“Estoy tan solo como este gato…
y mucho más solo, porque lo sé y él no”
Julio Cortázar
La noche está en ese punto de oscuridad plena antes del amanecer. Me he despedido de mis amigos hace un rato en la puerta de la discoteca y ahora estoy de pie en la calle sin saber muy bien qué hacer. Sé que no los echaré de menos. A ninguno de ellos. Ni siquiera puedo llamarlos amigos, sería más acertado calificarlos de “compañeros de juergas nocturnas”. Casi no sé ni cómo son sus rostros ni sus nombres. Nos conocimos en una de esas aplicaciones que te “ayudan” a aumentar tus relaciones sociales y te ofrecen planes alternativos, si es que ya has desechado el de quedarte en el sofá viendo la película mala que emiten en la televisión. Hemos quedado un par de veces más. Ninguna demasiado divertida o trascendente. El único resultado de esta última ha sido que las luces de neón me han cegado durante toda la noche y no he encontrado ni una mano a la que aferrarme si me perdía en medio del tumulto. Me invade una honda nostalgia al pensar en lo sola que estoy. ¡Menuda mierda de aplicaciones hacen últimamente!
Camino sin rumbo esperando que llegue el día, aunque algo me hace dudar de que vaya a hacerse la luz en algún momento. Todo tiene un tinte muy negro esa noche. Algunas farolas luchan por mantenerse encendidas, otras están hechas añicos, obra sin duda de algún gamberro que les ha tirado piedras con la suerte de acertar de pleno. Ando despacio, entreteniéndome con cada detalle que veo a mi alrededor. Quiero saber si, por casualidad, la noche tiene algo más que ofrecerme, después de llenar mi mente y mi cuerpo de música estridente, alcohol y decepciones, una vez más.
Tener algo que contar siempre está bien, por eso busco algo que me inspire: una historia de última hora, una persona interesante que se haya quedado sola como yo en medio de la nada… Siempre he pensado que cada segundo de la vida tiene su magia y que durante la noche esta magia aumenta, llegando a hacernos pensar que muy pocas cosas son realmente imposibles. En algún rincón puede aparecer alguien con quien compartir experiencias, con quien acabar riendo y tomando una última copa. O con quien comparar nuestras vidas y de pronto comprobar que no son tan diferentes. Al fin y al cabo todos los de por aquí acabamos viviendo de manera casi idéntica.
Me cruzo con una pareja que anda a trompicones, sosteniéndose como pueden el uno en el otro. Se tambalean tanto que casi van encorvados para poder mantener el equilibrio. Entre carcajadas y muy conscientes de su estado acercan torpemente sus bocas hasta darse una especie de beso. Resulta un poco grotesco ver un beso dado en esas circunstancias. Creo que los besos son algo sagrado, un ritual mediante el cual dos almas se comunican. Por eso no puedo soportar los besos sin sentido y ese había sido uno totalmente fuera de lugar. Otra decepción.
Me voy acercando a una parte de la ciudad que me resulta familiar y vagabundeo por las estrechas callejuelas. Las farolas siguen encendidas pero ya con ganas de apagarse. Su luz es tan tenue que otorga al barrio un aspecto más gris de lo habitual. La fiesta también lo ha seducido esa noche, dejándolo desolado a su paso. Lo sé porque lo único que veo por todas partes son montones de basura: cartones de vino abandonados, litronas vacías, vasos de plástico medio llenos, colillas consumidas por algún joven ansioso por encontrar a alguien con quien curar sus penas y jirones de algún beso furtivo. Invade el ambiente un fuerte olor a orín y a lágrimas de desamor.
La algarabía ha dejado paso a un silencio absoluto, casi fantasmal. Es ese tipo de silencio que precede al despertar de los que tienen que levantarse para ir al trabajo. Persiste dentro de mí el leve mareo que deja el alcohol una vez instalado en la sangre. Corre por mis venas desesperado por llegar de nuevo al cerebro y hacerse dueño de mí, pero ya no lo consigue. Es demasiado tarde para seguir riendo. Simplemente tengo un embotamiento en la cabeza y ganas de llorar. Además de un hormigueo constante en las extremidades, un leve cosquilleo que sube por los brazos y las piernas, que se mueven por inercia sin importarles a dónde nos dirigimos.
¿Qué es lo que nos hace volar?, ¿cuántas copas hacen falta para sentirse libre?, ¿cuánto vale esa libertad? Hace falta tiempo para darse cuenta de que ese mismo tiempo se nos escapa sin que podamos retenerlo. Para ser conscientes de que es ese mismo tiempo el que no te deja ser libre, el que te amarra y te recuerda que estás a su merced. Por eso en ocasiones queremos que se detenga: bebiendo grandes tragos de alcohol, bailando en los bares cada noche o esperando a que se nos apaguen los cigarros en el cenicero mientras leemos poesía en el sofá. El alcohol y la literatura hacen que el tiempo se pare.
Un gato negro sale de detrás de un cubo de basura maullando. Parece que reza una oración. Creo que es más bien una súplica, un lamento, una especie de homenaje que le obligan a realizar para despedir a la noche. Esa noche que lo camuflaba entre las sombras y que no quiere que se acabe. Su pelaje está adornado con destellos azules, como si se hubiera alojado la luna en su interior. Avanza con su triste cántico, directo a algún lugar en el que poder seguir pasando desapercibido ante el día que se aproxima. Solo quiere dormir. Dormir nos ayuda a descansar de la realidad que nos abruma.
Lo sigo sigilosa por las calles. Se bambolea con paso lento y muy pegado a la pared. Buscando el lugar ideal para su descanso. Pasa sin detenerse por diversos portales de toda índole hasta que, por fin, se para frente a una puerta enorme de madera y la atraviesa sin dificultad por un minúsculo agujero que hay en la parte inferior. ¿Cómo son capaces los gatos de meterse por semejantes huecos? Entonces imagino que es un gato mágico, un gatomante, un gato de Cheshire al que le han robado la sonrisa. Me siento como Alicia en medio de todas esas calles y edificios, a veces diminuta y a veces enorme. Pero el País de las Maravillas desapareció hace ya muchos años, dejando paso a la cruda edad adulta.
Me agacho para asomarme por la pequeña abertura por la que pocos segundos antes ha desaparecido mi amigo felino. Al mirar por el agujero descubro que el gato ya no está allí. En su lugar hay una mujer sentada en una silla con la cara llena de lágrimas. Sus piernas son largas y esbeltas. Viste un traje negro impoluto y se está calzando unos tacones. Seguramente trabaje en una oficina y ya es la hora de prepararse para comenzar una nueva jornada laboral.
El cielo empieza a clarear poco a poco, se apagan las farolas y se abre el telón. Ya se oyen las cafeteras borboteando mientras se despegan las sábanas y los ojos. Tengo las manos muy frías. Ha sido una noche larga e improductiva. Me las caliento con la taza de café humeante que está sobre la mesa. Espero que la camisa esté lo suficientemente planchada y los zapatos sean lo bastante altos. Salgo corriendo de casa. Apresuro mis pasos hacia la avenida principal para no perder el autobús. Ya suenan las primeras campanas y cantan los pájaros, tímidos aun para no despertar a los gatos. Ojalá pudiera dormir como ellos o volar y pasarme el día cantando como los pájaros. Pero la oficina me espera. Será una mañana muy dura.
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