Una noche la cíngara soñó que le salían alas y huía por el cielo hasta llegar a una casa hecha de oro puro. Aquello no era una cárcel, y aunque lo fuera daría igual siempre y cuando rebosara semejante riqueza y esplendor. Oh, lo que daría la cíngara por estar ahí. Sus ojos felinos, su cuerpo moreno, su alma e incluso sus pies, la parte más preciada de su anatomía. Todo por esa casa de oro…

Lamentablemente, al abrir los ojos con los primeros rayos del Sol y los sonidos del día que despierta tras la oscuridad, se topó de lleno con el mundo real. Allí estaba la cíngara, metida en su jaula de metal oxidado y suelo de madera con montones de paja a su alrededor como si de un animal se tratase. Pero bueno, ¿acaso ella no era un animal? ¿Una extraña criatura exótica nacida para ser exhibida a cambio de dinero? Por eso estaba encerrada entre esos barrotes. La joven gitana era la joya más preciada de un decadente circo ambulante con criaturas tan horripilantes como fascinantes. La cíngara, una bella flor en mitad de una miserable ciénaga, el único ser capaz de evitar que alguien sucumbiera al delirio ante tanta monstruosidad creada por un dios despiadado y maligno… o de arrastrarlo a la locura cuando movía sus ágiles y pequeños piececillos llenos de tintineantes pulseras al ritmo de la música. Una música alegre que en su cabeza se tornaba una melodía triste y melancólica.

El enano de ojos saltones se acercó a la cíngara como cada mañana y le pasó un cuenco de comida por entre los barrotes. Luego le sonrió antes de marcharse. La cíngara apartó el cuenco a un lado y se sentó a contemplarlo con una delicada mano acariciando el metal que la mantenía presa. Desde allí lo observaba todo, pero no tenía con quién compartirlo. No hablaba con nadie, ni ella ni ningún miembro de la compañía. Era una de las reglas que había que acatar. El enano se dirigió hacia donde estaba la mujer barbuda. Era gorda y fea. A su lado el enano parecía aún más pequeño. Pero él la quería. Sí, claro que la quería. Por eso no permitía que ella hiciese el esfuerzo de agacharse, sino que utilizaba un taburete para poder estar a su altura. Cuando el enano se marchó apareció por otro lado el domador de leones. La mujer barbuda suspiraba por él, un enclenque hombrecillo siempre vestido de negro que llevaba un alto sombrero de copa que le hacía parecer más esbelto. ¿Por qué el mundo tenía que ser un lugar tan cruel? El enano jamás estaría con su mujer barbuda ni ella con su domador de leones. La cíngara suspiró y se preguntó cómo sería la vida ahí afuera.

Cuando el Sol alcanzaba su máxima altitud en el cielo se armó un gran alboroto. La música comenzó a sonar fuera, las luces se encendieron y, junto a la carpa roja y blanca, un antiguo carrusel empezó a dar vueltas y vueltas y vueltas…

-Preparaos, ya vienen- dijo el enano con voz de pito.

Corriendo con sus cortas piernecitas, tapó una a una todas las monstruosas maravillas que aguardaba el circo. Una lona cubrió la jaula de la cíngara. La gente comenzó a amontonarse en la puerta impacientes por ver tan grotesco espectáculo. El maestro de ceremonias recaudaría un buen dinero esa tarde.

-¡Damas y caballeros!- anunció con una voz cantarina haciéndose notar y extendiendo los brazos como si quisiera acaparar a todo el populacho-. Bienvenidos a mi humilde circo. Aquí encontrarán las criaturas más extrañas jamás vistas, seres de tal naturaleza que se preguntarán si de verdad pertenecen a la misma raza que nosotros. ¡Venid, por favor! ¡Entrad, entrad todos!

Los billetes en su mano y su pícara sonrisa elevándose al mismo tiempo que su espeso bigote, el maestro de ceremonias se inclinó ante su público mientras sujetaba la lona de la carpa que daba paso al submundo que había tras el espectáculo. Una a una, las lonas que ocultaban a sus distintas posesiones iban cayendo al suelo. Las expresiones de asombro y los comentarios iban en aumento. Las mujeres gritaban y los niños reían. La mujer barbuda, el enano, el trapecista cojo, el payaso triste… todos agachaban la cabeza por la vergüenza que les daba mostrar su deformidad al mundo. De repente se hizo el silencio. Unos pasos se acercaron a la jaula.

-Lo que hay aquí debajo, damas y caballeros, no es una criatura deforme, sino un diamante en bruto. La más bella, la más hermosa, la única… La cíngara.

El manto que la cubría cayó al suelo pesadamente. Un <<oooh>> colectivo inundó el recinto. La cíngara sentía el peso de las miradas sobre ella. Un hombre se acercó atónito y con el brazo extendido. El maestro de ceremonias le golpeó la mano con su bastón.

-No, no, no, no, no- dijo mesándose el bigote-. No os acerquéis, pues esta exótica criatura puede que sea la más peligrosa que tenemos aquí.

-¿Más que los leones?- preguntó un niño flacucho con el pelo rojizo.

El maestro de ceremonias se hizo el interesante y soltó una risita.

