmente de aflojar el nudo.

Y entonces, la miró.

Su corazón se detuvo, el aire abandono sus pulmones y sus mejillas se sonrojaron de manera evidente, como si fuera una colegiala que no supiera responder ante la mirada del chico que le gusta.

Pero no fue solo por eso por lo que sus ojos le mantuvieron la mirada de una manera tan estúpida. Era lo que transmitían cuando la miraba. Parecía que le estuviese suplicando que le perdonase por hacerla pasar por esa situación.

Apartó la mirada y apretó fuertemente la mano que su amigo aún sostenía.

Christian se llevó la mano hasta sus labios y poso un leve beso en el dorso.

Ella le miro sorprendida.

Él le sonrió y acerco su rostro hasta su oído para susurrarle.

— ¿Qué te parece si los siguientes somos nosotros?

Carla trató de ocultar su sorpresa con una fuerte tos que resonó por toda la iglesia. Los asistentes que se encontraban sentados cerca de ellos, la reprendieron con la mirada.

En cambio, Christian se echó a reír. Una risa aún más sonora que su forzada tos.

La abrazó entre sus brazos, apoyando la barbilla en su cabeza. Haciéndola creer por un momento que sabía cómo se sentía. Qué sabía exactamente lo que necesitaba.

Y, aunque al principio se sintió extraña entre sus brazos, poco a poco se fue acomodando entre ellos hasta finalmente sentirse a gusto, como si fuese un caparazón que la protegiera.

Durante un segundo todo su alrededor se detuvo.

Durante un instante su hermanastra dejo de encaminarse decidida hacía el amor de su vida agarrada del brazo de su padre. Durante ese corto tiempo sintió que ella no se encontraba allí.

Por un breve segundo sintió que se encontraba a salvo y si hubiera podido se hubiera mantenido así, arropada por unos brazos protectores que la aislaban del mundo, de las injusticias de éste, de la infelicidad, del dolor.

Sí, durante un breve segundo deseo quedarse para siempre entre los brazos de Christian.

Pero la realidad sobrevino.

La música dejo de sonar y con ello el sonido de sus latidos.

Dio un último vistazo hacia el altar, donde la supuesta feliz pareja se tomaba de las manos y se giraban hacia el sacerdote para que comenzara la ceremonia, y en ese momento lo supo.

Supo que ya no habría nada más en este mundo que fuese capaz de hacerle sentir el vacío que invadía en ese instante su interior.

Ya nada la haría sentirse viva de nuevo pues mientras él pronunciaba los votos, palabras insignificantes que estaba segura que él no sentía. Mientras él afirmaba ante Dios que nada ni nadie le separaría de la persona que tenía frente a él, mientras él besaba unos labios que no eran los suyos, ella supo que daría igual todo lo que hiciese por intentar llenar ese vacío, nada subsanaría su dolor.

Daría igual cuantos labios besará para olvidar el rastro de los suyos, ni cuantas caricias recibiera de otras manos, pues ninguna la haría estremecerse de la manera que él lo hacía; y aun sabiendo todo eso, su cabeza le obligo a negar todo aquello.

Una dolorosa sonrisa apareció en su rostro cuando su hermanastra y Alberto se encaminaban hacia la salida cogidos de la mano.

Que bien habían hecho su trabajo los sastres para disimular sus tres meses de embarazo…

Christian, que aún mantenía cogida su mano, le dio un suave tirón para llamar su atención.

Ella lo miró sin poder ocultar el dolor que mostraba su rostro.

Él cogió un mechón de su cabello que se había escapado del improvisado peinado que llevaba, y se lo colocó detrás de la oreja.

Agradeciéndole el gesto, le mostro una tenue, aunque sincera sonrisa. A la que él respondió diciendo.

—Algún día me miraras como hoy le miras a él. Algún día la tristeza que muestran hoy tus ojos se convertirá en alegría. Y sé que tú no lo crees, pero algún día amarás como nunca pensaste que amarías. Y cuando ese día llegue, espero ser yo el causante de tus sonrisas.

Y sorprendentemente eso fue todo lo que Carla necesitó oírle decir.

Necesitaba saber que había esperanza aunque en esos momentos no creyera en ella.

Sin previo aviso, se alzó lo más que pudo en esos incómodos tacones para depositar un leve beso peligrosamente cerca de la comisura de sus labios, y le susurró al oído.

—Algún día.

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