“Aquí huele a mar.”
Eso fue lo primero que cruzó por su mente, o quizá su nariz. Sonrió, no por primera vez en su vida, pero posiblemente sí por última, ya que ese preciso día, el mismo día de su decimocuarto cumpleaños, había sido condenado. El sol aún no tintaba el cielo por completo cuando cinco hombres, todos armados, irrumpieron en el lugar y lo esposaron. Y él se dejó hacer, los golpes que le propinaron fueron todos gratuitos, pues cuando muchos años atrás vio a su madre arder y escuchó como las llamas se alzaban con sus gritos, comprendió que él terminaría igual; la muerte le esperaba con los brazos abiertos y una soga entre las manos. No le importaba tampoco, a fin de cuentas estaba solo en el mundo, no quedaba nadie que pudiese echarlo en falta. Lo subieron a un carro, agarrándolo del pelo, y él dejó colgando las piernas cuando quedó sentado en la madera mohosa.
De repente un horrible hedor le nubló la vista, el olor a tierra húmeda que las ruedas del carro levantaban le estrujó el corazón. Y entonces comprendió que, si seguía dejándose llevar, realmente perdería lo único que le quedaba. Sintió que, silenciosa, ella lloraba por su prematuro final, y sin pensar en lo que hacía saltó. Saltó de ese carro, le dio la espalda a esos hombres y echó a correr, hacia ella, justo antes de que la tierra le hiciese añicos el corazón. Y quizá fue otra vez la tierra, o un disparo en el hombro, lo que tiñó en ese preciso instante el aire de sus pulmones de color rojo, y antes de ser consciente cayó. Cayó sin fin, cayó escapando, cayó en picado hacia el agua, y ella lo recibió en su lecho, y en su lecho de olas calmadas lo acunó.
Años después, esas mismas olas, balanceándolo suavemente, le daban los buenos días. El niño, ahora capitán, sonrió después de respirar profundamente. Su piel, del color de las conchas más preciosas que la mar en su interior guarda, besada por el sol con extremo apego, su pelo, oscuro cómo la madera de los navíos que el agua impetuosa acaricia y rizado como las olas en tormenta. Sus ojos, hechos de algas danzarinas que se mueven bajo los reflejos de luz, y en su hombro, el cual en su momento fue una emulsión de sangre y carne rota que rezumaba óbito, solo contaba con una cicatriz que ella curó. Se puso sus pesadas ropas, su sombrero de ala ancha con tres plumas grana y salió a cubierta, dándole la bienvenida a la sal que se pegaba en su piel y besaba sus mejillas.
Se apoyó en la madera, caliente por el sol, y empezó a divagar por las palabras que salían de su boca. Con la voz un poco adormilada aún, comenzó a hablar de su amada, de sus ojos cristalinos, demasiado claros a la vez que oscuros para poder definir el color exacto de ellos, siendo pecado querer ponerle un nombre por el simple hecho de excluir entonces a todos los demás. De la forma en que la luz de la luna iluminaba sus curvas sinuosas, rielando de forma tímida en ellas, de su voz de espuma y risa ligera. La forma en la que deseaba ser digno de sus caricias y odiaba sus besos por el simple hecho de no poder recibirlos. Y la mar lo escuchó, contestándole dando golpecitos en la madera del barco mientras le invitaba a proseguir con su apaciguado ronroneo.
Las horas pasaron demasiado rápidas, o quizá lentas, entre los gritos de sus hombres y el murmullo del agua, y cuando el sol se escondió, él salió de nuevo de su camarote. La luna le dio la bienvenida, solemne y femenina, y él le sonrió antes de dirigir su mirada hacia abajo. Su mar seguía allí, calmada, dormida, y él calló para no despertarla y dejarla descansar.
Incontables veces había escuchado historias sobre la maldad que esas largas e infinitas mareas enmascaraban, sobre la crueldad de ese infierno líquido al que otros temían, pero él solo veía amor cuando miraba sus azules aguas, las mismas que tiempo atrás lo habían salvado. Su manera de obrar contra cualquier bajel que cometiese la osadía de encontrarse en su camino era lo que le había concedido el nombre de “capitán carmesí” puesto a que ese era el color que teñía el agua allí por donde pasaba su carabela. Y sin embargo ella le redimía de sus pecados cada vez, limpiando la sangre de las almas que por fin habían encontrado su descanso al pasar por el filo de su sable.
Anonadado por su majestuosa belleza, el capitán hundió los ojos en su interior, de la misma forma en la que un ancla perezosa cae hasta la arena que se encuentra en el fondo. Acarició con la mirada cada gota de agua que la tenue luz le dejaba ver, y, en ese preciso momento, quedó definitivamente hechizado por el olor a sal y espuma, y deseó como nunca antes formar al fin uno con su amada.
Las lágrimas son saladas porque están hechas de mar, o quizás la mar es salada porque está hecha de lágrimas. El dolor de una herida se cura con aún más dolor, y cuando él se reunió con ella de nuevo sintió tal calvario que todas las heridas de su corazón lúgubre sanaron de golpe. Y al dejar de sentir dolor, se supo como una pluma que al son de las dóciles y libres olas descansaba sin preocupación alguna. Y la ausencia de esas preocupaciones le recorrió cada centímetro de su cuerpo mientras ella, caprichosa, al fin lo acariciaba dulcemente. Y esas caricias le contaron que el sentimiento que nubla la consciencia y atormenta a aquél que lo siente, a pesar de llamarse amor, cuenta con una “d” de dolor implícita. Él lo comprendió por fin al recibir el último de sus besos.
Y cuando sus pulmones se llenaron de azul, un último pensamiento cruzó por su cabeza;
“Aquí duele amar.”
OPINIONES Y COMENTARIOS