-Oh, mucho, mucho más… Cuando la cíngara baila crea un conjuro capaz de hacer caer en la tentación a todos los hombres… e incluso a algunas mujeres- finalizó con mirada lasciva.

Una mujer ahogó un grito y se tapó la boca, otra miró a la cíngara con odio y agarró a su esposo del brazo, y otra se llevó la mano a una pequeña cruz que colgaba de una cadena en su cuello.

Luego, poco a poco, todos se marcharon. En un rato daría comienzo la función, esto solo era un aperitivo para dejar a esos estúpidos con ganas de más.

El domador de leones era el número que más gustaba a los niños. Muchos hombres bajaban a la arena del circo para batirse en un pulso contra el titán más fuerte del mundo tratando de mostrar a sus mujeres con qué clase de hombre se habían casado. Todos volvían con el honor por los suelos. El payaso triste hacía reír al público a carcajadas, lo cual resultaba una extraña paradoja. Las mujeres se asustaron cuando apareció el deforme jorobado. Pero la estrella del show estaba todavía por llegar.

-Damas y caballeros, abrid bien los ojos porque aún queda lo mejor- anunció el maestro de ceremonias subiéndose en unos escalones para hacerse ver mejor-. Sentíos libres de sucumbir ante el embrujo de nuestra cíngara.

Una pequeña bomba de humo, un sobresalto conjunto del público y ¡zas!, allí estaba la cíngara contoneándose en mitad de la arena con un vestido rojo pasión. Imposible apartar los ojos de ella. Todos, todos la miraban. Hombres, mujeres, niños… Sus pies parecían flotar, su pelo negro azotado por una inexistente corriente de aire, su cuerpo voluptuoso agitándose al son de una exótica y caótica música con el tintineo de sus pulseras marcando el ritmo. Incluso tras haber terminado la actuación el hechizo seguía presente, flotando en el aire manteniendo a la audiencia con la vista fija en una pista ya vacía. ¡Oh, qué maravillosa era la cíngara! ¡Todos la deseaban! ¡Y todas querían ser ella! Que equivocadas estaban. No sabían lo que decían.

Aquella noche, como muchas otras, el maestro de ceremonias mandó llamar a la cíngara para que acudiera a su caravana. Ella bailaba para él. Él, por extraño que parezca, nunca la tocó. Le gustaba su pureza. La cíngara bailaba al ritmo de una música que no sonaba. Bailaba y lloraba, pues era todo lo que sabía hacer en la vida. Ay, si fuera libre. Si pudiera volar en lugar de bailar y vivir en una casa de oro…

Pasó el tiempo. El circo de criaturas extrañas deambulaba de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad. La vida de la cíngara era como una gran rueda de madera que no paraba de girar siempre igual. Hasta que un día la carpa se instaló en una explanada a las afueras de una aldea. Allí se acercó una bruja pitonisa para tratar de ganar dinero echándole las cartas a todo aquel que se acercase para predecirle lo que le auguraba el destino. La cíngara volvía de la caravana del maestro de ceremonias.

-Cíngara- la bruja pitonisa la agarró de la muñeca cuando pasó por su lado-. Tu sublime belleza se ve ensombrecida por una inmensa tristeza. ¿Qué puedo hacer por semejante criatura? ¿Qué es lo que tú más deseas?

La cíngara abrió la boca y parpadeó con sus grandes ojos negros.

-Oh, vieja bruja, si pudiera volar en lugar de danzar y vivir en una casa de oro…

La bruja pitonisa sacó un pequeño frasco de cristal que contenía un líquido morado y se lo dio a la cíngara.

-Bébelo si tan segura estás.

Aquella tarde, justo antes de la función, la cíngara sacó el frasquito de cristal de entre los pliegues de la falda de su vestido y se quedó contemplándolo.

-Cíngara, cuidado con lo que haces- la advirtió la mujer barbuda con voz grave-. Nunca te fíes de una bruja.

La cíngara hizo caso omiso y se bebió todo el contenido de un solo trago. No se sintió diferente y, apenada, salió a complacer al público.

Aquella noche el espectáculo fue magistral. La cíngara bailó mejor que nunca, ¡qué gozo para los sentidos! Sus pies se movía rápidos, sus manos tocaban palmas. Ella giraba y giraba y giraba… De sus largos y finos dedos salió una brillante pluma negra. Luego otra y otra más. Los espectadores se tiraban de las ropas y de los pelos. El maestro de ceremonia se llevó las manos a la cara. Ante todo el mundo, la cíngara se transformó en una exótica ave de oscuro plumaje y salió volando muy lejos.

No sabe cuánto tiempo estuvo surcando los cielos la cíngara. Finalmente, agotada tras tanto batir de alas, sucumbió y desfalleció. Al abrir los ojos un resplandor la cegó. La cíngara, transformada en pájaro, miró alrededor. Barrotes dorados la rodeaban por doquier. Una hermosa y lujosa jaula, una prisión de oro. Tras ella, el inmenso bigote del maestro de ceremonias que la contemplaba de cerca. La cíngara había volado y tenía su casa de oro. Qué lástima que, en lugar de eso, no hubiera pedido la libertad.

FIN

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