El tenue resplandor blanco volvió a aparecer en el borde derecho de la Luna, y una sonrisa de alivio se dibujó en su rostro. Por un momento había pensado que ya nunca volvería a ver su luz.
Había sido angustioso contemplar como la oscuridad la devoraba lentamente, llevándose por delante su pálida belleza hasta dejar en su lugar aquella mancha negra, carente de vida y de esperanza. Había tardado un tiempo en darse cuenta de lo que en realidad estaba sucediendo, y hasta entonces no había parado de lamentarse y de gemir.
Un eclipse… Lo había olvidado. Tantas cosas en la mente, tantos recuerdos de su vida anterior y lo había olvidado. La tierra se había interpuesto entre la Luna y el Sol, robándole su color.
Siempre había tenido una gran pasión por el cielo y los astros. Lo hacían a uno sentir tan pequeño, pero a la vez parte de algo increíblemente grande.
Volvió a él el recuerdo de una noche de verano en la montaña, mirando hacia el cielo… Su padre a su lado. En la ciudad había demasiada luz para observar el cielo estrellado, por eso aprovechaban las visitas al pueblo. Recordaba las constelaciones, la oscuridad, el aleteo repentino de algún que otro murciélago alrededor de los faroles encendidos en el camino. Todo ello acompañado de aquel suave frío que pronto dejaría lugar al calor de una nueva mañana. Incluso desde aquella época, el cielo y el espacio lo habían obsesionado.
A medida que se fue liberando de la sombra, ella volvió a él, con un color más claro y más puro que nunca. Era su única esperanza… Confiaba en que allí abajo, en la Tierra, alguien más la estaría observando como él, compartiendo aquel mismo momento. En algún lugar bajo las nubes.
Se alejó de la ventana con un suave empujón contra la pared, sin dejar de mirar hacia la Luna mientras flotaba, deslizándose por la estancia. Al llegar junto a los paneles de comunicación se detuvo agarrándose a la mesa. Introdujo los códigos de acceso y comprobó las conexiones establecidas. Ninguna novedad.
Cogió el micrófono y se lo acercó a los labios, dispuesto a emitir una vez más el mismo mensaje de cada día.
“Aquí Estación Espacial Sirocco.” Llevaba ya tres años allí. Su único espacio consistía en las frías y sobrias estancias de la estación: el pequeño cubículo donde dormía, un lavabo y la sala de control, llena de monitores y ordenadores. En ella solía pasar todo el tiempo, pues era la única que contaba con las ventanas desde las que observaba la Luna, la Tierra y las estrellas.
“Habla el especialista de carga Doban…”. Durante los dos primeros años había coincidido con su compañera y predecesora, Elena, quien lo había instruido en las distintas tareas de control y mantenimiento de la estación. Al pasar ese tiempo ella fue destinada de nuevo a la Tierra, dejándolo a él a cargo. Un nuevo reemplazo debía haber llegado al año siguiente, para seguir el mismo procedimiento que él mismo. Pero nunca sucedió. Un día las comunicaciones se cortaron sin más, y él se quedó allí, a su suerte. “Fui enviado para el control y mantenimiento de la estación para la misión Vigilia. El día número setecientos cincuenta y dos de la misión, posteriormente al regreso a la Tierra de mi compañera, Elena Sebda, fueron interrumpidas sin aviso previo todas las comunicaciones con el centro de mando.”
Antes de que aquello sucediera le habían hablado de las tensiones que se estaban produciendo en la Tierra, mientras ellos trabajaban en la misión. Se acercaban tiempos de guerra, el hilo del que pendía la estabilidad de los estados era cada vez más fino, y esta vez no habría bandos claramente superiores. Finalmente la tensión escaló y comenzaron los conflictos abiertos. La guerra llegó, aquello sí que lo había llegado a saber. Le habían llegado a hablar del uso de armas nucleares y biológicas, de la ruptura de pactos internacionales…
“Desde entonces, no he vuelto a recibir comunicación alguna. He comprobado todos los sistemas de la estación y no existe ningún tipo de avería”. Había pasado horas, días enteros, comprobando todos los mecanismos para asegurarse de que no se había producido ningún fallo, pero no encontró nada. A menudo se despertaba durante sus horas de sueño para realizar nuevas comprobaciones, negándose a aceptar la verdad. Todos sus esfuerzos y las lágrimas de desesperación fueron en vano. Al cabo de una semana, o tal vez fuera un mes, perdió toda esperanza de que aquello fuera un fallo en sus sistemas.
“No he escuchado ninguna voz que no sea la mía” Durante aquel tiempo había gritado, llorado, pedido clemencia… “Si hay alguien allí abajo, por favor…” Las lágrimas volvían a correr ahora por sus mejillas. “Por favor… Que conteste. Si hay alguien vivo… La guerra…” Dijo entre balbuceos. “Si hay alguien… Responda” Había llegado a dejar de comer durante días… Pero por algún motivo la esperanza volvía a él, de alguna manera… “Necesito saber…”. La idea del suicidio… No quería ni pensar en ello.
Sus provisiones estaban todavía lejos de agotarse. Había tenido suerte, pues la misión se había preparado con cualquier imprevisto en mente y la cantidad de víveres era muy superior a la necesaria para su supuesta duración.
“Por favor” Quizás ya no quedaba nadie allí abajo que recordara su existencia. “Mis hijas…”. No pasaba día en que no pensara también en sus risas, en sus miradas alegres cuando las levantaba sobre sus hombros, en su curiosidad indómita. “Digan a mis hijas que las amo. Que no las olvido, ni jamás las olvidaré” Mientras hablaba dirigía su mirada a la Tierra. A aquel punto sobre el planeta donde las había dejado para embarcarse en aquella misión que siempre había sido su sueño, su mayor aspiración. “No hay nada más importante que vosotras. Vosotras sois mi mayor logro, el mayor regalo que jamás me ha dado la vida”. Rezaba porque estuvieran bien, sanas y salvo de aquel mundo cruel que por algún motivo se empeñaba en llevarse por delante a todo aquello que era bueno y puro. “Y Karen…” Todas las discusiones parecían ahora tan nimias, tan estúpidas e infantiles. “Si alguna vez me quisiste, quiero que me perdones. Que recuerdes únicamente los buenos momentos que tuvimos… Te quiero y siempre te querré”.
El planeta azul, nada más que una mota de polvo suspendida en el viento del universo. “Si todo el mundo pudiera ver lo que yo veo en este mismo instante… Olvidarían todo aquello por lo que odian y luchan”. La mota de polvo más hermosa que jamás vería en su existencia.
Se preguntaba cuanto sufrimiento había habido allá abajo. Dónde estarían todos aquellos a los que había conocido en su vida y si, de saber que él aún estaba vivo allí arriba, cambiarían su situación por la de él. El aislamiento, el desconocimiento, la frustración, la eterna y falsa esperanza de que algo iba a cambiar. Lo dudaba.
Al menos la seguía teniendo a ella, su pálida y eterna compañera. Observándole a él desde la lejanía como en aquellas noches, que ya formaban parte de una vida anterior. Su compañía le daba las fuerzas para seguir intentando contactar con la Tierra, las fuerzas para seguir creyendo que existía alguna posibilidad de terminar con ese sufrimiento.
Y allí estaba él, más allá de las nubes. Observando la Tierra como un dios, pero sin tener la más mínima idea de lo que allí había sucedido o seguía sucediendo. Flotando en el viento del universo. Abandonado en Sirocco.
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