Abril, 1618

No recuerdo muy bien en que momento abrí los ojos, casi como un parpadeo, como si fuera el aleteo de una mariposa. No sentía mis manos, ni mis piernas para poder correr, quería huir.

Las imágenes iban y venían, como un maldito sueño que se repetía una y otra vez, interminables imágenes que quemaban en alguna parte de mi cerebro.

Me quede allí durante un buen rato, echa un ovillo, queriéndome refugiar y no oír esos alaridos constantes, esas risas, esas burlas, esos gritos que rebotaban en las paredes y los hacían aún más intensos.

“Bruja, bruja, bruja, bruja”

Un eco que se repetía en una cueva vacía, doliéndome en lo profundo de mi alma. Las lágrimas ya no caían, se habían secado en algún momento mezclándose con el barro y la sangre, alrededor de mis ojos. Había perdido toda esperanza, la guerra ya la habían ganado, ya no había más que hacer, nada por lo que luchar, nada a lo que acogerme.

Intenté alejar mi mente de allí, dejando esos chillidos atrás, y olvidar que mis manos estaban retorcidas, mis rodillas ensangrentadas y mi alma rota.

Las torturas habían sido incesantes, a cada palabra que ellos creían que podía ser malinterpretada, me juzgaban, me apaleaban, me ponían en su cruz, clavando espinas, atándome de pies y manos, colgándome de las muñecas, todo el nombre del «Señor». Y, ¿Quién era ese su Señor, que no dejaba que yo me explicara, que no dejaba que contara mi verdad? ¿Acaso ellos la sabían?

Una niña, que viene de una tierra lejana, emprendiendo una nueva vida, con esperanza, con ilusión, con ganas de vivir. Una niña que aprendió de su amiga en la cocina, en una casa donde no era conocida, que había ido a reuniones con sus amigos a las orillas de la poza, cantando, bailando a la luz del fuego, haciendo de las sombras sus bailes incansables, con la inocencia que una joven pueda tener. Una joven que se enamoró, que quiso que su amor solo fuera para ella, que creyó en que todo podría ser mucho mejor si él estaba a a su lado. Una joven que pasó a ser mujer, cuando fue violada por el gran señor, queriéndose arrancar el bebe que llevaba dentro. Una mujer que buscó soluciones, «pócimas» decían ellos, «conjuros» decían los otros. Yo solo vi a una niña, joven, mujer, desesperada por su libertad,la libertad junto a aquel que le había robado su corazón y no se había llevado su alma.

Intenté pensar en sus piernas corriendo, viniéndome a buscar. Intenté pensar en el intenso color verde de sus ojos. En su sonrisa pícara al bromear. En su voz, tenue y a la vez peculiar. En sus manos cogiendo las mías, sin importar quién nos viera. En él. Solo en él.

Me exalté cuando alguien, abrió la pesada puerta de hierro del techo. Me quede inmóvil. Había llegado la hora.

Me cogieron entre dos, casi empujándome a que me pusiera erguida y moviera mis pies, cosa que cada vez se me hacía más imposible. Sus brazos me aguantaban por las axilas, no podía levantar la cabeza, mi cuerpo iba a ser ejecutado, cuando ya estaba casi sin vida, sin fuerzas. Las piernas me pesaban, mis ojos no podían ver mas allá del polvo que creaba sus botas forzándome a caminar.

La luz de la calle me hizo daño en los ojos. Era incapaz de ver esas caras que me juzgaban sin saber nada de mí, era incapaz de ver como sus dedos señalaban y acusaban de algo que no sabían., ni entendían. Alguien, me levanto la barbilla bruscamente, y note como hizo fuerza para poder acabar su escupitajo en mi mejilla, nadie hizo nadie para limpiarme. Él lo haría.

El camino fue duro, con los ojos nublados por mis lágrimas, divisé una pequeña colina, la misma donde mis sueños habían comenzado, y la misma donde, ahora allí, acababan, la imponente soga, al borde de los prados, esa cuerda que ahogaría mis pensamientos, mis creencias, sin dejarme si quiera hablar, sin dejar explicar, que en todo aquello que creían, era falso. Detrás de mi, se podían oír los gritos de las mujeres que habían compartido conmigo, el mismo destino. Ese destino del que huía de Francia, y ahora me había alcanzado, el mismo destino que tuvo mi madre, y miles de mujeres que habían sido juzgadas, por lo que ellos llamaban «su fe divina». Por la sangre me corría vergüenza, impotencia, rabia y decepción. Decepción al creer que este nuevo mundo sería diferente de lo que ya conocía, un mundo que arrebató todo lo que ya tenía y ahora me lo estaba volviendo a quitar.

Los alaridos, eran como pinchazos en mis orejas, hay quien rezaba, hay quien sollozaba, hay quien gritaba y hay quien se tiraba al suelo para cogerse a la tierra de la que creían que no se podía separar. Yo no tenia fuerzas, no me quedaba nada, todo se había perdido, todo había acabado. Me lo habían arrancado de mis manos, de mi piel, de mi alma.

En un último gesto esperanzador, levanté la cabeza a mitad de las escaleras de madera, esas que me llevaban a la cuerda que tanto había temido las últimas dos semanas, después de días insufribles, llenos de torturas.

Busqué sus ojos, intenté buscarlos entre tanta gente, intenté convencerme de que él me podía ver, de que estaba allí conmigo, me vendría a salvar, me diría que todo saldría bien, que todo era un mal entendido y huiríamos de allí. Una pequeña sonrisa se aposento en mi rostro sin vida.

Pero cuando lo recordé, un hecho claro como el agua me desgarró lo poco de vida que podía tener. No volvería a ver su cara, no volvería a sostenerlo en mis brazos, no volvería a mirarlo, ni a reír con él.

No volvería hacerlo, porque él…él…estaba muerto.

Lo último que oí fueron gritos y risas. “Bruja, bruja, bruja, bruja”

Cerré los ojos, levanté la cabeza, orgullosa y esperé.

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