Al abrigo de mi piel. Pues son mis brazos los únicos que me abrazan mientras descanso sentada sobre la mullida alfombra en el centro perfecto de la habitación.
Fuera, todo es tumulto y descontrol.
Miles de vidas que no entiendo, pensamientos que no comparto, sentimientos enterrados que jamás verán la luz del sol.
Fuera es todo un mundo desconocido al que observo con ojos de animal herido, pues sus garras y colmillos han dejado cicatrices sobre mi cuerpo y heridas sangrantes en mi alma.
Aquí dentro puedo reposar tranquila, al sosiego de las dulces sombras de la soledad y el silencioso paso de las horas que se escurren entre mis dedos mientras mis ojos me lamen la cara.
El día llora en mi ventana, tras el cristal. Lo llevo viendo todo el rato; nubes negras que acechan sobre un cielo gris, cuyas lágrimas bañan esa sociedad llamada humana que se desarrolla a los otros lados del muro.
Lágrimas que han logrado colarse hasta el interior de mi refugio; de mi mente; de mi alma.
Me abrazo con fuerza mientras pienso que los últimos colores de la tarde no tardarán mucho en expirar ya. Fuerte. Piel contra piel. Sintiendo mi tacto, mi olor, mi esencia. Mi yo olvidado que nadie recuerda ya.
Qué lejanas las luces que se asoman tras el cristal; borrosas tras el llanto de la lluvia, se asemejan a luciérnagas titilantes, a pequeñas hadas que quisiesen entrar…
Deliro.
Son las luces de las farolas. Las farolas con sus luces y nada más. Esto es el mundo real.
El mundo real donde no tienen cabida hadas ni luciérnagas ni sirenas ni mar, porque no son ríos ni arroyos ni un mapa de algún lejano lugar lo que la lluvia dibuja en mi ventana, sobre el cristal. Sólo son las lágrimas de un cielo que, caprichosas, trazan complejos entramados en su bailar.
Mi respiración me acompaña, ocupando un lugar que para nadie es ya.
Sola en una habitación que me parece un gran castillo.
Sola entre tanto espacio. Me asfixio.
Olvidada. Y es en ese olvido que temo no ser una princesa que vaya a ser rescatada antes de que las doce campanadas suenen y resuenen una vez más, porque mis lágrimas rompen a mi corazón sus alas y sus latidos ya no escriben música ni bellas baladas… La tinta de mis venas ya no es luz de vida, sino sólo un líquido de apariencia encarnada.
Basta.
Aquí no hay príncipes ni princesas ni magos ni ninguna bruja malvada.
Nadie me dio a morder ninguna manzana envenenada ni una rueca trucada me hará dormir el sueño en el que pierdo un pequeño zapato de cristal.
Los recuerdos se extravían en mi mirada perdida que no mira nada, porque no hay nada que ver.
A mi alrededor todo lo que hay son sólo fantasmas… sobre el sofá, sobre la cama. Sus pasos aún resuenan aunque sus huellas desnudas no dejen nada. Sus pisadas a todas horas perdidas para siempre entre los recovecos de mi memoria.
Miro en derredor y todo se me antoja un mundo nuevo.
Un nuevo decorado, un nuevo aguacero… una nueva sensación de cálido hogar.
Dios mío, ¿cómo puede estar todo tan cambiado sin haber cambiado nada de lugar?
Me palpo la cara. Algo familiar que me regala una sensación de calma. La piel tan suave con tantos recortes de vida adheridos…
Presto más atención, quizá aún quede alguno de sus besos prendido que no se haya llevado el agua, que haya sobrevivido… Un superviviente a la ducha que me lavó el cuerpo y al llanto que me limpia el alma.
La oscuridad se acerca, lo presiento. Siento su presencia oprimiéndome el pecho. Otra noche sin el calor de tu cuerpo acunado entre mis sábanas, pues seguramente entre otras habrás reposado ya, mientras tu imagen me azota y el sueño me priva de escasas horas de libertad.
No sé cuántas horas, cuántos minutos… cuánto tiempo habrá pasado ya, pero las gotas continúan con su sorda letanía sobre el cristal. La ciudad se sume en sombras, se consume en el manto azabache que la temprana noche derrama sobre sus hombros con autoridad… Sólo iluminada se intuirá intermitentemente por el débil resplandor de algún relámpago que pronto se empezará a mostrar.
Los truenos descargan una furia que preña la ciudad, y se me antojan susurros en medio de la tempestad, como todas esas palabras descarnadas que aún, por todas las habitaciones de ahora mi solitaria casa, deben revolotear.
