Hacía frío aquella noche de Noviembre.

Las gotas de lluvia golpean contra los cristales de las ventanas. Todas las puertas están cerradas por dentro y solo se escucha, por encima de la lluvia, el crujido de los tablones de madera del gran caserón. Y entonces se ilumina la estancia con uno de esos rayos que parten el alma. Un sollozo desgarrador rompe la calma y en el piso inferior se escuchan golpes atronadores. Vuelve a empezar el ciclo.

“¡Soltadles!” Querría gritar, pero no me escucharían. Así que solo puedo taparme los oídos, conteniendo el aliento, mientras escribo estas palabras. Son almas puras, son inocentes que volverán a morir esta noche. Me pongo en pie a duras penas, y recorro las viejas escaleras de la enorme casa sin poder evitar verlo. Ahí está esa familia, vuelven a suplicar por la vida de los niños y sus plegarias no son escuchadas. Sus súplicas desaparecen con dos cañonazos y después, la sangre tiñe la alfombra del salón. Contemplo al soldado que duda al apuntar a la madre, y escucho las burlas del resto del pelotón. Es joven, no llegará a los veinte años. Sus compañeros comentan y ríen, terminando por obligarle a apretar el gatillo. Encuentro la última mirada de la madre. Desesperada, rota de dolor porque ha visto morir a sus dos hijos.

“¡No!” Grito en respuesta a esa mirada, y ellos se giran en mi dirección, sin verme. Con miedo, retrocedo hasta las escaleras y regreso a mi habitación. Volverán mañana por la noche. Apago las luces, la lluvia deja de golpear contra los cristales y la luna, casi llena, se alza en un firmamento tan negro como las almas de aquellos que esa noche han derramado sangre. Como si nadie hubiera sido testigo de lo ocurrido allí, cierro los ojos.


Esta noche la tormenta empieza antes, los rayos iluminan la oscuridad infinita en la que sus vidas van a sumergirse. Es como un presagio. La madera de la vieja casa vuelve a crujir bajo mis pies, el reloj marca las once cero nueve. Empiezan los golpes en el piso inferior, desciendo con presteza las escaleras y encuentro a los niños, están aterrorizados bajo la mesa de la entrada. No me ven, pero han escuchado mis pasos. Ahora miran con miedo en mi dirección, no saben que el verdadero monstruo está entrando a su remanso de paz en ese preciso instante.

Con rapidez me coloco a su altura y susurro en sus oídos que suban al piso de arriba. No comprenden qué ocurre pero milagrosamente deciden hacerme caso. Ascienden con torpeza por las escaleras, Eric tropieza y Alice le toma en brazos. Sus lágrimas son silenciosas, la niña mantiene una calma admirable y noto cómo mi corazón se rompe una vez más.

Vuelven los golpes y entran los soldados, ya han acabado con el padre. Ahora inquieren a la madre, preguntan por los niños y ella mantiene la serenidad del condenado a muerte, el silencio de los que ya han perdido la voz y una mirada desafiante. Se escucha un cañonazo y después, el cuerpo de la mujer yace sobre la alfombra. Pero el pelotón no se conforma, se reparten el caserón y emprenden la búsqueda de Alice y Eric. Sé, en ese preciso momento, que el derramamiento de sangre no ha finalizado esa noche.

Las botas son pesadas sobre el suelo antiguo de la casa, a cada paso mi corazón da un vuelco. Uno de los líderes del pelotón da con los niños en el piso superior y no duda en disparar. Están abrazados. Escucho el tiro, no quiero mirar porque ya sé que los ha matado. Sus pequeños corazones han vuelto a pararse una noche más, para siempre. Vencido, regreso a mi habitación entre lágrimas desesperadas.


Vivo con miedo a que llegue la noche, ayer volví a verlos morir a todos. Sus jóvenes almas volvieron a perderse, tan solo gozaron de unos minutos más de vida. Hoy he conocido su historia, me han mostrado de dónde vienen.

Son descendientes de Abraham, huyeron de los rumores de guerra. El padre consiguió advertirlos antes de que fuera demasiado tarde. Vivían en una casa pequeña en el norte de Berlín, huyeron hasta esta casa con la esperanza de sobrevivir. Eric y Alice no conocen otra cosa más que la huida y el miedo. Me encantaría decirles que hay algo más, pero no me creerían. Solo llevan tres meses en este lugar y se creen a salvo.

Cae la noche y sangra mi alma solo al pensar en el trágico devenir de esta familia. No puedo hacer nada, es su destino. Dios así lo quiere. Son ecos del pasado que no se pueden silenciar pero entonces ¿Por qué me escuchan? ¿Acaso Dios quiere darles a esos niños una segunda oportunidad? ¿Qué Dios cruel querría salvar a unos seres puros dejándolos sin guía?

La lluvia vuelve a caer con fuerza contra mis ventanas, parece que el mundo se va a acabar. La oscuridad se interrumpe por la enorme luna llena que se alza más allá de las montañas. Los rayos rasgan el firmamento como si de cuchillas se tratasen. Casi puedo escuchar el paso de los soldados afuera. Están decididos a matar, salvo aquel que duda antes de apretar el gatillo. El dubitativo, el que mata por presión… Desperezándose en mi mente nacen los recuerdos e intento identificar al joven soldado.

Pero los golpes en la puerta me devuelven a la terrible realidad, bajo las escaleras antes de que dé comienzo la matanza y observo a los niños bajo la mesa. Me coloco a su lado y les suplico que asciendan al piso superior desde el que escribo estas palabras. Una vez Eric y Alice están fuera del salón, la puerta cae al suelo provocando un gran estruendo que hace que tiemblen los cimientos a la par que mis piernas. Los soldados entran y ponen fin a la vida de unos padres que solo querían liberar a sus hijos en una época teñida de rojo por la guerra.

Con presteza, camino hacia el joven soldado que duda “Están arriba…” Susurro en su oído. Sé que he tomado una decisión arriesgada, pero necesito que sea él quien los encuentre. Guío sus pasos hasta la habitación en la que Alice y Eric tiemblan, uno en brazos del otro. Sus ojos oscuros brillan inundados de lágrimas, despidiéndose de una vida que no han vivido y de todas sus posibilidades. El soldado se detiene y los apunta con su rifle, si aprieta el gatillo no sobrevivirán. Estoy aterrorizado ante mi propia equivocación. Sin embargo, siento su corazón encogerse ante los niños, deja de latir ¿Es mi propio corazón? ¿Soy yo aquel soldado? Inmediatamente bajé el arma.

“¡Salid de aquí!” Grité a los pequeños, y ambos se tomaron de la mano. Corrían a la parte trasera del jardín. Alice tomó en brazos a Eric, él lloraba y observaba al soldado mientras se alejaban en el bosque.

Desde la ventana rota de esta habitación contemplo, atónito, cómo los niños son libres, han burlado a la muerte, escapan de su destino trágico.

Ahora ya no soy ese soldado, mi cabello es blanco y mis manos ya no sostienen con firmeza ningún arma. Escucho al joven dubitativo dar dos cañonazos al aire y ordenar quemar la casa para que los cuerpos queden enterrados entre ruinas. Las ruinas de este caserón siempre me han parecido desoladoras pero al mirar por la ventana cada noche, todavía veo a Alice y Eric corriendo libres mientras las llamas lo envuelven todo a mi alrededor.

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