Escucho con atención.
Nada. Ninguna señal.
Quizá pueda cazar alguna rezagada más tarde, que ande por ahí despistada, perdida y sin rumbo y mi mano sea capaz de alcanzar. Así mi corazón irá recobrando algo de vida y dejará de ser algo que sólo late para mantenerme viva, será de nuevo una caja mágica donde los sueños que aún me quedan por llegar…
No. Debo asumirlo.
Este no es el País de las Maravillas ni hay gatos que calcen botas ni tres osos que sean vecinos a una casita de caramelo. Aquí a Caperucita se la comería el lobo y las judías son comida y nada más.
Las luces anaranjadas resaltan sobre una noche que me cerca ya. No tengo escapatoria, aunque ahora que lo pienso… ¿huir de qué? Correr está de más, no puedo huir de mí… y aun así soy yo quien me abraza; soy yo quien me besa.
Soy yo quien me acompaña mientras las luces y sombras danzan en torno a mi soledad, pues otras compañías llenarán tus madrugadas y días mientras yo aún intento olvidar, ya que todavía soy capaz de oír retazos perdidos de nuestras risas enredadas en la maraña de mudos sonidos atrapados para siempre en la eternidad.
Me abandonas y estoy sola. Y a mí misma me encuentro en medio de esta soledad.
Mi compañía me acompaña, mi tacto me devuelve caricias que creí perdidas ya.
Estás lejos, en la distancia, distante de mi vida, viviendo la tuya sin tener idea de nuestro final… del final de cuento de hadas que para los dos yo había creado, pero tu amor por ti te dejó cegado y a mí pasándolo mal.
Pero así es la vida. Y mi vida parece tener unas riendas que he de volver a retomar, pero mis caballos se encabritan, siento que no los puedo domar a la par que tus monturas vuelan veloces, dejando los recuerdos y el polvo atrás.
Sólo con pensar en empezar desde cero se me eriza la piel y mi corazón aletargado retumba asustado hasta alcanzar la garganta, repentinamente seca a causa del miedo.
Respiro profundamente. Debo ser fuerte, puedo hacerlo, te he olvidado ya.
Nada de ti queda ya entre estas cuatro paredes de mi castillo de cristal, todo tú no existes, ni tu olor prende mi cuerpo ni tu voz me da el aliento ni rescoldos de tu imagen en mis retinas están grabados ya…
Menos mal que aquí donde me encuentro, en esta realidad, las narices no crecen ante el tumulto de mentiras que a mí misma me trato de contar.
Tus ausencias me acompañan… pero después de todo no estoy tan mal.
Podría pensar que tengo una alfombra mágica que sea capaz de volar, de llevarme lejos de las tormentas y alejarme de la tempestad, poniendo rumbo a las estrellas y a los planetas… hacia el lejano País de Nunca Jamás.
Sólo que aquí no hay genios ni lámparas ni tazas o plumeros que bailen sin parar.
El frío ante lo incierto de mi futuro, el vacío de mis sueños muertos, me cala hasta los huesos haciéndome tiritar.
Oculto la cabeza entre los brazos que sujetan las rodillas de mis piernas flexionadas, me falta el aire. Mis lágrimas me ahogan ya.
Me gustaría poder tener las fuerzas suficientes para llegar hasta mi ventana, abrir mi cárcel al mundo y dejar libre mi melena desatada, con la secreta esperanza de que algún trovador perdido ascienda fatigosamente por mis cabellos y me ayude a abandonar este cautiverio que me tengo impuesto.
Pero no. Nadie vendrá.
Aquí sigo presa en mi morada, entregada a esta profunda melancolía que me atenaza, porque no existe la magia que transforme la paja en oro ni a un triste patito en un bello animal.
Bueno. Quizá aquí no haya elefantes que vuelen ni jorobados que toquen las campanas de Notre Dame, pues es la vida misma y la vida real; donde el destino es antojadizo e inconstante y teje sus volubles hilos con las bobinas del azar, como esas gotas de lluvia que durante todo el día me han acompañado y que nuevamente inundan el cristal, y corren revoltosas y desesperadas dejando extraños dibujos en su caminar.
Aquí la vida no es una historia, ni un cuento con bonito final, pues mientras aún reposo abrazada entre las sombras de la soledad, el destino puede tornar el eco de tu risa en llanto mientras que en algún otro lugar, mis lágrimas se transformen en mariposas y de mis mejillas revolotearán, y de nuevo llenará mi vida la magia que tú no me supiste dar.
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